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Camino, Verdad y Vida.

Domingo, 10 de mayo de 2020

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Debemos siempre estar muy seguros de hacer la distinción entra la Iglesia invisible, universal y espiritual (Ecclesia) y la organización religiosa sin ánimo de lucro que se reúne en un edificio coronado por un campanario. La diferencia es inestimable, y no tenemos derecho a cometer el error de confundir las dos. Comprende por favor que no cuestionamos el derecho de cualquier grupo religioso de reunirse en paz, de elegir a sus líderes, de recibir dinero, de tener criterios para llegar a ser miembro, de administrarse del modo que le parezca justo – hace tiempo que comprendemos que tal derecho es un derecho civil y no es  en ningún caso inalienable,  escrito o autorizado por el mismo Dios. Esto no significa que sea malo, pero esto no lo hace espiritual. La Ecclesia no es una organización o una invención humana, sino un organismo lleno de Vida, y que adorarlo “en Jerusalén o sobre esta montaña” es menos importante para Dios que  adorarlo “en Espíritu y de verdad“.

¿Entonces dónde es la diferencia? ¿Dónde está el problema? Esto se convierte en un problema cuando el significado espiritual y escriturario  es falsamente relacionado con las costumbres sociales, con una norma cultural, con una religión de tradiciones, con una organización o con un lugar para reunirse. Cuando la línea de demarcación si difumina entre, por  una parte, la expectativa social, la tradición o las costumbres de la Religión Organizada y por otra parte, la verdadera vida espiritual, la misma esencia de la Ecclesia o del creyente individual, entonces tal sistema tiene la posibilidad de evolucionar en una forma peligrosa de abuso espiritual o de elitismo religioso.

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Chip Brogden

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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí.En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.”

Tomás le dice:

“Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”

Jesús le responde:

“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.”

Felipe le dice:

-“Señor, muéstranos al Padre y nos basta.”

Jesús le replica:

-“Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.”

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Juan 14,1-12

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Hace algunos años, un hombre de Dios que me guiaba entonces me envió un mensaje que me asustó mucho: “Sea siempre fiel a Dios en la observación de sus promesas y no se preocupe de las burlas de los insulsos. Sepa que los santos siempre se han hecho la burla del mundo y de los mundanos y han sido pisoteados por el mundo y por sus máximas. El campo de la lucha entre Dios y Satanás es el alma humana, donde se desarrolla esta lucha en todos los momentos de la vida. Para vencer a enemigos tan poderosos, es preciso que el alma dé libre acceso al Señor y sea fortalecida por él con toda suerte de armas, que su luz la irradie para combatir contra las tinieblas del error, que se revista de Jesucristo, de su verdad y justicia, del escudo de la fe, de la Palabra de Dios. Para revestirnos de Jesucristo, es preciso que muramos a nosotros mismos. Estoy seguro de que nuestra Madre celestial le acompañará paso a paso”.

Estaba yo confuso, mi mente daba vueltas, cavilaba en estos pensamientos sin llegar a ninguna conclusión. Pasó después otro trecho de vida y comprendí que morir a nosotros mismos es hacernos vivir a nosotros mismos. Caigo en la cuenta de que los momentos de vida plena son aquellos en que siento la tentación de hacer vivir en mí a Dios y su voluntad. Al final he comprendido que abandonarme a Dios no significa haber superado todos mis problemas, sino querer verdaderamente, con todo mi ser, que él pueda obrar en mí y pueda encontrar en mí una plena colaboración.

Al leer ahora de nuevo esta carta, cada palabra toma un valor diferente y, contrariamente a hace algunos años, me anima a continuar por este sendero.

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E. Olivero,
Amar con el corazón de Dios,
Turín 1993, pp. 72ss).

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