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“Escojamos la auténtica felicidad “, por José Carlos García Fajardo,

Jueves, 14 de abril de 2016
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tumblr_nnjc97ygtt1sg130wo1_500Leído en la página web de Redes Cristianas

La búsqueda de la verdadera felicidad va más allá de la búsqueda de estímulos meramente placenteros. Se trata de un bienestar más completo y auténtico que procede de adentro.

Unida a todas las exigencias de nuestra época, la perspectiva de tomarse un tiempo cada día para dedicarlo a la meditación puede parecer una carga más. Pero estoy seguro, escribe Alan Wallace, de que la razón por la que mucha gente no encuentra tiempo para meditar no son las ocupaciones excesivas. El autor de tan hermosos libros como “El poder de la meditación para alcanzar el equilibrio”, del que Daniel Goleman declara que sintetiza la práctica y la convierte en un conjunto de ejercicios accesibles y atractivo, habla de “meditación” pero que no es lo que se entendía desde la Edad Media por lectio, meditatio et contemplatio, como la reflexión sobre lo leído o escuchado, sino que se trataría de estar atento a lo que haces o no haces, aquí y ahora, de respirar como conviene para caer en la cuenta de que la virtud más eminente es hacer sencillamente lo que tenemos que hacer.

Como decía mi madre, “hay que estar a lo que estás”. No es cuánto más, mejor; sino cuanto mejor, más. Y mejor en el sentido de poner el corazón “y con los cinco sentidos”, añadía. Si hay  algo que hacemos todos los seres sentientes es respirar, desde el primer vagido hasta el último suspiro.

Todos estamos haciendo algo cada minuto del día, o hacer sin hacer, el wu wei de la sabiduría china. En qué ocupamos nuestros días es cuestión de prioridades. Por supuesto que es de sentido común priorizar la supervivencia, para garantizarnos suficiente comida, casa, ropa y asistencia médica, y que nuestros hijos puedan recibir una buena educación. Para utilizar una metáfora universitaria, las tareas que permiten todo eso son las “asignaturas básicas” y las demás son “optativas”. Estas dependen de nuestros valores.

Podemos creer que se trata de la búsqueda de la felicidad, de la plenitud o de una vida con sentido, porque como respondió André Malraux al General De Gaulle, “puede que la vida no tenga sentido pero tiene que tener sentido vivir”, aquí y ahora. Sea cual sea nuestro propósito vital, éste se centrará en las personas, las cosas, las circunstancias u otras cualidades más intangibles que nos proporcionan satisfacción… o que no tenemos más remedio que sacar adelante y entonces, más que nunca, no preguntarnos si nos gusta o no nos gusta lo que tenemos que hacer. Ya hace tiempo que vivimos y hemos buscado la felicidad durante décadas. Deténgase un momento, dice Wallace, y pregúntese: ¿cuánta satisfacción me ha proporcionado la vida hasta ahora?

Muchos de los grandes pensadores como san Agustín, William James, Whitman  o el Dalai Lama, han comentado que la búsqueda de la verdadera felicidad es el objetivo de la vida. Se refieren a algo más que a la búsqueda de estímulos meramente placenteros. Tratan de un bienestar más completo y auténtico que procede de adentro. Según no pocos especialistas la verdadera felicidad es síntoma de una mente equilibrada y sana, al igual que el bienestar físico es signo de un cuerpo sano. En nuestros días prevalece la idea de que el sufrimiento es inherente a la vida, de que experimentar la frustración, la depresión y la ansiedad forma parte de la naturaleza humana. Aunque la mayoría de las veces se confunde dolor, que es cosa del cuerpo, con sufrimiento, que es de la mente. Éste no conduce a nada mientras que el dolor nos alerta de una dolencia que, una vez detectada, se debe eliminar.

Es una aflicción  que no nos reporta ningún beneficio. A mis 18 años me dijo el Dr. Marañón que la misión del médico era acoger, escuchando; eliminar el dolor, una vez descubierta la causa y no interferir en el camino de la naturaleza para la curación.

En nuestra búsqueda de la felicidad, sostiene Wallace, es de vital importancia reconocer que son sólo muy pocas las cosas que controlamos en este mundo. Los demás, familia, amigos, compañeros de trabajo y extraños, se comportan como quieren, según sus ideas y objetivos. Del mismo modo, podemos hacer muy poco para controlar la economía, las relaciones internacionales o el medio ambiente en manos de intereses bastardos, oligopólicos y sectarios empeñados en ignorar lo que me empeño en denominar el arma más letal de destrucción masiva que es la explosión demográfica que, en menos de un siglo, nos llevó de unos 1.200 millones de habitantes del planeta a los casi tres mil setecientos millones de nuestros días.

De ahí que si basamos la búsqueda de la felicidad en nuestra capacidad de influencia sobre otras personas y el mundo en general, estaremos abocados al más estrepitoso fracaso. Nuestro primer acto de libertad debería ser una sabia elección de nuestras prioridades porque, como afirmaba el Buda Sakiamuni, quien sabe amarse a sí mismo, no hará daño al otro; mientras que el que no sabe amarse cómo podrá amar a los demás si nadie puede dar lo que no tiene.

José Carlos García Fajardo, Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
abr

Twitter: @GarciaFajardoJC

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“Ética de la esperanza, pero ¿qué esperanza?”, por Antonio Gil de Zúñiga,

Viernes, 19 de febrero de 2016
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bike-2Leído en Atrio:

En la web de Atrio, en esta última semana, se ha prodigado la palabra esperanza. Sin duda, es tiempo de ello. Estamos en Navidad, que es liberación y esperanza. Estamos a una semana después de unas elecciones generales, cuyos resultados señalan un camino de esperanza. Pero habría que preguntarse, ¿qué esperanza?

No me vale la virtud de la esperanza, como se ha enseñado tradicionalmente por la teología. Una esperanza demasiado escatológica y providencialista, que lo deja todo en mano de la resignación; aunque tampoco me vale la de E. Bloch, demasiado chata y telúrica, sin horizonte de Trascendencia. Creo que hay que aunar esa esperanza trascendente de la virtud cristiana y el “todavía no” blochiano transformador de la realidad y de la historia.

El territorio de la esperanza es el sufrimiento, el drama humano, como nos advierte A. Malraux en su novela La esperanza, quien, por medio de una prosopopeya, pone en boca de Madrid, acorralada y destrozada por los bombardeos del rebelde ejército franquista, una queja profunda y angustiosa contra Miguel de Unamuno: “¿para qué puede servirme tu pensamiento, si tú no puedes pensar mi drama?”. Esta situación se puede actualizar de muchas maneras: guerra de Siria, millones de desplazados; recortes sociales del gobierno del PP, millones de familias empobrecidas; y un largo etc. Es en el aquí y ahora donde ha de actuar la esperanza; tiene que mirar al futuro, próximo o lejano, pero desde la realidad sufriente del ahora. Tal vez no les falta razón a E. Lévinas y Rosenzweig para quienes la filosofía es ideología de la guerra al considerar unos elementos como esenciales (Dios, hombre, mundo) y despreciar otros como accidentes (el sufrimiento, la pobreza, la esclavitud). También TW Adorno se sitúa en esta línea al entender, por un lado, que “el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a la expresión como el martirizado a aullar”, retractándose de algún modo de otra afirmación suya de que después de Auschwitz ya “no se podía escribir ningún poema”; y de otro, que ante el bárbaro e irracional Holocausto la propia metafísica ha quedado desarmada y paralizada, “porque lo que ocurrió le destruyó al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia”. Es, pues, hora de que la esperanza tome la iniciativa y el ser humano recupere su propia identidad óntica, pues, siguiendo a Laín Entralgo, “el hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico”.

Desde el punto de vista de la creencia la esperanza es el guía fiel que acompaña al hombre a la frontera de la finitud para entrar en el territorio de la trascendencia; donde ya no hay esperanza, porque el acontecimiento gozoso se hace patente. Se presenta, pues, al sujeto sub specie boni, colmando todos los anhelos insatisfechos y plenificando la finitud de la existencia humana. De ahí que el Ser trascendente sea el horizonte del “homo viator”,  que no es un ser acabado, perfeccionado, como mantiene la filosofía escolástica siguiendo a Aristóteles, sino un ser en proyecto, que deviene y se realiza cada día: “vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser…¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por lo tanto, en lo que aún no es!”, escribe Ortega y remata en otro lugar, “yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser”.

Así pues, el ser humano es un-ser-en-esperanza. Que es tanto como decir que está abierto al futuro, nota esencial de la esperanza. Es un proyecto en constante devenir que en su trayectoria diacrónica se va configurando y consolidando como ser humano. Es agente y responsable de su propio futuro, como individuo y como colectividad, y su tarea primordial es transformar el presente, para que el futuro sea menos incierto, incluso un futuro liberador, donde las aspiraciones humanas se vean cumplidas. Se aproximan así esperanza y utopía, por cuanto se vislumbra una realidad diferente a la que se vive y se posibilita una calidad de vida, fruto del quehacer transformador del hombre. El futuro será, pues, una realidad para todos; de que los demás van a estar conmigo y yo con ellos. Es la urgencia de la solidaridad. Pero conviene resaltar que a la realidad adversa se encara desde una posición erguida, de ahí el dicho de no meter la cabeza debajo del ala como el avestruz. A esto P. Tillich lo llamó “el coraje de ser”. Conseguir esa actitud erguida, factor importante en la evolución del primate al homínido, como gustaba repetir el biólogo Faustino Cordón, no fue cosa de unos días, sino de siglos. El primate pasó del bosque a la sabana, y para comer y poder defenderse de otros depredadores comenzó a erguirse, mantenerse de pie. Sin esta actitud de reto, de confianza desafiante, no es posible la esperanza.

El hombre es además un-ser-con-esperanza. Su existencia como historia se fundamenta en la confianza de su proyecto, un proyecto con futuro. Confiar es tanto como dar crédito a la realidad por más que esta realidad y este proyecto puedan atravesar campos minados que hagan peligrar la actitud desafiante del ser confiado. Con la mirada hacia delante, hacia el futuro. Es la sensación que muestra la sociedad española después de las elecciones del 20D, por más que Ortega nos diga que el español suele “hacerse ilusiones sobre su pasado, en vez de hacérselas sobre su porvenir”; o la actitud desafiante de algunos, demasiados, obispos españoles, que no respetan ni la libertad personal, ni la libertad de conciencia.

Pero la esperanza, tanto biográfica como histórica, no es otra cosa que el compromiso con la realidad, individual y colectiva; una realidad considerada sub specie boni, que implica armonía y felicidad para uno mismo y para los demás. El dato empírico es que la realidad del ser-ahí anhela su total transformación, como también la creación entera, según escribe Pablo de Tarso en la Carta a los Romanos. Y es K. Marx quien pone las bases en la tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Aquí está la clave de la esperanza, de la “pequeña esperanza” de Ch. Pèguy, ya que no es otra cosa que la consecuencia y el fruto de los comportamientos éticos del trabajo por la justicia, la libertad o la paz. No hay futuro esperanzador si no hay libertad, aunque vivamos en una democracia, pero las mayorías absolutas imponen absolutamente sus prioridades y su bienestar; aunque la Iglesia sea un espacio de libertad, pero nuestros jerarcas quieren imponer “su verdad”, ya que los laicos somos “un rebaño” sin capacidad de decisiones… El hombre es un “ángel fieramente humano”, diría Blas de Otero, pero con “grandes alas de cadenas”, tanto individual como colectivamente. No hay un futuro esperanzador si no hay justicia, o lo que es lo mismo, igualdad, ausencia de explotación del hombre por el hombre; en definitiva, ausencia de marginalidad y pobreza. No hay futuro esperanzador si no hay paz, ausencia de violencia que es la generadora de conflictos y de dolor humanos.

Esta es la formidable tarea de la “pequeña esperanza”. En otro lugar (Palabras para este tiempo, Madrid, 2012) le dediqué un soneto que, abreviándolo, dice:

Callada energía de la humana
existencia. No eres, pues, espera
en sala de espera sin ventana,
sino GPS robusto hasta la frontera

… Vacuna fiel contra la pesadilla
de la injusticia y la pobreza. Palma
en el desierto. Una aurora que brilla.

***

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