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“Ética de la esperanza, pero ¿qué esperanza?”, por Antonio Gil de Zúñiga,

Viernes, 19 de febrero de 2016
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bike-2Leído en Atrio:

En la web de Atrio, en esta última semana, se ha prodigado la palabra esperanza. Sin duda, es tiempo de ello. Estamos en Navidad, que es liberación y esperanza. Estamos a una semana después de unas elecciones generales, cuyos resultados señalan un camino de esperanza. Pero habría que preguntarse, ¿qué esperanza?

No me vale la virtud de la esperanza, como se ha enseñado tradicionalmente por la teología. Una esperanza demasiado escatológica y providencialista, que lo deja todo en mano de la resignación; aunque tampoco me vale la de E. Bloch, demasiado chata y telúrica, sin horizonte de Trascendencia. Creo que hay que aunar esa esperanza trascendente de la virtud cristiana y el “todavía no” blochiano transformador de la realidad y de la historia.

El territorio de la esperanza es el sufrimiento, el drama humano, como nos advierte A. Malraux en su novela La esperanza, quien, por medio de una prosopopeya, pone en boca de Madrid, acorralada y destrozada por los bombardeos del rebelde ejército franquista, una queja profunda y angustiosa contra Miguel de Unamuno: “¿para qué puede servirme tu pensamiento, si tú no puedes pensar mi drama?”. Esta situación se puede actualizar de muchas maneras: guerra de Siria, millones de desplazados; recortes sociales del gobierno del PP, millones de familias empobrecidas; y un largo etc. Es en el aquí y ahora donde ha de actuar la esperanza; tiene que mirar al futuro, próximo o lejano, pero desde la realidad sufriente del ahora. Tal vez no les falta razón a E. Lévinas y Rosenzweig para quienes la filosofía es ideología de la guerra al considerar unos elementos como esenciales (Dios, hombre, mundo) y despreciar otros como accidentes (el sufrimiento, la pobreza, la esclavitud). También TW Adorno se sitúa en esta línea al entender, por un lado, que “el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a la expresión como el martirizado a aullar”, retractándose de algún modo de otra afirmación suya de que después de Auschwitz ya “no se podía escribir ningún poema”; y de otro, que ante el bárbaro e irracional Holocausto la propia metafísica ha quedado desarmada y paralizada, “porque lo que ocurrió le destruyó al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia”. Es, pues, hora de que la esperanza tome la iniciativa y el ser humano recupere su propia identidad óntica, pues, siguiendo a Laín Entralgo, “el hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico”.

Desde el punto de vista de la creencia la esperanza es el guía fiel que acompaña al hombre a la frontera de la finitud para entrar en el territorio de la trascendencia; donde ya no hay esperanza, porque el acontecimiento gozoso se hace patente. Se presenta, pues, al sujeto sub specie boni, colmando todos los anhelos insatisfechos y plenificando la finitud de la existencia humana. De ahí que el Ser trascendente sea el horizonte del “homo viator”,  que no es un ser acabado, perfeccionado, como mantiene la filosofía escolástica siguiendo a Aristóteles, sino un ser en proyecto, que deviene y se realiza cada día: “vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser…¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por lo tanto, en lo que aún no es!”, escribe Ortega y remata en otro lugar, “yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser”.

Así pues, el ser humano es un-ser-en-esperanza. Que es tanto como decir que está abierto al futuro, nota esencial de la esperanza. Es un proyecto en constante devenir que en su trayectoria diacrónica se va configurando y consolidando como ser humano. Es agente y responsable de su propio futuro, como individuo y como colectividad, y su tarea primordial es transformar el presente, para que el futuro sea menos incierto, incluso un futuro liberador, donde las aspiraciones humanas se vean cumplidas. Se aproximan así esperanza y utopía, por cuanto se vislumbra una realidad diferente a la que se vive y se posibilita una calidad de vida, fruto del quehacer transformador del hombre. El futuro será, pues, una realidad para todos; de que los demás van a estar conmigo y yo con ellos. Es la urgencia de la solidaridad. Pero conviene resaltar que a la realidad adversa se encara desde una posición erguida, de ahí el dicho de no meter la cabeza debajo del ala como el avestruz. A esto P. Tillich lo llamó “el coraje de ser”. Conseguir esa actitud erguida, factor importante en la evolución del primate al homínido, como gustaba repetir el biólogo Faustino Cordón, no fue cosa de unos días, sino de siglos. El primate pasó del bosque a la sabana, y para comer y poder defenderse de otros depredadores comenzó a erguirse, mantenerse de pie. Sin esta actitud de reto, de confianza desafiante, no es posible la esperanza.

El hombre es además un-ser-con-esperanza. Su existencia como historia se fundamenta en la confianza de su proyecto, un proyecto con futuro. Confiar es tanto como dar crédito a la realidad por más que esta realidad y este proyecto puedan atravesar campos minados que hagan peligrar la actitud desafiante del ser confiado. Con la mirada hacia delante, hacia el futuro. Es la sensación que muestra la sociedad española después de las elecciones del 20D, por más que Ortega nos diga que el español suele “hacerse ilusiones sobre su pasado, en vez de hacérselas sobre su porvenir”; o la actitud desafiante de algunos, demasiados, obispos españoles, que no respetan ni la libertad personal, ni la libertad de conciencia.

Pero la esperanza, tanto biográfica como histórica, no es otra cosa que el compromiso con la realidad, individual y colectiva; una realidad considerada sub specie boni, que implica armonía y felicidad para uno mismo y para los demás. El dato empírico es que la realidad del ser-ahí anhela su total transformación, como también la creación entera, según escribe Pablo de Tarso en la Carta a los Romanos. Y es K. Marx quien pone las bases en la tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Aquí está la clave de la esperanza, de la “pequeña esperanza” de Ch. Pèguy, ya que no es otra cosa que la consecuencia y el fruto de los comportamientos éticos del trabajo por la justicia, la libertad o la paz. No hay futuro esperanzador si no hay libertad, aunque vivamos en una democracia, pero las mayorías absolutas imponen absolutamente sus prioridades y su bienestar; aunque la Iglesia sea un espacio de libertad, pero nuestros jerarcas quieren imponer “su verdad”, ya que los laicos somos “un rebaño” sin capacidad de decisiones… El hombre es un “ángel fieramente humano”, diría Blas de Otero, pero con “grandes alas de cadenas”, tanto individual como colectivamente. No hay un futuro esperanzador si no hay justicia, o lo que es lo mismo, igualdad, ausencia de explotación del hombre por el hombre; en definitiva, ausencia de marginalidad y pobreza. No hay futuro esperanzador si no hay paz, ausencia de violencia que es la generadora de conflictos y de dolor humanos.

Esta es la formidable tarea de la “pequeña esperanza”. En otro lugar (Palabras para este tiempo, Madrid, 2012) le dediqué un soneto que, abreviándolo, dice:

Callada energía de la humana
existencia. No eres, pues, espera
en sala de espera sin ventana,
sino GPS robusto hasta la frontera

… Vacuna fiel contra la pesadilla
de la injusticia y la pobreza. Palma
en el desierto. Una aurora que brilla.

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