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2.7.17. El fuego de Jesús. Quien ame a su padre o a su madre más que a mí…

Domingo, 2 de julio de 2017

19399260_815457485298112_1294603559265818618_nDel blog de Xabier Pikaza:

Este yo de Jesús (más que a mí) es el “yo” universal de los hambrientos y sedientos, de los exiliados/extranjeros y desnudos, de los enfermos y encarcelados… Quien ame sólo a sus padre y hermanos y olvide a los pobres del mundo… no es digno de Jesús, es decir, de su mensaje y camino de evangelio.

Así lo proclama el evangelio de este domingo, que recoge las dos últimas partes del final del sermón misionero (Mt 10, 1-42)… que incluye tres pasajes poderosos (10, 34-36; 10, 37-39; 10, 40-42) que destacan el carácter histórico y definitivo del envío eclesial de Jesús, , que identifica su camino con el camino de todos los pobres del mundo (cf. 25, 31-46).

Por eso quiero evocar los tres pasajes (y no sólo los dos últimos), como hace la liturgia de este domingo. Esos pasajes, que Mateo sitúa al final del discurso misionero, repiten y sitúan temas en parte conocidos, que provienen básicamente del Q, menos el tercero, propio de Mateo, aunque con elementos de Marcos.

Sigo recogiendo temas de mi comentario de Mateo, una lectura fuerte, para aquellos que quieran vivir el evangelio…

–En conjunto, un tipo de iglesia, ha querido más a su padre y a su madre (es decir, a sus propias instituciones) que a los pobres-hermanos de Jesús (es decir, se ha querido a sí misma más que a Jesús).

19424015_815486065295254_3382955844555456564_n— Una tipo de sociedad actual… se quiere a sí misma (quiere sus privilegios) por encima del “yo” de Jesús, que son los pobres, hambrientos, extranjeros, desnudos, enfermos… así nos va.

Por eso estamos en crisis… pero una crisis positiva, si redescubrimos el evangelio, como hemos de hacer, con temblor y gran gozo, este domingo. Buen día a todos.

1. No he venido a traer paz, sino espada (10, 34-35).

Superando la vieja familia sacral (que protege a los suyos) ha elevado Jesús su propuesta de comunidad abierta a todos, y de un modo especial a los carentes de familia. Ciertamente, reconoce el valor de la casa y la incluye en su proyecto misionero (Mt 10, 12-13; cf. Mc 6, 10); pero, al mismo tiempo, supera un tipo de “buena” casa-familia, que expulsa a los marginados. Por eso, su mensaje de concordia introduce una fuerte escisión en la estructura social precedente, incluso al interior de las familias (Lc 14, 16-24; cf. Lc 2, 35; Mc 13, 8).

10 34 No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada; 35 he venido a enfrentar al hombre con su padre, y a la hija con su madre, y a la nuera con su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su propia casa

Este pasaje proviene del Q (Lc 12, 51-53) y contiene una clara paradoja. Ciertamente, en un sentido profundo, Jesús ha venido a traer la paz mesiánica, y así lo han de anunciar sus mensajeros (cf. 10, 13). Pero esa paz sólo puede alcanzarse a través de una espada (ma,caira) que deshace y supera las conexiones antiguas Ciertamente, no será la espada de los soldados de Dios, que vencerán un día al imperio de Roma en el campo de batalla, como la del Dios de Josué (Js 5, 13-15) o la de los macabeos (2 Mac 15, 16-18), ni la espada de aquel que intentará “defender” a Jesús en el Huerto de los Olivos, porque a espada mueren los que empuñan la espada (Mt 26, 52).

Sólo el evangelio de Mateo ha insistido en esta espada del Cristo de Dios, que Hbr 4, 12 in-terpretará de manera interior, como cuchillo que penetra en la intimidad radical de la persona. Pues bien, aquí se trata de la espada que se introduce en el interior de la familia (un tipo de comunidad cerrada en sí), que Jesús ha venido a superar, aunque podía tener elementos buenos, pero que se hallaba vinculada a la expulsión de los pobres y al enfrentamiento con las otras naciones y familias.

La espada de Jesús divide y distingue con más fuerza que la espada del César, pero lo hace para crear una paz en la que todos pueden ser asumidos. Ésta es la espada de una lucha que no se despliega en un plano militar, ni se resuelve derrotando a Roma, pero que tampoco acepta su “justi-cia” (como supone la glosa de Rom 13, 4), sino que rompe y supera un tipo de familia clausurada en sí, para crear otra en la que quepan todos, empezando por los excluidos de la sociedad judía o romana.

Esas palabras (he venido a traer la espada) proclaman y definen la guerra de Jesús, que no es un combate entre naciones (semejantes unas a las otras), ni entre el mesianismo de Jesús y el judaísmo establecido (de tipo rabínico), sino entre una familia cerrada en sí (que condena a la otras), y una familia que se abre a todos, desde los privilegiados de Jesús, los pobres, pequeños y distintos…

La espada de Jesús se opone a un tipo de imposición particular, familiar y social, que hace imposible el surgimiento de la verdadera comunión de Dios y con todos los hombres. La espada de Jesús está al servicio de la gratuidad y del amor a todos, empezando por los excluidos y pequeños, para terminar incluyendo a los mismos enemigos (a los que en un primer momento parecía rechazar 25, 31-46). Mateo ha situado este proyecto de revolución familiar hacia el final del discurso misionero, tras haber resaltado la necesidad de “confesar al Hijo del Hombre”, representante de los pobres y expulsados (Mt, 10, 32-33), superando así un tipo de vinculación familiar que se cierra en sí misma. La espada de Jesús ha venido a romper (superar y recrear) tres tipos de vinculación fundamental, retomando en otro contexto un elemente clave de la crisis escatológica anunciada por Miq 7, 6:

‒ La espada de Jesús divide al hombre (anthropos) con su padre. Ésta es la más honda vinculación según ley (la establecida entre padre e hijo) y es la primera que debe ser superada, de forma que los seres humanos han de enfrentarse con su padre (kata tou patros) para ir más allá de una estructura patriarcal dominadora.

‒ Y a la hija con su madre. Esta ruptura es como la anterior, en línea femenina, pues la hija debe enfrentarse con su madre, para no repetir el mismo esquema de poder, rompiendo (superando y recreando, de un modo distinto) de relaciones entre madres e hijas, en línea de salvación universal.

‒ Y a la nuera con su suegra. Ésta es la tercera gran ruptura, dentro de una familia en la que, tras un casamiento regulado por ley, la madre (especialmente viuda) que sigue viviendo en la casa del hijo continúa siendo dueña de la casa (gebyra), en línea de poder .

Este pasaje, inspirado en Miq 7, 6 y que aparece en Lc 12, 51-3, pero sin citar la espada, y po-niendo en su lugar la división (diamerismo,n) expresa la ruptura escatológica que conduce a la crisis de familia, de manera que “los enemigos del hombre serán los de su propia casa” (palabras que significativamente Lc 12, 51-53 tampoco ha citado, para no insistir tanto en la división familiar de Jesús). Esta triple espada no tiene sólo una función destructora, sino también (y sobre todo) creadora, al servicio de la nueva familia universal del Reino, superando, al fin, todo talión y toda venganza:

‒ Es una ruptura dolorosa, destructora, la mayor que puede darse en este mundo, desde la perspectiva del judaísmo tradicional, donde la familia era el signo básico de Dios (en línea de Ley de genealogía). En esa perspectiva se había situado Miqueas y sigue situándose la comunidad cristiana (a partir de Jesús), sabiendo que la división de familias resulta más dolorosa y dura que la caída de naciones e imperios, que son, al fin, estructuras derivadas. Mientras siga habiendo familia seguirá habiendo humanidad, pero esa misma familia puede ser fuente de conflictos, de manera que resulte necesaria dentro de ella una ruptura y división más honda, para que pueda surgir la nueva comunidad de Reino, que promueve y busca Jesús.

‒ Ésta es una ruptura creadora, pues está al servicio del surgimiento de una comunión más alta de personas. No es ruptura de simple muerte, sino de nuevo nacimiento. Por experiencia de evangelio, es decir, para hacer posible el surgimiento de una comunión universal, que incluya a los enfermos y pobres (y a los mismos pecadores) los creyentes han de romper un tipo de unidad familiar impositiva de padre-hijo, madre-hija, suegra-nueva, a fin de que surja una familia distinta, de tipo mesiánico, abierta en forma universal, como seguiremos viendo en los textos centrales del Mateo, desde 12, 46-50 y 19, 27-30 hasta 25, 31-46 (reinterpretado en línea de perdón universal, desde el relato de la muerte y resurrección de Jesús). El cambio mesiánico iniciado por Jesús no comienza en un plano político o militar, sino en la misma familia.

Al proclamar y promover esa gran crisis, Jesús ha debido enfrentarse con los defensores de las “buenas familias”, introduciendo en ellas la espada de la división. De esa forma ha promovido su nueva comunidad, a partir de su proyecto misionero (Mt 10, 12-13). Precisamente para instaurar la nueva casa o familia mesiánica, Jesús ha criticado la antigua, hecha de vinculaciones de poder y de exclusiones. Sólo allí donde se supera la lógica de fondo y la estructura concreta de una familia establecida sobre el poder de algunos (con exclusión de los más pequeños), puede surgir la nueva familia mesiánica de Jesús .

2. Quien ame a su padre o a su madre más que a mí (10, 37-39).

Este proyecto, situado en la línea de la gran crisis anunciada por Miq 7, 6, no incluye sólo una ruptura (enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre…), sino de recreación, pues los mayores enemigos de un hombre son los de su propia casa. Por eso, al servicio del Reino, deben superarse las limitaciones de la pequeña unidad familiar, para crear un tipo de comunión gratuita en la quepan todos, una conexión más fuerte que la establecida por el padre y madre, como irá destacando desde aquí Mateo .

Posiblemente, la palabra central del pasaje anterior (¡no he venido a traer paz, sino espada!) provenía de un profeta eclesial que hablaba en nombre de Jesús, en el contexto de la misión poste-rior, pero ella expresa bien la novedad radical de Mateo. La forma en que Jesús llamó y buscó a los marginados (enfermos, pecadores) iba en contra de los lazos más sagrados de un tipo de familia que intentaba cerrarse en sí misma, e imponerse a la fuerza, dejando así fuera, sin defensa, a los marginados, carentes de familia. En ese contexto se entiende este nuevo pasaje, también del Q (cf. Lc 14, 25-27; 17, 33), donde Jesús aparece como representante y centro de esa nueva familia, retomando y formulando con radicalidad el tema de la misión dirigida a las aldeas y familias (10, 10-15):

10 37 Quien ame a su padre o a madre más que a mí no es digno de mí, y quien ame a su hijo o hija más que a mí no es digno de mí, 38 y quien no tome su cruz y me siga no es digno de mí. 39 Quien encuentre su vida la perderá y quien la pierda por mi la encontrará.

Mateo ha formulado el tema en forma comparativa (quien ame más), Lucas en forma exclu-yente (quien no odie…), pero el tema es el mismo: Jesús aparece en ambos casos como fuente y signo de un tipo distinto de fidelidad familiar más amplia y profunda que la del padre y la madre. En este contexto, el amor significa fidelidad personal y social. No es sólo un sentimiento interior, sino un gesto radical de pertenencia. Lógicamente, un amor que se cierra en el propio grupo (como seguridad y poder) va en contra la opción de Jesús por el Reino (de su apertura a los excluidos, sin familia).

Lucas afirma que es preciso “odiar”, es decir, oponerse a una forma de fidelidad cerrada en sí, a una familia exclusivista (de privilegiados) para crear así espacios de comunión íntimos (de amor cercano) y universales, rompiendo las barreras y muros de una relación cerrada, que expulsa a los distintos. Por eso, amar a Jesús más que al padre y a la madre significa optar por su proyecto de Reino, acogiendo a los proscritos, enfermos y expulsados, pobres y pecadores. En esa línea se sitúa la cruz de Jesús, entendida como muerte o superación de un tipo de sociedad impositiva y violenta, para crear una familia más alta, centrada en el amor gratuito, ofrecido a todos, en línea de Reino .

Sin duda, Jesús reconoce en un plano el valor de las relaciones antiguas (padre-madre, hijo-hija…), y quiere precisamente afianzarlas, pero ha de hacerlo sobre un plano más alto, que no se exprese en estructuras de poder, al servicio de los privilegiados. Para eso sitúa por encima (o en el fondo) el camino del evangelio, condensado en su propia vida. En esa línea, amarle a él significa amar y acoger a los expulsados y pobres de la sociedad establecida, en un camino de comunión ofrecida a los más pobres, a los necesitados de diverso tipo (tal como aparece en Mt 25, 31-46).

La última sentencia (quien encuentre su vida la perderá…) aparece de maneras distintas pero convergentes en los evangelio: En el Q: Mt 10, 39 y Lc 17, 33; en Mc 8, 34-35 (cf. Mt 16, 24-25 y Lc 9, 23-24); y en. Jn 12, 25. Se trata de una fórmula de contraste, que responde en principio al mensaje y vida de Jesús, pero que recoge, sobre todo, la primera experiencia de la Iglesia, tal como se ha expresado en los textos pascuales. Esa fórmula puede entenderse de manera personal/individual, como expresión del cambio interior que produce e implica el evangelio, pero también de un modo social, y así responde quizá mejor a la dinámica de Mateo, en contraste con el judaísmo rabínico.

Jesús enviaba a sus discípulos a las casas y aldeas, pues en ellas debía comenzar la transforma-ción del Israel y de la humanidad. Aquellos que querín conservar su propia vida, es decir, su judaís-mo nacional (su orden familiar fundado en el poder de unos sobre otros) terminan perdiendo aquello que tenían. Al contrario, aquellos que han sido capaces de morir (es decir, de perder su propia vida, su singularidad anterior) podrán lograr la Vida, alcanzando lo que buscan. Ése ha sido el destino de Jesús, que ha aceptado su muerte (es decir, su fracaso mesiánico en línea nacional) para así resucitar y ofrecer su experiencia y camino a todos los pueblos. Ese debía haber sido el destino de Israel, muriendo a su singularidad nacional para resucitar en (ofrecer su experiencia a) todas las naciones.

Así lo indica este pasaje de gran paradoja (perder la vida para encontrarla), que responde a la dinámica de las antítesis de 5, 21-48. No se puede “subir de nivel”, conservando lo anterior inalterado, sino que hay que morir a lo anterior, para alcanzar la verdad prometida, pero de un modo distinto, en otro plano. Sólo los perseguidos “por la justicia”, los que están dispuestos a morir por ella, podrán recuperarla y descubrir (entre persecuciones) un amor completo, no sólo de madre y madre, sino de hijo e hija como sigue diciendo el texto y como sabe la última bienaventuranza (5, 11-12) .

3. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe… (10, 40-42).

Los enviados de Jesús (miembros de su comunidad) son su familia, se identifican de esa forma con él (en una línea que será asumida y radicalizada por 25, 31-46, donde los pobres y pequeños forman su cuerpo, son sus hermanos). En ese fondo ha introducido Mateo la última perícopa de esta sección de la familia:

10, 40 Quien a vosotros reciba, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. 41 Quien reciba a un profeta por profeta, recibirá recompensa de profeta, y quien reciba a un justo por justo, recibirá recompensa de justo. 42 todo aquel que dé de beber aunque sea sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa.

El sermón misionero (Mt 10) culmina con esta fuerte llamada a la confianza, por la que Jesús afirma que sus enviados son su familia, pues él se identifica con ellos, promulgando así su nueva “ley” comunitaria. Conforme al despliegue anterior del evangelio, podía parecer que los discípulos se hallaban condenados, al fracaso, en medio de un contexto hostil, sin más salida que la persecución o muerte. Pues bien, invirtiendo esa impresión, Jesús les consuela prometiéndoles que serán acogidos, incluso por personas ajenas a su comunidad, retomando un motivo de 10, 13: “En la casa en la que entréis…”. De esa forma les pone en manos de aquellos que les pueden recibir, diciéndoles que él mismo estará presente en ellos (como ratifica 25, 31-46: lo que hicisteis a uno de estos más pequeños a mí me lo hicisteis).

La esencia de la tarea y familia mesiánica se expresa en el envío misionero, es decir, en la oferta de unos y la acogida de otros. Los discípulos de Jesús (hombres o mujeres, especialmente los pobres) son enviados suyos, de manera que quienes les reciben reciben al mismo Jesús, formando así por (con) él la familia del Reino. Según eso, la norma principal del discipulado es el don (dar lo que somos: 10, 8) y la acogida. Los discípulos han de darlo todo, darse a sí mismos, de un modo gratuito, confiando en que serán recibidos, no por imposición, sino por gratuidad, sabiendo que en su don y en la acogida de aquellos que les reciben se expresa y despliega la comunidad mesiánica.

Leído de esa forma, este pasaje está bien estructurado, desde la perspectiva de los discípulos: “Quien os reciba (a los doce a quienes Jesús sigue hablando)…, quien reciba a un profeta o testigo de la iglesia posterior, quien reciba a un justo (un creyente)…, quien reciba a cualquiera de los pequeños creyentes, sin necesidad de acogerle en la casa, simplemente dándole un vaso de agua, tendrá su recompensa (formará parte de la familia de Jesús)”:

‒ Principio general: Quien a vosotros recibe… (10, 40). La palabra clave es quien recibe (~o deco,menoj), y está dirigida a todos los que acogen a los portadores del evangelio. Les ha enviado Jesús, diciendo que vayan como ovejas en medio de lobos (10, 16), pero ahora corrige aquella palabra afirmando que no todos son lobos, que habrá quien les reciba y acoja en sus casas, dejándose transformar por ellos.

Éste es el principio de la iglesia: El envío misionero (con el don del evangelio) y la acogida de aque-llos que reciben a los misioneros. Éste es el dogma central, el signo de Dios y de la Iglesia En ese envío y acogida se revela no sólo Jesús, sino el mismo Dios, que es el amor que se ofrece y acoge (quien a vosotros recibe… recibe a Aquel que me ha enviado).

‒ Quien reciba a un profeta (10, 41), esto es, a un enviado de Jesús, alguien con autoridad carismática (10, 41a). Ésta es la primera concreción de un tipo de “talión ministerial” convertido en principio de aplicación evangélica. Quien acoge a un profeta tiene la misma dignidad que el profeta a quien acoge, pues ambos comparten una “suerte” (integran la misma familia de Jesús).
Quien acoge a un profeta se solidariza con él, y así los dos (el recibido y el que le recibe) comparten una misma bendición y recompensa. No es más el profeta ambulante que aquel que tiene casa y le acoge en ella, pues ambos forman, con la familia entera de la casa de acogida, una comunidad profética, un hogar de evangelio, sin que un ministerio (el de la profecía o el de la acogida) sea más importante que el otro.

‒ Quien reciba a un justo (10 41b), es decir, a un seguidor de Jesús, hombre o mujer que cumple el evangelio (10, 41b). Este es el segundo caso de talión, convertido en principio solidaridad. Junto al profeta, representante del “ministerio evangélico”, pone ahora Mateo al “justo”, hombre o mujer que cumple la voluntad de Dios.
En esta categoría de justo (di,kaioj) entraba José, el esposo de María (1, 19), y entran aquellos que cumplen la “justicia” del evangelio (cf. 5, 20), con los asesinados desde el principio del mundo (cf. 23, 35) y los “salvados” del fin de los tiempos (los que han ayudado a los pobres y enfermos, a los más pequeños : cf. 13, 43; 25, 37-46). Quien reciba al justo tendrá la misma recompensa del justo. Ambos se encuentran vinculados, forman una misma comunión de vida.

‒ Ampliación: los discípulos más pequeños (10 42) “El que dé para beber un vaso de agua a uno de estos pe-queños…”. Los ejemplos anteriores (profetas y justos) podrían marcar un tipo de jerarquía, pues se referían a personas que podían ser importantes. Pues bien, en contra de eso, Mateo aprovecha este lugar para indicar que no hay en la Iglesia más jerarquía que seguir a Jesús, ni más nombre cristiano que el de “discípulos”, como suponía Mateo al comienzo de este capítulo, diciendo que Jesús llamó a sus Doce discípulo (10, 1: tou.j dw,deka maqhta.j auvtou/) y como se dirá al final (28, 16-20) donde Jesús quiere que sus enviados extiendan su discipulado a todos los pueblos.

Pero aquí no se habla de discípulos en general, sino de uno de estos pequeños, por ser discípulo… Puede tratarse de un pequeño al que se ayuda porque es discípulo (y sólo por ello), para poner así de relieve el valor de la experiencia de la Iglesia, donde los más importantes son los más pequeños de la comunidad (en la línea de 18, 1-9). Pero puede tratarse también de un pequeño que no forma parte de la Iglesia, de alguien que está necesitado y al que se le ofrece el evangelio en línea de apertura universal (haced discípulos a todos los pueblos: 28, 16-20)

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