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Teresa de Jesús, hoy.

Martes, 15 de octubre de 2024

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Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia”y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la“cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

Editorial del nº 127 de EXODO, espiritualidad: Teresa de Jesús, hoy

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Sábado, 14 de octubre de 2023
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Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia”y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

Editorial del nº 127 de EXODO, espiritualidad: Teresa de Jesús, hoy

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Sábado, 15 de octubre de 2022
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Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia”y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

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Viernes, 15 de octubre de 2021
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Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias”fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia”y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

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Jueves, 15 de octubre de 2020
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Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

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Martes, 15 de octubre de 2019
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Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

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Lunes, 15 de octubre de 2018
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Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

Editorial del nº 127 de EXODO, espiritualidad: Teresa de Jesús, hoy

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Adviento con María: Esos tus ojos misericordiosos

Viernes, 23 de diciembre de 2016
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15578977_705312969645898_4048951600502189357_nDel blog de Xabier Pikaza:

La Salve ha sido quizá la más conocida de las oraciones específicamente católicas, una antífona mariana, de origen medieval, dirigida a la Madre de Jesús, pidiéndole que sea intercesora misericordiosa ante su Hijo Jesucristo.

Me parece hermoso presentarla y comentarle en este Adviento, al final del Año de la Misericordia. No es, como diré, la única oración de María, pus a su lado ha de ponerse el Magníficat, que es el canto de la justicia radical (¡derriba del trono a los potentados…!). Pero es también importante, pues nos sitúa ante la maldad radical de la vida (¡destierro, valle de lágrimas, campo de destierro y llanto!), haciendo que podamos abrir los ojos del corazón en gesto de esperanza.

Cuentan que un día, en su famosa Cátedra de Filosofía, el profesor D. José Ortega y Gasset estaba explicando el análisis existencial de M. Heidegger, el más radical de los pensadores del siglo XX, comentando temas como caída y finitud del hombres, estar arrojado y perdido en el mundo… y de pronto se paró y pregunto al alumno más sabio del grupo: ¿Puede usted compararme el análisis de Heidegger con la Salve Cristiana?

Siguen diciendo que el alumno sabio contestó que Heidegger era un pensador excelso, mientras que la Salve era una oración de incultos supersticiosos…

Pues bien, Ortega, famoso por su durísima ironía, le dijo: Usted, alumno mío, no es inculto y supersticioso, sino algo muchísimo peor, es un idiota. No existe, que yo sepa, en la historia de occidente un texto que mejor refleje la condición del hombre, la Goworfenheit, que la Salve cristiana. Pero quizá a Heidegger le falta la Madre.

En este contexto, entre Heidegger y el final del Adviento, he querido ofrecer un breve análisis de la Salve, como oración de Adviento, una oración que no es todo para los cristianos, pero que sigue siendo importante.

Imagen: Una representación tradicional de Santa María de la Salve (como la que tenía en su mente el “famoso” alumno de Ortega, del primer tercio del siglo XX, quizá alejada de nuestra sensibilidad, casi un siglo más tarde. Al final he querido poner,al lado de la imagen de María, para quien siga leyendo, una fotografía de estudio de J. Ortega y Gasset. Buen final de Adviento, con María (y con Ortega y Gasset, es decir, con el pensamiento).

Salve, una oración de misericordia

María ha sido para los cristianos un signo especial de la misericordia, como lo muestra la Salve, una antífona mariana, del XII d.C., que le atribuye y aplica los signos fundamentales de la misericordia de Dios:

Salve, reina y madre de misericordia;
vida, dulzura y esperanza nuestra, Salve.
A ti clamamos los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos,
gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.
Ea pues, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos,
y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.
Oh, clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María.

Los nombres de la Madre

‒ La Madre de Jesús es Vida (Hayyim), palabra que define a Dios, en sentido intensivo: Yahvé mismo es la Vida, de manera que en él y solo en él existe todo lo que existe (como supone Jn 1, 4-5, que atribuye la Vida también al Logos de Dios que es Jesucristo.

‒ Ella es Dulzura, tema que puede aplicarse al Espíritu Paráclito y que Pablo atribuye de un modo especial a Dios (2 Cor 10, 1). Pues bien, en esa línea, la Salve identifica de algún modo la dulzura de Dios y del Espíritu Santo con María Madre.

‒ María es finalmente esperanza, tema que el Antiguo Testamento vincula con Dios (cf. Jer 17, 7; Sal 61, 4; 71, 5), y el Nuevo Testamento con Jesús, que anuncia y prepara la esperanza de Dios en el Reino. Pues bien, ahora, la esperanza de Dios y de Jesús se expresa por María.

Invocación

Tras haberla presentado de esa forma, los orantes la invocan: A ti clamamos los desterrados hijos de Eva…

No están en su patria, sino arrojados, lejos de Dios, como pueblo de sufrientes (pobres, vencidos… ), y así vienen suplicantes a María, la madre buena que nos ha liberado del riesgo de la madre mala, Eva, marcando así el cambio de señorío, el paso del dominio de Eva (madre de pecado, destierro) al de María, madre de misericordia. Esta visión de las dos madres, y el paso de la mala a la buena (propio de la gnosis del siglo II-III d.C.) se interpreta aquí en forma mariana.

La Salve nos sitúa ante el motivo de la búsqueda de madre, propio de una sociedad de abandonados, desterrados, que quieren liberarse de este cuerpo de pecado, para alcanzar la misericordia, diciendo: A ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas… No se acusan de ningún pecado, no son culpables por ninguna falta, social o individual, pero sufren y lamentan un destierro que proviene del pecado original de Eva, mala madre, por cuya falta padecen.

Como los hebreos en Egipto

Esta oración retoma el motivo de los hebreos en Egipto, a quienes Dios mismo escuchó desde su altura (cf. Ex 2-3). Pero los desterrados de la Salve no llaman a Dios, ni buscan ayuda en esta tierra, pues saben que en ella nada puede cambiarse, sino que se dirigen a la Madre buena (a ti suspiramos, gimiendo y llorando) para decirte tres cosas:

Ea pues, Abogada nuestra… Conforme a la tradición de la Iglesia, según el evangelio de Juan, el Abogado defensor de los creyentes es el mismo Espíritu Paráclito, cuya función asume aquí María, que aparece así como Espíritu divino, en forma de mujer/madre, Reina y Señora, Abogada defensora de de los creyentes. María aparece así como enemiga del Diablo destructor, a quien se dice que ha vencido (cf. Gen 3, 15; Ap 12, 1-5. Este pasaje de la Salve nos sitúa ante una visión de gran fuerza, que ha calado en la conciencia de los sufridos cristianos de occidente, del XII d.C. hasta la actualidad.

‒ Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. María es presencia de Dios en forma de Madre y Mujer. Estos ojos de María son sin duda aquellos ojos de Dios que miraban la opresión de su pueblo en Egipto (Ex 2, 23-25; 3, 7-8), apareciendo como misericordes, portadores de misericordia. El orante sólo pide a María que vuelva sus ojos y le mire (nos mire) en comunicación de amor. Al hijo pequeño le basta con saber y sentir que la madre lo hace mira.

‒ Y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre Algunos han pensado que Dios mira con ojos de pura justicia. Pues bien, en contra de eso, el orante de la Salve sabe que Dios mira (a través de María) con ojos de misericordia. Por eso, no pide nada (salud, dinero, amor humano, victoria…), sino una mirada, y la certeza de que al fin de la misma María le llevará Jesús.

15585460_705313366312525_2037837235911728775_oAnticlímax.

Y así termina la oración, con títulos propios de Dios de Ex 34, 6-7), pero aplicados a María, para definir su misericordia:

‒ Oh clemente. La clemencia era propia de Dios; pues bien, aquí se atribuye a la madre de Jesús, que aparece como signo personal del perdón de Dios, que no juzga a los culpables, sino que los libera del castigo.

‒ Oh piadosa. Éste es el nombre del Dios de la alianza (hesed), que se aplica aquí a María, con una palabra que no puede aplicarse sólo a la vida tras la muerte, sino que se expresa a la tarea de los hombres que han de ser misericordiosos entre sí (piadosos, religiosos) desde este mundo, en la línea de las obras de misericordia.

‒ Oh dulce. María es dulce y fuente de dulzura en un mundo de amargura, exilio y llanto, arrojados, caídos, en orfandad y muerte. En ese contexto, el orante llama y siente a la Madre de Jesús como dulzura (como leche que alimenta, sacia y anima a los hombres en la tierra prometida del Antiguo Testamento: Ex 3, 8).

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Teresa de Jesús, hoy

Sábado, 15 de octubre de 2016
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santa-teresa-avilaLeído en la página web de Redes Cristianas

Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

Editorial del nº 127 de EXODO, espiritualidad: Teresa de Jesús, hoy

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“Ética de la esperanza, pero ¿qué esperanza?”, por Antonio Gil de Zúñiga,

Viernes, 19 de febrero de 2016
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bike-2Leído en Atrio:

En la web de Atrio, en esta última semana, se ha prodigado la palabra esperanza. Sin duda, es tiempo de ello. Estamos en Navidad, que es liberación y esperanza. Estamos a una semana después de unas elecciones generales, cuyos resultados señalan un camino de esperanza. Pero habría que preguntarse, ¿qué esperanza?

No me vale la virtud de la esperanza, como se ha enseñado tradicionalmente por la teología. Una esperanza demasiado escatológica y providencialista, que lo deja todo en mano de la resignación; aunque tampoco me vale la de E. Bloch, demasiado chata y telúrica, sin horizonte de Trascendencia. Creo que hay que aunar esa esperanza trascendente de la virtud cristiana y el “todavía no” blochiano transformador de la realidad y de la historia.

El territorio de la esperanza es el sufrimiento, el drama humano, como nos advierte A. Malraux en su novela La esperanza, quien, por medio de una prosopopeya, pone en boca de Madrid, acorralada y destrozada por los bombardeos del rebelde ejército franquista, una queja profunda y angustiosa contra Miguel de Unamuno: “¿para qué puede servirme tu pensamiento, si tú no puedes pensar mi drama?”. Esta situación se puede actualizar de muchas maneras: guerra de Siria, millones de desplazados; recortes sociales del gobierno del PP, millones de familias empobrecidas; y un largo etc. Es en el aquí y ahora donde ha de actuar la esperanza; tiene que mirar al futuro, próximo o lejano, pero desde la realidad sufriente del ahora. Tal vez no les falta razón a E. Lévinas y Rosenzweig para quienes la filosofía es ideología de la guerra al considerar unos elementos como esenciales (Dios, hombre, mundo) y despreciar otros como accidentes (el sufrimiento, la pobreza, la esclavitud). También TW Adorno se sitúa en esta línea al entender, por un lado, que “el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a la expresión como el martirizado a aullar”, retractándose de algún modo de otra afirmación suya de que después de Auschwitz ya “no se podía escribir ningún poema”; y de otro, que ante el bárbaro e irracional Holocausto la propia metafísica ha quedado desarmada y paralizada, “porque lo que ocurrió le destruyó al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia”. Es, pues, hora de que la esperanza tome la iniciativa y el ser humano recupere su propia identidad óntica, pues, siguiendo a Laín Entralgo, “el hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico”.

Desde el punto de vista de la creencia la esperanza es el guía fiel que acompaña al hombre a la frontera de la finitud para entrar en el territorio de la trascendencia; donde ya no hay esperanza, porque el acontecimiento gozoso se hace patente. Se presenta, pues, al sujeto sub specie boni, colmando todos los anhelos insatisfechos y plenificando la finitud de la existencia humana. De ahí que el Ser trascendente sea el horizonte del “homo viator”,  que no es un ser acabado, perfeccionado, como mantiene la filosofía escolástica siguiendo a Aristóteles, sino un ser en proyecto, que deviene y se realiza cada día: “vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser…¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por lo tanto, en lo que aún no es!”, escribe Ortega y remata en otro lugar, “yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser”.

Así pues, el ser humano es un-ser-en-esperanza. Que es tanto como decir que está abierto al futuro, nota esencial de la esperanza. Es un proyecto en constante devenir que en su trayectoria diacrónica se va configurando y consolidando como ser humano. Es agente y responsable de su propio futuro, como individuo y como colectividad, y su tarea primordial es transformar el presente, para que el futuro sea menos incierto, incluso un futuro liberador, donde las aspiraciones humanas se vean cumplidas. Se aproximan así esperanza y utopía, por cuanto se vislumbra una realidad diferente a la que se vive y se posibilita una calidad de vida, fruto del quehacer transformador del hombre. El futuro será, pues, una realidad para todos; de que los demás van a estar conmigo y yo con ellos. Es la urgencia de la solidaridad. Pero conviene resaltar que a la realidad adversa se encara desde una posición erguida, de ahí el dicho de no meter la cabeza debajo del ala como el avestruz. A esto P. Tillich lo llamó “el coraje de ser”. Conseguir esa actitud erguida, factor importante en la evolución del primate al homínido, como gustaba repetir el biólogo Faustino Cordón, no fue cosa de unos días, sino de siglos. El primate pasó del bosque a la sabana, y para comer y poder defenderse de otros depredadores comenzó a erguirse, mantenerse de pie. Sin esta actitud de reto, de confianza desafiante, no es posible la esperanza.

El hombre es además un-ser-con-esperanza. Su existencia como historia se fundamenta en la confianza de su proyecto, un proyecto con futuro. Confiar es tanto como dar crédito a la realidad por más que esta realidad y este proyecto puedan atravesar campos minados que hagan peligrar la actitud desafiante del ser confiado. Con la mirada hacia delante, hacia el futuro. Es la sensación que muestra la sociedad española después de las elecciones del 20D, por más que Ortega nos diga que el español suele “hacerse ilusiones sobre su pasado, en vez de hacérselas sobre su porvenir”; o la actitud desafiante de algunos, demasiados, obispos españoles, que no respetan ni la libertad personal, ni la libertad de conciencia.

Pero la esperanza, tanto biográfica como histórica, no es otra cosa que el compromiso con la realidad, individual y colectiva; una realidad considerada sub specie boni, que implica armonía y felicidad para uno mismo y para los demás. El dato empírico es que la realidad del ser-ahí anhela su total transformación, como también la creación entera, según escribe Pablo de Tarso en la Carta a los Romanos. Y es K. Marx quien pone las bases en la tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Aquí está la clave de la esperanza, de la “pequeña esperanza” de Ch. Pèguy, ya que no es otra cosa que la consecuencia y el fruto de los comportamientos éticos del trabajo por la justicia, la libertad o la paz. No hay futuro esperanzador si no hay libertad, aunque vivamos en una democracia, pero las mayorías absolutas imponen absolutamente sus prioridades y su bienestar; aunque la Iglesia sea un espacio de libertad, pero nuestros jerarcas quieren imponer “su verdad”, ya que los laicos somos “un rebaño” sin capacidad de decisiones… El hombre es un “ángel fieramente humano”, diría Blas de Otero, pero con “grandes alas de cadenas”, tanto individual como colectivamente. No hay un futuro esperanzador si no hay justicia, o lo que es lo mismo, igualdad, ausencia de explotación del hombre por el hombre; en definitiva, ausencia de marginalidad y pobreza. No hay futuro esperanzador si no hay paz, ausencia de violencia que es la generadora de conflictos y de dolor humanos.

Esta es la formidable tarea de la “pequeña esperanza”. En otro lugar (Palabras para este tiempo, Madrid, 2012) le dediqué un soneto que, abreviándolo, dice:

Callada energía de la humana
existencia. No eres, pues, espera
en sala de espera sin ventana,
sino GPS robusto hasta la frontera

… Vacuna fiel contra la pesadilla
de la injusticia y la pobreza. Palma
en el desierto. Una aurora que brilla.

***

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Teresa de Jesús, hoy

Jueves, 15 de octubre de 2015
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teresaavilaLeído en la página web de Redes Cristianas

Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

Editorial del nº 127 de EXODO, espiritualidad: Teresa de Jesús, hoy

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Entender

Miércoles, 6 de mayo de 2015
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“Sorprenderse y maravillarse

es comenzar a entender”.

*

José Ortega y Gasset

(Del blog Lo que me gusta y no me gusta)

***

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