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Treinta y ocho años de parálisis

Miércoles, 4 de noviembre de 2015

tumblr_ncrcfts38j1qmttd5o1_1280Carolina Abarca, Córdoba (Argentina)

ECLESALIA, 07/10/15.- El sábado estuve tomando el té con algunas amigas y, ya despidiéndonos las últimas con las llaves del auto en la mano, surgió un tema que nos dejó conversando casi dos horas más. Era la historia de una de nosotras que nos llevó a compartir pensamientos en voz alta sobre cómo, hasta que no nos hacemos conscientes y asumimos algunos aspectos de nuestra vida, vamos repitiendo los mismos errores aunque cambien los contextos y las personas. Nos impresionó ver tan palpablemente cómo resulta imposible escapar, con cambios externos, de aquello que llevamos dentro. La decisión de avanzar, de crecer, es interior. Hasta tanto no ocurre, puede pasar el tiempo, cambiar la pareja, el trabajo, la ciudad o la carrera pero, en el fondo, uno sigue igual. Hasta tanto no ocurre, estamos como paralizados adentro sin poder más que repetir elecciones que, después de una vuelta, pareciera nos devuelven siempre al mismo lugar.

Me acosté pensando en esto y recordé el pasaje de la Biblia que cuenta que, en tiempos de Jesús, había un lugar en Jerusalén que tenía una especie de piletón. En él se congregaba una multitud de enfermos porque, de vez en cuando, bajaba un ángel que agitaba el agua y, el primero que se metía cuando eso ocurría, quedaba sanado. Entre la multitud de enfermos, se encontraba un paralítico acostado que llevaba treinta y ocho años enfermo. Él, como los otros, estaba esperando sanarse. Pero llevaba allí mucho tiempo sin poder hacerlo, porque no tenía a nadie que lo metiera en la pileta a tiempo y siempre alguien lo hacía antes.

De repente la escena me resultó sumamente actual. Vivimos un tiempo caracterizado por el cambio constante y el movimiento. Pero, más expuesta o más disimuladamente, ¿no tenemos todos alguna parálisis esperando sanar? Porque parálisis es lo que ocurre cuando algo que debiera moverse y fluir, no se mueve, ni fluye. Ese “algo” puede ser alguna parte del cuerpo, claro, pero también -y sobretodo- son procesos, proyectos, relaciones, anhelos… Y es ese movimiento verdadero que, cuando no ocurre, nos hace sentir estancados, angustiados y sin brillo, aunque por fuera las cosas parezcan marchar bien.

Lo cierto es que avanzar supone hacer opciones, renunciar a la comodidad de lo conocido y dar lugar al cambio. Pero cambiar nos da miedo y el miedo, a veces, paraliza. Desprendernos de lo viejo y hacer lugar a lo nuevo implica un proceso siempre enriquecedor pero también doloroso, aun cuando sabemos que ya no sirve a nuestra vida. Por eso, escapando al dolor, preferimos evitar los riesgos en vez de asumir el hecho de que, para dar a luz algo nuevo, necesariamente debemos tomar la decisión de  soltar lo que nos tiene anclados y no nos permite desplegarnos. A veces son personas, a veces son hábitos, otras idealizaciones o simplemente excusas. Casi siempre es comodidad.

Hay un detalle más en el evangelio que me resulta sorprendente y es el que indica la cantidad de tiempo que este hombre lleva enfermo: treinta y ocho años. Casi siempre que la Biblia explicita algo así es porque encierra un simbolismo. ¿Qué significan los treinta y ocho años, entonces? En primer lugar, treinta y ocho es la cantidad de años promedio que vivía un hombre en aquel tiempo, por lo que equivale a decir que era toda una generación. Ese hombre llevaba una vida enfermo. Pero hay un segundo y menos conocido simbolismo planteado por el estudioso de las escrituras Norbert Lohfink. En resumen, y a riesgo de simplificar demasiado, indica que de los cuarenta años que pasó el pueblo de Israel en el desierto escapando de la esclavitud de Egipto y en busca de la tierra prometida, hubo un año que estuvo en Sinaí, treinta y ocho años dando vueltas inútiles y otro año, uno solo, rumbo a la tierra prometida.

No soy ninguna experta y me excede el poder dar fe de la cientificidad de esta mirada, pero lo cierto es que conocerla me hizo ver un nuevo sentido. Parálisis no implica necesariamente quietud sino también tiempo y movimiento aparentemente estéril, en tanto no nos conduce al destino que anhelamos. Es el tiempo en que pensamos que avanzamos pero damos, en vez de eso, vueltas en falso. Nos movemos, pero no vamos a ninguna parte. A esa parálisis, a la más profunda, refiere el evangelio.

Y ahora sí, vuelvo la mirada a Jesús. ¿Qué hace frente a la realidad de este hombre?

Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.  Jesús lo vio acostado y, sabiendo que llevaba así mucho tiempo, le dice:
—¿Quieres sanarte?
 Le contestó el enfermo:
  —Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando yo voy, otro se ha metido antes.
Le dice Jesús:
  —Levántate, toma tu camilla y camina.

Lo ve, se detiene y, sin avasallar, lo  interpela.  “¿Quieres sanarte?”. Una pregunta simple, que invita a empezar por reconocer la propia necesidad para poder optar sanar en libertad.  Entonces, al que estaba mirando hacia fuera y esperando lo imposible, le devuelve la mirada hacia dentro y lo interroga respecto de algo que sí puede responder. Así es Dios, su presencia siempre nos cambia la lógica. Y ante esto la respuesta del paralítico es muchas veces la nuestra: un puñado de razones que nos mantienen postrados. Pero Jesús lo vuelve a sorprender, no se enrolla con las excusas, sino que  simplemente contesta: “Levántate, toma tu camilla y anda”. Vuelve  a poner foco en él. No niega con esto su enfermedad, sino que lo invita a dejar de estar recostado sobre ella. Es un llamado a ponerse de pie, pero no como si nada, sino tomando su camilla, haciéndose cargo de su historia.

La verdad es que el sábado empecé pensando en la vida de una amiga, pero hoy no puedo evitar pensar también en la mía… Quizás a todos nos quepa preguntarnos -como personas y también como país- cuántas de nuestras potencialidades están cómodamente adormecidas y paralizadas, mientras recitamos de memoria las razones que así las mantienen. Preguntarnos si no estamos también nosotros esperando, resignados, que baje un ángel del cielo para que ocurra un milagro.

Quizás sea tiempo de recordar que no importa si llevamos treinta y ocho años de dar vueltas en el desierto. No importa hace cuánto tiempo sentimos que nuestro movimiento no nos conduce a donde anhelamos. Dios escribe derecho en renglones torcidos y basta que escuchemos el llamado que nos devuelve al camino para que no sea en vano. Quizás hoy Dios vuelve a decirnos “Levantate y camina”. Será cuestión de volver a creer y animarnos a dar el primer paso. Aunque a veces se esconde, el destino no ha cambiado y aún nos espera nuestra tierra prometida

 (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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