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“¿Obispos investigados o imputados por la Justicia?”, por José María Castillo

Sábado, 6 de mayo de 2017
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img888751sDe su blog Teología sin Censura:

Se sabe que, en este momento, hay en España media docena de obispos investigados o imputados por los tribunales de justicia. No es mi intención pronunciarme sobre la verdad o falsedad de los hechos que investigan los jueces, fiscales y abogados, que intervienen en cada uno de estos casos. Lo que pretendo es plantear, con este motivo, una reflexión que me parece importante, no sólo para los encausados, sino para los cristianos en general y los ciudadanos interesados en estos asuntos.

Ante todo, es un hecho, afirmado como dato de la fe de la Iglesia, que los obispos son “los sucesores de los apóstoles”. Así consta desde el siglo primero hasta nuestros días. Teniendo en cuenta que esta sucesión no es un simple hecho de validez sacramental. Quiero decir, para que un obispo sea “sucesor de los apóstoles” no basta el hecho de la “ordenación sacramental”. O sea, no basta que haya recibido el rito o la ceremonia de su ordenación como obispo. Además de eso, se necesita que el que ha sido ordenado en una ceremonia religiosa, transmita – mediante sus enseñanzas y su forma de vida – la doctrina que nos enseñaron los apóstoles de Jesús (Y. Congar, E. Molland, V. Fluchs, G. Bardy…).

Por eso, la Iglesia, durante más de diez siglos, a los obispos (y clérigos en general) que tenían comportamientos escandalosos, les quitaba todos sus poderes y dignidades. Y les obligaba a vivir, el resto de su vida, como laicos (“laica communione contentus”), ganándose la vida como se la gana todo el mundo: ganándose un jornal para tener el pan de cada día (abundan estudios serios y documentados sobre esto: C. Vogel, P. M. Seriski, E. Herman, P. Hinschius, F. Kolber, K. Hofmann, J. M. Castillo…).

Pero hay algo más importante, que normalmente no se tiene en cuenta. Según los evangelios, lo primero que Jesús les exigió a los apóstoles no fue le “fe”, que creyeran en él, sino el “seguimiento”, que vivieran con él y como él. La teología, por desgracia, no ha tenido debidamente en cuenta este dato capital, a saber: que antes que las creencias, está la forma de vivir. Baste pensar que, en los evangelios sinópticos, mientras que la fe se menciona 36 veces, del seguimiento de Jesús se trata en 57 ocasiones.

No voy a hacer aquí un estudio sobre el “seguimiento” de Jesús. Me limito a señalar que los relatos de “seguimiento” destacan sobre todo esto: cuando Jesús llamaba a alguien a seguirle, no presentaba ningún programa de vida, ningún objetivo, ningún ideal. Sólo una llamada: “Sígueme”. Esto era todo (D. Bonhoeffer). Pero esto exigía dejarlo todo: familia, bienes, casa, trabajo… El que era llamado, perdía toda seguridad humana. ¿Por qué? ¿Para qué? Para ser libre de verdad. No estar atado a nada. Ni a nadie. Aunque quienes eran llamados no tuvieran claro lo de la fe, como queda patente en la cantidad de veces, que, según los sinópticos, los que le seguían fueron reprendidos, tantas veces, por el mismo Jesús, que les llamó “hombres de poca fe” (“oligo-pistoi”) o incluso les echó en cara su incredulidad (“a-pistía”).

Con el paso del tiempo, en la Iglesia se dio más importancia a la fe que al seguimiento, sin duda por la influencia creciente que tuvo la teología de Pablo, que, no conoció al Jesús histórico, ni menciona el seguimiento de Jesús. Pablo habla de la “imitación”, pero es para que le imiten a él (1 Cor 4, 16; Fil 3, 17), haciendo una vez referencia a Cristo (1 Cor 11, 1).

En cuanto a los obispos, en lo que más se ha insistido ha sido en la “autoridad”, que, desde el s. IX (con el papa Nicolás I), empezó a considerarse como “potestad”. Y que pronto fue calificada como “sagrada”. Así, el clero centró su interés, más en exigir sumisión a la fe, explicada por los propios clérigos, que en la libertad que nace del seguimiento de Jesús. La Religión, con sus ritos y observancias, le ganó (en importancia y presencia social) al Evangelio. Jesús fue objeto de culto, devoción y arte. De la vida de la gente, de los ricos y de los pobres, se encargaban los poderes públicos, con frecuencia en lucha, para ver quién mandaba más, si el poder civil o el poder sagrado.

¿Nos sorprende o nos escandaliza que haya obispos que se ven denunciados ante la Justicia? Yo no soy quién para decir si son o no son culpables. Lo que se puede – y se debe – decir es que en la Iglesia hay demasiada gente que la da más importancia a la Religión que al Evangelio. Porque es más fácil ir a misa o decir “yo creo en la fe que enseña la Iglesia”, que tomar en serio el seguimiento de Jesús. Quiero decir: lo que nos da miedo y no soportamos es pensar que, si queremos ser cristianos, tenemos que asumir, ante todo, el seguimiento de Jesús. Es decir, el proyecto de vida que nos plantea el Evangelio. Si no empezamos por ahí, ¿qué cristianismo es el nuestro?

Yo no quiero, ni tengo por qué, enjuiciar a los obispos. Muchos de ellos son excelentes personas y hombres ejemplares. Lo que me duele, y no puedo aceptar, es que la Iglesia que tenemos y su teología le hayan dado más importancia a lo que más valora la Religión: creencias, leyes, ritos y jerarquías. Mientras que la forma de vivir y el proyecto de vida, que nos marcó Jesús, tal como consta en los evangelios, no es precisamente ni lo determinante, ni lo que la gente ve y palpa en la vida y en la presencia de la Iglesia.

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Cuando un clérigo es cesado, ¿por qué no cesa de verdad?

Miércoles, 14 de septiembre de 2016
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jdm002ma001-2De su blog Teología sin Censura:

Lo que ha ocurrido con el obispo de Mallorca (y su traslado a Valencia) está dando que hablar. El problema – por lo que han dicho – no está en la ciudad, sino en la persona. Y si es que ese obispo no sirve para Mallorca, ¿va a servir en Valencia? Hay problemas en la vida que no se resuelven con un traslado. La Iglesia (empezando por su teología) tendría que ser consecuente: el que no sirve para un ministerio, que cese. Pero de verdad y con todas sus consecuencias.

Esto es lo que hizo la Iglesia durante más de diez siglos. Sin duda alguna, hasta el s. XII, por lo menos. En efecto, fue en el s. XII cuando se aceptó entre los teólogos la idea según la cual el sacramento del Orden consiste en el carácter del que arrancan los poderes sagrados que tiene el sacerdote. Es la idea que impuso Pedro Lombardo, al que siguieron Alberto Magno, Tomás de Aquino, etc. Desde entonces, se impuso el convencimiento de que el sacerdote es “Sacerdos in aeternum” = “sacerdote para siempre”. Lo que pasa es que la Iglesia, para evitar males mayores, se inventó la teoría de que, para ejercer el sacerdocio, no basta la “potestad de orden” (que teóricamente es indeleble), sino que además el sacerdote necesita la “potestad de jurisdicción”, que se le concede al que está “incardinado” (inscrito) en una diócesis o en una Orden Religiosa, es decir, está sometido a un obispo o a un superior religioso.

Pues bien, es importante saber que, durante más de mil años, estas ideas no existían o no estaban claras en la Iglesia. Lo que estaba claro es que, si un sacerdote – tuviera el cargo que tuviera, aunque fuera obispo -, si no vivía de forma ejemplar y según las normas establecidas, dejaba de ser sacerdote y volvía a ser seglar. Esto es lo que no se cansaban de repetir machaconamente los Sínodos y Concilios por todos los rincones de la Iglesia, en Oriente y Occidente, como consta en los documentos eclesiásticos desde comienzos del s. IV (año 314) hasta finales del s. XII (año 1179). De manera que el que era cesado, si es que quería seguir siendo cristiano, tenía que permanecer en la Iglesia “laica communione contentus”, es decir, “comulgando como laico”. Pasaba, por tanto, de clérigo a seglar.

Este asunto capital ha sido ampliamente estudiado y muy bien documentado (C. Vogel, P.M. Seriski, E. Herman, P. Hinschius, F. Kober, K. Hofmann, H. Zimmermann, J.M.Castillo…). Y conste que el convencimiento de la Iglesia, en este asunto, era tan firme, que, si ocurría que un sacerdote u obispo cesado (y reducido al estado laical) quería volver a ejercer el ministerio, tenía que ser “re-ordenado”. De forma que un autor tan autorizado, como fue san Isidoro de Sevilla, llega a decir que “un acto canónico de la Iglesia anula hasta incluso un acto sacramental” (Conc. IV de Toledo, can. 28. Mansi, X, 627. Cf. P. Séjourné, Y. Congar).

El convencimiento de la Iglesia era tan firme como claro: la conducta era más determinante que el ritual. Lo que significaba que, si la conducta no era honesta, coherente y aprobada por la comunidad creyente, el ritual quedaba anulado. Y, por tanto, desaparecía la ordenación y el ministerio. Hoy esto tendría que traducirse en el hecho fuerte y honrado, para bien de la sociedad y de la Iglesia, que se tendría que traducir en que muchos sacerdotes, frailes, religiosos y hasta obispos deberían pasar al estado y condición de laicos, viviendo como honestos creyentes y honrados ciudadanos, ganándose la vida como todo hijo de vecino o viviendo de la pensión que les corresponda según las leyes de cada país. Lo que ya, modestamente, algunos estamos haciendo.

Por lo demás, y para evitar preocupaciones teológicas innecesarias, debo indicar que el canon 9 de la Sesión 7ª de Trento, que afirma el carácter sacramental, que imprimen el bautismo, la confirmación y el orden, lo único que termina diciendo es que esos tres sacramentos “no se puede repetir” (DH 1609), o sea no se pueden administrar a cada persona nada más que una vez en la vida. Es lo que explica con claridad el famoso historiador de aquel concilio S. Pallavicino.

La Iglesia necesita una limpieza. Pero una limpieza a fondo y de verdad. Lo cual quiere decir que tal limpieza no se hará mediante traslados. Será necesario revisar no pocos cánones del Derecho Canónico vigente. Será necesario renovar la Teología. Pero, sobre todo, lo más urgente, lo más apremiante, tendría que ser: hacer las cosas de manera que la vida en la Iglesia y el proyecto de vida de Jesús, tal como lo presenta el Evangelio, sean de verdad una misma cosa. Mientras no orientemos todo en esta dirección, estaremos dando palos de ciego.

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