Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.
En mi quinta hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.
En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.
Y la pobre parece tan triste
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se viste…
Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento: «Es la higuera el más bello de los árboles todos del huerto».
Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!
Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
“En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.”
*
Marcos 13, 24-32
***
Nos encontramos una vez más teniendo que decidir: debemos escoger si queremos limitar la fe al ámbito del sentimiento y orientar nuestros pensamientos según los de todos, o bien si pretendemos ser cristianos también en el modo de pensar. El juicio es el último acto de Dios, y lo lleva a cabo aiquel que sigue siendo durante toda la historia el «signo de contradicción», el momento de la decisión tanto para el individuo como para los pueblos. ¿Cómo se lleva a cabo este juicio? En un primer momento, podemos suponer que el objeto del juicio deben ser las acciones y las omisiones del hombre. Veremos, en cambio, que todo está fundido en una sola entidad: el amor. Pero ¿cómo ha sido fijado y se aplica el criterio del amor? Aquí es donde se manifiesta el carácter extraordinario del anuncio cristiano del juicio: el criterio según el cual seremos juzgados es nuestra actitud respecto a Cristo. El bien definitivo es él, Cristo, y obrar bien significa amar a Cristo. En definitiva, «la verdad» o «el bien» no son ideas o valores abstractos, sino alguien, Jesucristo. Toda buena acción va hacia Cristo y es un bien para él, así como toda acción mala, sea cual sea su finalidad, es en el fondo un ataque contra él. La más real de todas las realidades es alguien: el Hijo de Dios hecho hombre. Y nosotros conocemos la tarea que se nos impone al hacernos cristianos: ver a Cristo en su universalidad, conservar en nuestro corazón su imagen con toda su potencia, para que pueda atravesar los confines del mundo, de la historia y de la obra humana.
*
Romano Guardini, Le cose ultime,
Milán 1997, pp. 92-96, passim.
Al hombre contemporáneo no le atemorizan ya los discursos apocalípticos sobre «el fin del mundo». Tampoco se detiene a escuchar el mensaje esperanzador de Jesús, que, empleando ese mismo lenguaje, anuncia sin embargo el alumbramiento de un mundo nuevo. Lo que le preocupa es la «crisis ecológica». No se trata solo de una crisis del entorno natural del hombre. Es una crisis del hombre mismo. Una crisis global de la vida en este planeta. Crisis mortal no solo para el ser humano, sino para los demás seres animados que la vienen padeciendo desde hace tiempo.
Poco a poco comenzamos a darnos cuenta de que nos hemos metido en un callejón sin salida, poniendo en crisis todo el sistema de la vida en el mundo. Hoy, «progreso» no es una palabra de esperanza como lo fue el siglo pasado, pues se teme cada vez más que el progreso termine sirviendo no ya a la vida, sino a la muerte. La humanidad comienza a tener el presentimiento de que no puede ser acertado un camino que conduce a una crisis global, desde la extinción de los bosques hasta la propagación de las neurosis, desde la polución de las aguas hasta el «vacío existencial» de tantos habitantes de las ciudades masificadas.
Para detener el «desastre» es urgente cambiar de rumbo. No basta sustituir las tecnologías «sucias» por otras más «limpias» o la industrialización «salvaje» por otra más «civilizada». Son necesarios cambios profundos en los intereses que hoy dirigen el desarrollo y el progreso de las tecnologías. Aquí comienza el drama del hombre moderno. Las sociedades no se muestran capaces de introducir cambios decisivos en su sistema de valores y de sentido. Los intereses económicos inmediatos son más fuertes que cualquier otro planteamiento. Es mejor desdramatizar la crisis, descalificar a «los cuatro ecologistas exaltados» y favorecer la indiferencia.
¿No ha llegado el momento de plantearnos las grandes cuestiones que nos permitan recuperar el «sentido global» de la existencia humana sobre la Tierra, y de aprender a vivir una relación más pacífica entre los hombres y con la creación entera?
¿Qué es el mundo? ¿Un «bien sin dueño» que los hombres podemos explotar de manera despiadada y sin miramiento alguno o la casa que el Creador nos regala para hacerla cada día más habitable? ¿Qué es el cosmos? ¿Un material bruto que podemos manipular a nuestro antojo o la creación de un Dios que mediante su Espíritu lo vivifica todo y conduce «los cielos y la tierra» hacia su consumación definitiva?
¿Qué es el hombre? ¿Un ser perdido en el cosmos, luchando desesperadamente contra la naturaleza, pero destinado a extinguirse sin remedio, o un ser llamado por Dios a vivir en paz con la creación, colaborando en la orientación inteligente de la vida hacia su plenitud en el Creador?
Daniel 12, 1-3: Por aquel tiempo se salvará tu pueblo. Salmo responsorial: 15: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Hebreos 10, 11-14. 18: Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados. Marcos 13, 24-32: Reunirá a los elegidos de los cuatro vientos.
Cercanos ya al final del año litúrgico, la liturgia de hoy nos presenta a través de la lectura del libro de Daniel y del evangelio, textos relativos al final de los tiempos. En efecto, el pasaje de Daniel anuncia la intervención de Dios a favor de sus fieles a través de Miguel, el ángel encargado de proteger a su pueblo. Estas palabras de Daniel hay que enmarcarlas en el marco amplio de todo el libro cuyo género y estilo corresponden a la corriente apocalíptica bastante popularizada a finales del período veterotestamentario. Todo el libro de Daniel es un llamado a la esperanza, característica principal de toda la literatura apocalíptica. No se trata tanto de una revelación especial de lo que sucederá al final de los tiempos, cuanto la utilización de imágenes que invitan a mantener viva la esperanza, a no sucumbir ante la idea de una dominación absoluta de un determinado imperio. El texto que leemos hoy es subversivo para la época, pues invita al rechazo del señorío absoluto de los opresores griegos de aquel entonces que a punta de violencia se hacían ver como dueños absolutos de las personas, del tiempo y de la historia.
Por su parte el evangelio nos presenta una mínima parte del «discurso escatológico» según san Marcos. Un poco antes de comenzar la narración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, los tres sinópticos nos presentan palabras de Jesús cargadas de sabor escatológico.
El pasaje de hoy hay que leerlo a la luz de todo el capítulo 13. Es más, conviene que en casa o en el grupo lo leamos completo y, de ser posible, leamos también el discurso escatológico de Mateo y de Lucas, eso nos ayudará a ver mucho mejor las semejanzas y las diferencias entre los tres y, por otro lado, nos facilitará una mejor comprensión del sentido y finalidad que cada uno quiso darle a esta sección.
Tengamos en cuenta que en ningún momento hablan los evangelistas del «fin del mundo», en sentido estricto, esa es una interpretación equivocada que no ha traído los mejores resultados ni a la fe del creyente ni a su compromiso con el prójimo y con la historia. No es éste, con palabras sacadas de aquí y de allá, el «fundamento» bíblico o teológico de las «postrimerías del hombre» de que nos hablaba el «catecismo del padre Astete», o de los «novísimos» que nos enseñaba la teología… O, por lo menos, no se debe reducir a eso.
Jesús no predica el fin del mundo, ése no era su interés. Las imágenes de una conmoción cósmica descrita como estrellas que caen, sol y luna que se oscurecen, etc., son una forma veterotestamentaria de describir la caída de algún rey o de una nación opresora. Para los antiguos, el sol y la luna eran representaciones de divinidades paganas (cf. Dt 4,19-20; Jr 8,2; Ez 8,16), mientras que los demás astros y lo que ellos llamaban «potencias del cielo», representaban a los jefes que se sentían hijos de esas divinidades y en su nombre oprimían a los pueblos, sintiéndose ellos también como seres divinos (Is 14,12-14; 24,21; Dn 8,10). Pues bien, en línea con el Primer Testamento, Jesús no pretende describir la caída de un imperio o cosa por el estilo, para él lo más importante es anunciar los efectos liberadores de su evangelio; y es que el evangelio de Jesús debe propiciar, en efecto, el resquebrajamiento de todos los sistemas injustos que de uno u otro modo se van erigiendo como astros en el firmamento humano.
Jesús es consciente y sabe que la única forma de rescatar, redireccionar el rumbo de la historia por los horizontes queridos por el Padre y su justicia, es haciendo caer los sistemas que a lo largo de la historia intentan suplantar el proyecto de la justicia querido por Dios, con un proyecto propio, disfrazado de vida pero que en realidad es de muerte. Esta tarea la debe realizar el discípulo, el que ha aceptado a Jesús y su proyecto. Recordemos la intencionalidad teológica y catequética de Marcos: a Jesús, el Mesías (cuyo «secreto» se mantiene a lo largo de todo el evangelio), sólo se le puede conocer siguiéndolo; y bien, el seguimiento implica no sólo ir detrás de él, implica además, tomar el lugar de él, asumir su propuesta como propia y luchar hasta el final por su realización.
Discípulas y discípulos están entonces comprometidos en ese final de los sistemas injustos cuya desaparición causa no miedo, sino alegría, aquella alegría que sienten los oprimidos cuando son liberados. Ésa debiera de ser nuestra preocupación constante y el punto para discernir si en efecto nuestras tareas de evangelización y nuestro compromiso con la transformación de lo injusto en relaciones de justicia está causando de veras el efecto que debe tener el evangelio, o si simplemente estamos ahí a merced de las corrientes del momento esperando quizás que se cumpla lo que no ni siquiera pasó por la mente de Jesús. Leer más…
Este sol y esta luna no se apagarán para que el mundo quede a oscuras, sino para que pueda brillar y brille el Hijo del Hombre a quien todos verán, viniendo con gran gloria, con su luz más alta, alumbrándoles con ella. En ese sentido se puede afirmar que al final no hará falta sol o luna porque el Hijo del Hombre (Dios y su Cordero: cf. Ap 21, 23; 22, 5) serán directamente luz y vida para todos los elegidos.
Venida del Hijo del hombre (13, 24-27)
La señal que los cuatro habían pedido a Jesús (13, 4) era la Abominación de 13, 14, pues ella está vinculada, de un modo general, al cumplimiento de “todas estas cosas” (13, 4), que aluden sobre todo a la caída del templo de Jerusalén. Pero, en sentido más profundo, la señal definitiva será el Hijo de Hombre que viene, como culmen del evangelio.
(a. Tiempo) 24 Pero en aquellos días, después de aquella tribulación,
(b. Des-astre) el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor; 25 las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán;
(c. Hijo del hombre) 26 y entonces verán al Hijo del humano viniendo en nubes con gran poder y gloria.
(d. La gran reunión) 27 Y entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo.
Ésta es la afirmación central de la escatología de Marcos, una palabra que, unida al camino de muerte y resurrección de Jesús, constituye el eje de su evangelio. Podían decirse y se decían (o se dirán) palabras semejantes sobre la venida del Hijo del hombre en otros lugares del judaísmo de aquel tiempo, partiendo de Dan 7, 13-14 (como en la tradición de Henoc y en la de Esdras), pero sólo los cristianos identifican al Hijo del hombre con Jesús crucificado y le interpretan en ese contexto.
Significativamente, este Hijo de Hombre viene “después de aquella tribulación”, de manera que no tiene que combatir directamente contra el Anticristo o contra el Diablo (o contra alguna otra figura satánica). No tiene rasgos guerreros, ni vence luchando a sus enemigos. Por eso, su venida no puede entenderse en forma de violencia, como resultado de algún tipo de guerra, sino como triunfo de la gracia sobre la violencia. Éste es el centro de la “teodicea” cristiana, la defensa de Dios, la manifestación suprema de su poder y gloria, como salvación de los elegidos[1].
13, 24a. Tiempo final, en aquellos días
24 Pero en aquellos días, después de aquella tribulación,
La escena empieza con un corte: pero (alla). Frente a todo lo anterior surge algo nuevo, distinto. Éste es el pero de Dios, que se alza y revela como divino frente a todas las cosas de los hombres, desde la altura suprema (o desde el final) de la historia, no para condenar a nadie (no hay ninguna condena), sino para mostrarse divino y salvar a los “elegidos” (a los suyos), desde los cuatro extremos del orbe. Significativamente, aquí no se dice nada de infierno, en contra del esquema dual (buenos y malos, salvados y condenados) que aparece en otros textos significativos de la Biblia (como Dan 12, 1-3 o Mt 25, 31-46)[2]. Tampoco se habla aquí de Gehena, como en Mc 9, 43-47, sino sólo de la salvación de los elegidos, como seguiremos viendo.
− En aquellos días (en ekeinais tais hêmerais) es una frase hecha que se emplea en las narraciones simbólicas (fábulas y cuentos) para indicar un tiempo indeterminado, pero de gran importancia. Es una frase que aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento (desde Mt 3, 1 hasta Ap 9, 6; y dentro de Maros en 1, 9; 8, 1), y que denota un tiempo indefinido que no quiere o no puede especificarse más. De todas formas, aquí se vincula, de manera más concreta, al período que empieza con la Abominación de la Desolación (13, 14), un período que 13, 19 ha definido como tiempo de la crisis más grande de la historia.
− Después de aquella tribulación, señalada de un modo especial en 13, 19, tras “el despliegue” de la Abominación de 13, 14 y de la gran lucha que sigue… Según eso, el tiempo de la Abominación y el del Hijo del Hombre no coinciden, ni ellos (el Abominable y el Cristo) luchan entre sí, sino que el “tiempo” del Hijo de Hombre (si es que puede interpretarse como tiempo) viene “meta”, es decir, después que se han agotado y terminado los días de la Abominación.
Se trata, por tanto, de un tiempo que es próximo (como he venido mostrando la dinámica del evangelio, desde 1, 14-15 hasta 9, 1), pero que, por otra parte, se abre de un modo indefinido, que está marcado por la misión del evangelio en todo el mundo (13, 10; 14, 19).
De esa forma, el Jesús de Marcos libera a sus oyentes de la angustia vinculada a la inmediatez apocalíptica (¡no se puede decir que el fin viene ya, en un tiempo prefijado, pero muy cercano!), para ofrecerles una tarea de misión universal. En esa línea debemos añadir que el tiempo de la misión del evangelio es tiempo de prueba (de gran tribulación), que se extiende y abre, trazando un camino de seguimiento de Jesús y de creación de comunidades. Puede ser un tiempo “largo”, pero no es tiempo sin fin, sino que culminará con la gran manifestación del Hijo del Hombre, vinculada a los signos de un desastre cósmico.
13, 24b-25. Des-astre, el sol se oscurecerá
el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor; 25 las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán;
Tomo esa palabra (des-astre) en su sentido fuerte, como destrucción del orden astral donde se sustenta (o refleja) la vida de la tierra y la historia de los hombres. Como la Biblia sabe y dice, desde su perspectiva cósmica (Gen 1, 14-19, el día cuarto), en el centro de su gran Semana creadora, Dios ha fijado el orden de la bóveda celeste, con el sol, luna y estrellas, por “encima” de la tierra, para iluminarla y hacer así posible que exista vida en ella. Por eso, el fin de la historia actual viene marcado con la destrucción de ese orden, es decir, con el gran des-astre, algo que sólo Dios puede realizar.
Los fenómenos anteriores, incluidos en la gran tribulación, sucedían antes en el plano de la tierra (terremotos, hambre), y en el plano de la historia de los hombres (guerras, persecuciones, abominación, engaños, huída…), aunque en ella viniera a proyectarse la sombra de Satán, a quien hemos visto luchando contra Jesús desde 1, 13 (pasando por 3, 23-26 y 4, 15). Ahora, al final, interviene otro agente, que es Dios, que aparece como causa del gran des-astre, con sus dos vertientes. (a) La destrucción del orden cósmico actual. (b) La creación de un orden nuevo de salvación, centrado en el Hijo del hombre (y no en este sol, luna y estrellas).
El primer motivo (destrucción del orden astral) aparece en la Biblia desde antiguo y puede vislumbrarse ya su “riesgo” en Gen 7, cuando se supone que Dios abrió las “compuertas” que cierran y regulan la caída de las aguas del gran mar que se extiende sobre la bóveda celeste, amenazando con inundar y ahogar toda forma de vida sobre la tierra. Pero Dios se “arrepintió”, cerró luego las compuertas, dejó que la tierra se secara e inicio un nuevo camino de historia prometiendo a los hombres que “mientras dure la tierra” seguirá habiendo frío y calor, verano e invierno, noche y día, con los astros regulando la vida desde arriba (cf. Gen 8, 1. 20-22). Pues bien, Mc 13, 24 supone que ha llegado ya el fin para el orden de la tierra.
En esa línea, siguiendo una antigua tradición, que no sólo es judía sino que aparece en relatos míticos (cosmogónicos) de muchos pueblos, desde la India hasta Grecia (e incluso en la América pre-colombina), 2 Ped 3, 6-7 asegura que el primer mundo fue destruido por el agua (en tiempos de Noé) y que este mundo actual (el último) lo será por el fuego, a través de una gran conflagración o incendio cósmico, que se vincula de algún modo con el infierno. Pues bien, este pasaje de Marcos no introduce ni evoca esos motivos (del agua y del fuego). Ciertamente, Marcos recuerda, en otro contexto, el fuego sin fin de la Gehena (9, 43-47); pero aquí, al final de todo, no hay fuego ninguno ni incendio, sino sólo el apagamiento del orden astral de la actualidad.
Este des-astre ha sido evocado, de un modo más poético que “científico”, en diversos textos del Antiguo Testamento, muy semejantes al nuestro (tejido con citas de Is 13, 10; 34, 4; Joel 2, 10. 31; 3, 15). En ellos se supone un gran oscurecimiento (y también un derrumbamiento). Según la cosmología de aquel tiempo, el orden actual de la tierra (y la historia humana) existe porque hay luz de sol y de luna, y porque las estrellas están “fijadas” en el cielo, sin caerse. La manera más sencilla de imaginarse el fin es un gran “apagamiento” del sol y de la luna, que dejan de emitir su luz, dejando todo a oscuras. No hacen falta más terrores, sólo una gran oscuridad, con los astros cayendo como meteoritos sobre la faz de la tierra.
De esa forma, Marcos ha compuesto un texto apocalíptico de gran sobriedad y de profundo efecto simbólico, sin apelar a ningún tipo de terrores, limitándose a recordar la fragilidad de un orden cósmico que surge de Dios y que Dios puede abandonar. Marcos sabe que los grandes y pequeños astros no son divinos, ni eternos, sino que pueden apagarse y que, de hecho, se apagarán un día (que él relaciona con el pecado de los hombres y en especial con la Abominación, evocada en 13, 14). No ha tenido que vincular de un modo más preciso esos momentos (la maldad de los hombres, la Abominación histórica, el oscurecimiento de los astros), aunque supone que están relacionados. Pero más que esa relación destructora (que algunos han visto en el Apocalipsis de Juan), Marcos ha destacado la relación positiva que existe entre el fin de este mundo y la reunión salvadora de los elegidos.
Estrictamente hablando, como seguiremos viendo, los astros no se apagan para castigar y condenar a los impíos (a los seguidores de la Abominación), que quedan así a oscuras y sufriendo un horror insufrible, como los perversos de Sab 17, 1−18, 4 en Egipto, sino para salvar a los elegidos. Este sol y esta luna no se apagarán para que todo quede a oscuras, sino para que pueda brillar y brille el Hijo del Hombre a quien todos verán, viniendo con gran gloria, es decir, con su luz más alta, alumbrándoles con ella. En ese sentido se puede afirmar que al final no hará falta sol o luna porque el Hijo del Hombre (Dios y su Cordero: cf. Ap 21, 23; 22, 5) serán directamente luz y vida para todos los elegidos.
13, 26. El Hijo del Hombre
26 y entonces verán al Hijo del Hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria.
Atrás queda el signo de la Abominación (el Abominable), elevándose allí donde no debe (13, 14). Significativamente, Marcos no ha dicho qué ha pasado con el Abominable, ni siquiera una palabra evocando su ruina, aunque supone que su intento de dominio (de elevarse frente a Dios, ocupando su lugar) ha sido vano. En esa línea debemos añadir que, según Marcos, no ha existido (no se ha dado) una batalla apocalíptica, sino sólo un intento frustrado (el Abominable no ha logrado aquello que quería), con el triunfo final del Hijo del hombre, que viene cuando Dios quiere, sin necesidad de batalla ninguna (a diferencia de lo que aparece en 4 Esd 13, donde se dice que el Hijo del Hombre aniquilará a los enemigos con el aliento de su boca; cf. también Ap 19, 21).
Introducción, Hijo del Hombre. Como sabemos ya, el Hijo del hombre tiene poder de perdonar sobre la tierra, para que todas las cosas (incluso el sábado) se pongan al servicio de los hombres (cf. 2, 20.28). Su mismo gesto de perdón y su manera de entender-superar la ley le han llevado a dar la vida en gesto de servicio hacia los otros, como temáticamente ha indicado 8, 31. Pues bien, ese mismo Hijo de hombre (implícitamente vinculado siempre con Jesús), que empieza perdonando-ayudando a los demás, y sufre por ello, es quien ha de venir al fin en la gloria de su Padre, rodeado de los ángeles santos (cf. 8, 31 y 8, 38). Esa unión de sufrimiento y gloria subyace en este pasaje, vinculando la entrega de los discípulos (13, 8-13) y la venida final del Hijo del hombre glorioso, para recoger a los elegidos de los cuatro extremos de la tierra y conducirles a su Vida (13, 27)[3].
La novedad de este pasaje (Mc 13, 24-279, en su conjunto, no está en la promesa de la venida final del Hijo del hombre (cosa que puede encontrarse ya en Dn 7), ni tampoco en su posible función de juez final (que han desarrollado más las Parábolas de 1 Henoc, en contexto no cristiano), sino en que identifica al Hijo del hombre que viene (es culminador cósmico o juez final) con el mismo hombre Jesús que ha perdonado los pecados, ha superado la vieja ley del sábado y ha sido entregado, ofreciendo su vida a favor de los demás (cf. 10, 45).
La tradición judía conocía la figura del Hijo del hombre, pero sus rasgos en Marcos (poder sobre la tierra, entrega y culminación escatológica) sólo han podido vincularse en concreto desde la experiencia cristiana, que presenta a Jesús como encarnación personal y realización histórica de la figura antes dispersa, multiforme o puramente evocativa de ese Hijo del hombre, tanto en Dn 7 (donde aparecía tras el juicio) como en 1 Henoc 37-71 y 4 Esdras 13 (donde venía también al fin de la historia).
Marcos ha sido el primero que ha escrito la historia humana de Jesús Hijo del Hombre, presentándola en su evangelio de una forma personal, encarnada y coherente. Desde ese fondo ha escrito la historia de Jesús, Hijo del Hombre, cuya figura se centra en tres momentos. (a) Es sembrador de reino: perdona los pecados y supera la vieja ley (sábado), en gesto de amor liberador que se dirige a los pobres y perdidos de la tierra (2, 10.28). b) Es aquel que sufre y entrega la vida por el reino, como hemos señalado de una forma programada en el camino de subida a Jerusalén (8, 31; 9, 31; 10, 33). (c) Por último, Hijo del hombre es aquel que ha de venir en la gloria final (8, 31; 13, 26; 14, 62), en gesto de culminación que asume y lleva a su pleno desarrollo los rasgos anteriores.
Esos tres momentos ofrecen el perfil mesiánico de Jesús, como implícitamente indica Marcos cuando reinterpreta el título de Cristo en términos de Hijo del hombre, tanto en 8, 29-31 como en 14, 61-62 (como veremos en su lugar). Por eso, este pasaje (Mc 13, 26. 27) que anuncia la venida final del Hijo del hombre, que envía a los ángeles y reúne a los elegidos, ha de verse a partir de todo el evangelio. Aquel que vendrá tras el oscurecimiento del sol y la luna, y la caída de la estrellas (13, 24-25), no es un ser divino indeterminado, un ángel supremo, ni tampoco un mediador al estilo de aquellos que aparecen en Daniel, 1 Henoc o 4 Esdras, sino el mismo Jesús que ha realizado sus signos de reino en la tierra y que ha muerto por cumplir con fidelidad lo que ellos exigían.
Venida final. Ahora podemos comentar ya el texto, señalando que su visión de la venida del Hijo del hombre ha de entenderse a la luz de la experiencia pascual (cf. 16, 6-7), que es una anticipación y primer cumplimiento de la culminación escatológica, que no se identifica con la gran crisis (13, 21-23), sino después de ella (13, 13, 24-27), como sucedía ya al principio de la historia mesiánica de Jesús que no empezaba en el bautismo, sino después, cuando Jesús había salido del agua (cf. 1, 10- 11). Entonces le verán no sólo los cuatro testigos de 13, 2, sino los jueces de 14, 61-62, de una manera, gloriosa, definitiva, inapelable.
− Verán al Hijo de hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria. Este pasaje es una cita de Dan 7, 13-14, pero ahora ya no es sólo el profeta el que “ve” al Hijo de Hombre, sino que le verán (opsontai) un grupo indeterminado de personas, que se identifican sin duda con todos los hombres y mujeres de la historia final (y quizá, de un modo más preciso, con aquellos que han perseguido a los cristianos). No se dice más, simplemente que “le verán”, en medio de la gran noche (pues sol y luna se han oscurecido y los astros han caído). Eso significa que él viene como gran luz, como nuevo “cielo de Dios”, realizando de manera más alta (salvadora) la función que antes realizaban sol y luna. Significativamente, el joven de la tumba vacía utiliza esa misma palabra para decir a las mujeres que ellas y los discípulos verán (opsesthe) a Jesús resucitado en Galilea, de esa forma se identifican la venida del Hijo del Hombre y la experiencia pascual de Jesús. Leer más…
Muchos cristianos prefieren la resurrección de Miguel/Daniel que la de Jesús, empezando por las historias apocalípticas made in USA. Será bueno plantear el tema, tal como lo hace la primera lectura de la misa de este Dom 33 TO (17.11.24), que puede compararse con la profecía de Isaías II, de la que traté hace dos días.
Jesús conocía los dos temas, Isaías II y Daniel. En sentido externo parece más cerca de Daniel, en sentido interno está más cerca de Isaías, aunque no todos aceptarán mi opinión
Ése es el tema: Si resucitamos y cómo lo haremos. En este contexto leeré y comentaré brevemente el texto de Daniel, ofreciendo después una interpretación más extensa, para quienes quieran seguir pensando. Se trata de relacionar la resurrección angélica de los sabios de Daniel (por obra de Miguel Arcángel) y la resurrección humana (divinamente humana) de Jesús, por amor de Dios Padre, empezando por los pobres, enfermos y excluidos de la la tierra (conforme al Adviento cristianos, que vamos a preparar dentro de dos semanas). Buen domingo a todos. Tomo lo que sigue de La Palabra se hizo carne.
| Xabier Pikaza
Daniel 12, 1-3
Por aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para la vida eterna, otros para ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, para toda la eternidad.
BREVE LECTURA DE DANIEL
En aquel tiempo, entonces… Es el tiempo de la gran crisis antioquena/Macabea (165-162 a.C.). Los helenistas de Antioquía, con el rey Antíoco de Siria persiguen a los judíos piadosos (yahvistas). Será tiempo difícil, está en riesgo la existencia de Israel como pueblo de Yahvé, de Jerusalén como ciudad de Dios.
Por aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo. No hay posible salvación humana, ni por guerra (como quieren algunos macabeos), ni por martirio y testimonio de vida (como quieren otros judíos del entorno macabeo). La única solución es que intervenga Miguel, el ángel guerrero de Dios… La nueva humanidad surgirá por intervención “angélica”, a través de un tipo de “guerra de galaxias”, en contra del mensaje de Jesús
Muchos de los que duermen en el polvo despertarán No hay más solución que una resurrección de los muertos… por obra de Dios, a través de Miguel, ángel guerrero, capitán de las milicias de Dios. No se dice cómo será.. Pero ha de entenderse como “recreación” angélica de la humanidad….. Dios hará surgir una humanidad distinta, pero no desde la nada, como al principio (Génesis 1), sino desde lo que ha sido la vida anterior de los hombres, a través de una intervención angélica, dirigida por Miguel.
El salvador no es Cristo/hombre (no hay encarnación), ni evangelio de Navidad, ni muerte en Cruz de Cristo, ni amor hasta la muerte por los demás… El Mesías/Salvador es el ángel guerrero/juez de Dios, Miguel. Dios no redime a los hombres por amor, no se encarna en ellos para enseñarles amor, sino que les manda el ejército, para matar a los malos y salvar a los buenos. No se dice si han muerto todos/todos…. Y si se trata de una muere y resurrección particular de algunos…
Unos para la vida eterna (vida sin muerte). Es evidente que son resucitados para la vida eterna son los justos mártires… Los sabios, que brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, para toda la eternidad.
Este no es un cielo para guerreros, ni para pobres, sino para sabios… Es un cielo para los sabios de la República de Platón, para filósofos elitistas como los de Qumrán…
(a) Resucitan los sabios (maskilim): Los que han mantenido en buen conocimiento Serán como estrellas del cielo (se supone que los sabios son como ángeles bajados del cielo… que volverán al cielo, como estrellas de Dios)
(b) Entre los sabios sobresalen los maestros… Los que han enseñado la buena justicia, la sabiduría). Un cielo de sabios, de maestros…Un cielo de privilegiados un cielo de ángeles, un cielo de estrellas lucientes, no de pobres, enfermos, excluidos del mundo como los amigos de Jesús. Los no sabios… los ignorantes, los malos judíos… serán avergonzados… Vivirán una vida de “ignominia·.
Diferencia de Jesús. La resurrección y cielo no viene por guerra, ni por obra de Miguel, sino por el testimonio de vida (amor mutuo, servicio a los pobres y enfermos de Jesús).La salvación no es una transformación astral (los salvados no serán estrellas del firmamentos, sino nueva humanidad)
ESTUDIO EXEGÉTICO. LECTURA DE CONJUNTO DEL LIBRO DE DANIEL
El libro de Daniel consta de dos partes principales.
(a) Dan 1-6 presenta a Daniel como asceta (vegetariano) y vidente, intérprete de sueños, testigo de Dios entre los poderosos del mundo.
(b) Dan 7-12 le presenta como profeta sabio y resistente judío, en el contexto de la guerra de los macabeos. En su forma actual (sin los añadidos de LXX Dan 1. 24‒90 y Dan 13‒14), ha sido fijado en tiempos de Antíoco IV (167‒164 a.C.), en el contexto de la profanación del templo y de la persecución contra los judíos fieles a su ley y tradiciones, en un momento en que el rey pagano abre su boca y profiere insolencias contra Dios (Dan 7, 8.11. 25), suprimiendo las ofrendas y sacrificios de templo y colocando sobre el altar de Yahvé la “abominación de la desolación” (Dan 9,27; 12,11; cf. Mt 24,15; Mc 13,14).
DANIEL 2. CUATRO IMERIOS
[Estatua] Tú, oh rey, has tenido esta visión: una enorme estatua, de extraordinario brillo, de aspecto terrible, se levantaba ante ti. La cabeza de esta estatua era de oro puro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte de hierro y parte de arcilla.
[Piedra] Tú estabas mirando… cuando una piedra se desprendió, sin intervención de mano alguna, y dio a la estatua en sus pies de hierro y arcilla…, pulverizando todo: hierro, arcilla, bronce, plata y oro… Y la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en un gran monte que llenó toda la tierra.
[Interpretación. Cuatro reinos] Tú, oh rey, rey de reyes… eres la cabeza de oro. Después de ti surgirá otro reino, inferior a ti, y luego un tercer reino, de bronce, que dominará la tierra entera. Y habrá un cuarto reino, duro como el hierro, como el hierro que todo lo pulveriza y machaca: como el hierro qué aplasta, así él pulverizará y aplastará a todos los otros. Y lo que has visto, los pies y los dedos, parte de arcilla de alfarero y parte de hierro, es un reino que estará dividido…
[Quinto reino] En tiempo de estos reyes, el Dios del cielo suscitará un reino que jamás será destruido, y no pasará a otro pueblo… sino que subsistirá eternamente… (Dan 2, 31-44).
Interpretación
Entendida así, la Estatua es el Gran Ídolo, el Antidios, la humanidad elevada como poder imperial, que quiere dominarlo y controlarlo todo. Pero Dios hace que descienda contra ella una piedra que parece inútil (cf. Sal 118, 22; Mc 12, 10), pues “no viene de manos humanas”, ni forma parte del edificio de la humanidad divinizada, pero que proviene del Monte de Dios, que es Sion con el templo, destruyendo así la estatua de los cuatro imperios opresores.
Según eso, hay cuatro imperios sucesivos, que forman una única estatua idolátrica, una “humanidad de violencia”, que va del oro al hierro (Dan 2, 31-44). Pero vendrá una quinta edad (quinta-esencia), que no es ya resultado de una acción de hombres (que elaboran los metales y construyen imperios), sino que se inicia con una “piedra” sobrenatural, que proviene de Dios…
DANIEL 7. Cuatro bestias y juicio de Dios
Los metales de Dan 2 se vuelven animales/bestias que brotan del mar grande. No son una expresión del poder vital del cosmos (como los vivientes de Ez 1 y Ap 4-5), ni portadores del trono, sino antagonistas de Dios. En la estatua de Dan 2 los cuatro parecían semejantes. Por el contrario, en Dan 7 la cuarta bestia se distingue por su maldad de las tres anteriores: El león alado es Babilonia. El oso es en principio el imperio de los medos, pero se aplica después a los persas. El rápido leopardo es Alejandro Magno. El cuarto viviente no es ya un animal (águila o toro), sino un monstruo, sin rostro ni figura que sirva de comparación, con un cuerno que profiere insolencias (Dan 7, 7-8). Se trata, sin duda, de Antíoco Epífanes, rey perverso, que representa el pecado total contra Dios:
Seguía mirando y vi que colocaron unos tronos y un Anciano de Días se sentó. Su vestido era blanco como la nieve, el cabello de su cabeza como lana blanquísima. Su Trono era llamas de fuego, sus ruedas fuego abrasador… El Tribunal tomó asiento el tribunal y se abrieron los libros. Yo seguí mirando, a causa de las palabras insolentes de aquel cuerno; estaba mirando, hasta que mataron a aquel viviente, lo descuartizaron y lo echaron al fuego. A los otros vivientes les quitaron el dominio, pero les dieron una prolongación de vida hasta un tiempo y hora (determinados) (Dan 7, 9-12).
La historia bíblica aparece condensada en esta cuarta fiera que, conforme a Dan 7,25, se ha elevado contra Dios y ha blasfemado, de forma que Dios mismo debe manifestarse y responderle, pero no lo hace de un modo militar sin estrictamente judicial: Se abrieron los libros y comienza el juicio. No se exponen los cargos de la acusación, ni se transcribe la sentencia, pero resulta claro que ese Cuerno (Antíoco) ha sido condenado, pues lo matan para descuartizarlo y echarlo al fuego. Y después:
Yo seguí mirando, en mi visión por la noche, y he aquí un como Hijo del Hombre viniendo en las nubes del cielo, llego hasta el Anciano de Días y se acercó a su presencia. Y a él se le dijo dominio y gloria y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio será dominio eterno, no cesará, su reino no será destruido (Dan 7, 13-14) [4].
Frente a los vivientes/bestias, que se alzaban contra Dios (brotando del mar/caos), surgirá el ser humano, en las nubes del cielo, en la altura divina, como creación perfecta, revelación de Dios, reverso de las bestias destructoras, el pueblo mesiánico de los Santos del Altísimo, ángeles u hombres, como indicaremos al tratar al tratar de Jesús, Hijo de hombre (cf. cap. 15).
Dan 12, 1‒3. Resurrección de los muertos
Con la destrucción del destructor (Antíoco IV) comenzará el tiempo final, de manera que al Hijo de hombre “se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dan 7, 14). Un pasaje posterior identifica ese Reino del Hijo del Hombre con el “pueblo de los santos del Altísimo, que pueden ser ángeles o israelitas triunfantes. Lo único seguro es que su Reino será eterno y todos los imperios le servirán y le obedecerán (Dan 7, 27) [5].
Por otra parte, la tradición judía, tal como aparece en algunos textos de Qumrán, habla de un Mesías de Leví (vinculado al templo, con el sacerdocio) y de un Mesías de David (en línea regia), de manera que podemos hablar de cuatro o cinco tipos de esperanza mesiánica (sacerdotal, política, angélica, de todos el pueblo israelita) [6]. El libro de Daniel deja ése y otros temas abiertos, pero insistiendo al final en la imagen más poderosa de la resurrección de los muertos, con la que puede empalmar la destrucción de las bestias, y en especial de la cuarta:
En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que está para servir a los hijos de tu pueblo. Será tiempo de angustia, como nunca lo hubo desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será liberado tu pueblo, todos los que se hallen inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados: unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua. Los sabios resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas, para siempre (Dan 12, 1-2).
Éste es el final más significativo del libro de Daniel: Queda a un lado la purificación escatológica del templo (realizada el 164 a.C., tras la victoria de Judas Macabeo) y la venida del Hijo del hombre (con un Reino que sustituye a los anteriores). Leer más…
En el siglo I, sobre todo en las décadas en las que se escribieron los evangelios, ocurrieron cosas parecidas. Un terremoto en Asia Menor que destruyó doce ciudades en una sola noche (año 61). Otro terremoto en Pompeya y Herculano (año 63). Incendio de Roma (año 64). Rebelión de los judíos contra Roma, guerra que durará hasta el año 70 y terminará con el incendio de Jerusalén y de su templo. Nuevo terremoto en Roma (año 68). Guerra civil, con tres emperadores en un solo año: Otón, Vitelio y Vespasiano (año 69). Erupción del Vesubio (año 79).
Estos fenómenos provocaron en muchos sectores cristianos la certeza del fin del mundo. Y los tres evangelistas sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) consideraron fundamental incluir un largo discurso de Jesús a propósito de este tema. Su idea fundamental es tranquilizar los ánimos, y consolar anunciando la vuelta de Jesús. Este convencimiento de que la vuelta de Jesús era inminente recorre todo el Nuevo Testamento, desde su primer escrito, la carta de Pablo a los Tesalonicenses, hasta el último, el Apocalipsis, que termina con las palabras: «Ven, Señor Jesús».
El fragmento de Marcos seleccionado para este domingo se centra en las señales que precederán al fin del mundo y el momento en el que tendrá lugar, insistiendo en que lo fundamental es la vuelta de Jesús. Aquí radica el punto débil de las lecturas de hoy. En el siglo I, algunos cristianos podían estar convencidos de que el fin del mundo y la vuelta de Jesús eran inminentes. Hoy día, salvo los Testigos de Jehová (y ellos mismo han tenido que actualizar sus cálculos), nadie lo cree.
Por consiguiente, cabe el peligro de convertir la homilía en una conferencia sobre la mentalidad cristiana del siglo I a propósito de las grandes desgracias. Sin embargo, en medio de ese lenguaje anticuado, las lecturas encierran gran dosis de esperanza y consuelo, muy necesarias hoy día.
Tres años terribles (169-167 a.C.) y el comienzo de la apocalíptica
Los años 169-167 a.C. fueron especialmente duros para los judíos. El 169, Antíoco Epífanes, rey de Siria, invadió Jerusalén, entró en el templo y robó todos los objetos de valor, después de verter mucha sangre. El 167, un oficial del fisco enviado por el rey mata a muchos israelitas, saquea la ciudad, derriba sus casas y la muralla, se lleva cautivos a las mujeres y los niños, y se apodera del ganado. Al mismo tiempo, Antíoco, obsesionado por imponer la cultura griega en todos sus territorios, prohíbe a los judíos ofrecer sacrificios en el templo, guardar los sábados y las fiestas, y circuncidar a los niños [como si a nosotros nos prohibieran celebrar la eucaristía y bautizar a los niños]; y manda contaminar el templo construyendo altares y capillas idolátricas, y sacrificando en él cerdos y animales inmundos.
Estos acontecimientos provocaron dos reacciones muy distintas: una militar, la rebelión de los Macabeos; otra teológica, la esperanza apocalíptica, que encontramos reflejada en la 1ª lectura de hoy.
Apocalipsis significa “revelación”, “desvelamiento de algo oculto”. La literatura apocalíptica pretende revelar un secreto escondido, que se refiere al fin del mundo: momentoen que sucederá, señales que lo precederán, instauración definitiva del Reino de Dios. Es una literatura de tiempos de opresión, de lucha a muerte por la supervivencia, de búsqueda de consuelo y de unas ideas que den sentido a su vida. La única solución consiste en que Dios intervenga personalmente, ponga fin a este mundo malo presente y dé paso al mundo bueno futuro, el de su reinado.
… y la respuesta del libro de Daniel (1ª lectura)
En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran príncipe que defiende a los hijos de tu pueblo. Será aquél un tiempo de angustia como no habrá habido hasta entonces otro desde que existen las naciones. En aquel tiempo se salvará tu pueblo: todo los que se encuentren inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horno eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.
Se anuncia al profeta que habrá un tiempo de angustia como no lo ha habido nunca; pero, al final, se salvará su pueblo, mientras que los malvados serán castigados. Todo esto no puede ocurrir en este mundo, el autor está convencido de que este mundo no tiene remedio. Ocurrirá en el mundo futuro, cuando unos resuciten para ser recompensados y otros para ser castigados. Entre los buenos el autor destaca a los doctos, a los que enseñaron a la multitud la justicia, que brillarán como las estrellas, por toda la eternidad. Con ello deja clara su opción política y religiosa: la solución no está en las armas, como piensan los Macabeos.
Una década fatal (60-70 d.C.)…
Además de los datos que hemos indicado al comienzo, la comunidad cristiana sufre toda clase de problemas. Unos son de orden externo, provocados por las persecuciones de judíos y paganos: se les acusa de rebeldes contra Roma, de infanticidio y de orgías durante sus celebraciones litúrgicas; se representa a Jesús como un crucificado con cabeza de asno. Otros problemas son de orden interno, provocados por la aparición de individuos y grupos que se apartan de las verdades aceptadas. La primera carta de Juan reconoce que “han venido muchos anticristos”, no uno solo (1 Jn 2,18), y que “salieron de entre nosotros”.
… y la respuesta del evangelio de Marcos
En este ambiente tan difícil, el evangelio de Marcos también ofrece esperanza y consuelo mediante un largo discurso (capítulo 13). La lectura de este domingo ha seleccionado algunas frases del final del discurso, a propósito de los interrogantes principales de la apocalíptica: las señales del fin del mundo el momento en el que ocurrirá. En medio, la gran novedad: la venida gloriosa del Señor.
Las señales del fin y la venida del Señor
Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Las señales no acontecen en la tierra, sino en el cielo: el sol se oscurece, la luna no ilumina, las estrellas caen del cielo. Pero lo que ocurre no provoca el pánico de la humanidad. Porque la desaparición del universo antiguo da lugar a la venida gloriosa del Señor y a la salvación de los elegidos. Indico algunos detalles de interés en estos versículos.
1) A Dios no se lo menciona nunca. Todo se centra, como momento culminante, en la aparición gloriosa de Jesús.
2) De acuerdo con algunos textos apocalípticos judíos, se pone de relieve la salvación de los elegidos. Esto demuestra el carácter optimista del discurso, que no pretende asustar, sino consolar y fomentar la esperanza, aunque no encubre los difíciles momentos por los que atravesará la Iglesia.
3) A diferencia de otros textos apocalípticos, que conceden gran importancia a la descripción del mundo futuro, aquí no se hace la menor referencia a ese tema, como si pudiera descentrar la atención de la figura de Jesús.
El momento del fin
“De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que Él está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.”
La parte final contiene tres afirmaciones distintas: 1) vosotros podéis saber cuándo se acerca el fin (parábola de la higuera); 2) el fin tendrá lugar en vuestra misma generación; 3) el día y la hora no lo sabe más que Dios Padre.
La segunda es la más problemática. Si se refiere a la caída de Jerusalén no plantea problema, porque tuvo lugar el año 70. Pero, si se refiere al fin del mundo, no se realizó. A pesar de todo, es posible que así la interpretasen muchos cristianos, convencidos de que el fin del mundo era inminente. Así pensó Pablo en los primeros años de su actividad apostólica.
Una omisión incomprensible
El discurso no termina ahí. Añade una exhortación capital: «¡Atención, estad despiertos!». Lo importante no es discutir o calcular, sino mantener una actitud vigilante, esperando contra toda esperanza. Los miles de personas que están ayudando de forma muy sacrificada a las víctimas de Ucrania, Gaza, Líbano, Valencia… nos enseñan cómo debemos responder a las múltiples tragedias de nuestro mundo.
Estos textos de tono apocalíptico son más bien oscuros y difíciles de comprender. La mente se nos va a esas películas que nos muestran el fin del mundo sin regatear en imaginación. Grandes cataclismos, invasiones de extraterrestres, cualquier cosa puede valer para explicar que esta materia, que este mundo, tal cual lo conocemos, puede terminar.
El fin de lo conocido nos aboca a las grandes preguntas, nos enfrenta con el sentido de la vida.
Pero en realidad, que el mundo continúe o no, es más bien secundario. Sin embargo, nuestra condición finita nos inquieta. De la misma manera que un día recibimos el aliento y estrenamos la vida en este mundo, un día entregaremos un último aliento y dejaremos esta realidad.
Si coincide con el fin de este mundo o no, no tiene tanta importancia porque para quien muere termina.
Pienso que estos textos quieren ayudarnos a tomar conciencia de que la vida pasa. Esta vida que conocemos y respiramos cotidianamente terminará y eso en principio no es injusto ni cruel, solamente es parte de la vida.
Podríamos decir que no tenemos la vida en propiedad, solo en usufructo. Se nos da por un tiempo para que la disfrutemos y la cuidemos. Después tendremos que devolvérsela a su dueño y Él nos dará otra.
Aquí las palabras y las comparaciones se quedan cortas, pero nos ayudan. La higuera con sus ramas tiernas anuncia la primavera que significa el fin del invierno. Una realidad que pasa y da inicio a otra. Lo mismo cada uno de nosotros. Un día moriremos y ese mismo día empezará algo nuevo. La vida en plenitud.
Oración
Quítanos el miedo a la muerte, Trinidad Santa. Enséñanos a mirarla como parte de la vida. Que nos dejemos transformar en brotes tiernos de vida resucitada.
Estamos en el c. 13 de Marcos, dedicado todo él al discurso escatológico. Este capítulo hace de puente entre los relatos de la vida de Jesús y la Pasión. Los tres sinópticos proponen un discurso muy parecido, lo cual hace suponer que algo tiene que ver con el Jesús histórico. Pero las diferencias entre ellos son tan grandes, que presupone una elaboración de las primeras comunidades. Es imposible saber hasta qué punto Jesús hizo suyas esas ideas. Tampoco debe sorprendernos que admitiera el común sentir.
Estamos ante una manera de hablar que no nos dice nada hoy. No se trata solo del lenguaje, como en otras ocasiones. Aquí son las ideas las que están trasnochadas y no admiten ninguna traducción a un lenguaje actual. Tanto en el AT como en el NT, el pueblo de Dios está volcado sobre el porvenir. Israel se encuentra siempre en tensión hacia la salvación que ha de venir… y nunca llega. Desde Abrahán, a quien Dios dice: “sal de tu tierra“, pasando por el éxodo hacia la tierra prometida; y terminando por el Mesías definitivo, Israel vivió siempre esperando de Dios la salvación que le faltaba.
La apocalíptica fue una actitud vital y un género literario. La palabra significa “desvelar”. Escudriñaba el futuro partiendo de la palabra de Dios. Nació en los ambientes sapienciales y desciende del profetismo. Desarrolla una visión pesimista del mundo, que no tiene arreglo; por eso, tiene que ser destruido y sustituido por otro de nueva creación. Invita, no a cambiar el mundo, sino a evitarlo. El futuro no tendrá ninguna relación con el presente. El objetivo era que la gente aguantara el chaparrón en tiempo de crisis.
Escatología, procede de la palabra griega “esjatón“, que significa “lo último”. Su origen es también la palabra de Dios, y su objetivo, descubrir lo que va a suceder al final de los tiempos, pero no por curiosidad, sino para acrecentar la confianza. El futuro está en manos de Dios y llegará como progresión del presente, que también está en manos de Dios, y es positivo a pesar de todo. Este mundo no será consumido sino consumado. Dios salvará un día definitivamente, pero esa salvación ya ha comenzado aquí y ahora.
En tiempo de Jesús se creía que esa intervención definitiva, iba a ser inminente. En este ambiente se desarrolla la predicación de Juan Bautista y de Jesús. También en la primera comunidad cristiana se vivió esta espera de la llegada inmediata de la parusía. Solamente en los últimos escritos del NT, es ya patente un cambio de actitud. Al no llegar el fin, se empieza a vivir la tensión entre la espera del fin y la necesidad de preocuparse de la vida presente. Se sigue esperando el fin, pero la comunidad se prepara para la permanencia.
Hasta aquí hemos afrontado la salvación desde una visión mítica que ha durado miles y miles de años. Ahora vamos a situarnos en el nuevo paradigma en el que nos movemos hoy. Al superar la idea del dios intervencionista, se nos plantea un dilema. Por una parte, sabemos que Dios no tiene pasado ni futuro, sino que está en la eternidad. Por otro lado, el hombre no puede entender nada que no esté en el tiempo y el espacio. Meter a Dios en el tiempo es un disparate. Sacar al hombre del tiempo y el espacio, es tarea inútil.
Los novísimos (muerte, juicio, infierno y gloria) son viejísimos conceptos mitológicos que hoy no nos sirven para nada. Sabemos con absoluta certeza que no puede haber conciencia individual sin la base de un cerebro sano y activado. ¿Cómo podemos seguir aceptando una salvación para cuando no quede ni una sola neurona operativa? Piensa por tu cuenta, no sigas tragando el pienso que otros han preparado para ti, no sin antes haberte puesto orejeras para que la realidad no te espante. La realidad supera toda posible expectativa humana. Dios se ha dado todo, a cada uno, desde siempre.
Hoy sabemos que el tiempo y el espacio son productos de la mente. ¿Qué sentido puede tener el hablar de tiempo y espacio cuando ya no haya mente? Hablar de un cielo o infierno más allá de este mundo no tiene ningún sentido. Hablar de un “día del juicio”, cuando no haya tiempo ni espacio, es un contrasentido. Hablar de lo que Dios ha hecho en el pasado o de lo que va hacer en el futuro, es proyectar sobre él nuestros anhelos. Dios es un eterno presente. En el aquí y ahora debemos descubrir lo que está siendo para nosotros siempre. En el aquí y ahora debemos hacer nuestra su salvación.
No esperes más a salir de una mitología que nos ha mantenido pasmados durante tanto tiempo. Salta de la pecera donde has estado confinado y descubre el océano. Ni Dios tiene que cambiar nada ni Jesús tiene que volver al final de los tiempos a rematar su obra. Esperar que el bien triunfe sobre el mal, supone, no solo que existe el mal y el bien (maniqueísmo), sino que sabemos perfectamente lo que es bueno y lo que es malo y pretendemos, como en el caso de Adán y Eva, ser nosotros los que decidamos.
Todos los seres humanos que han vivido una experiencia cumbre, han experimentado la verdadera salvación que consiste en una conciencia clara de lo que son. Para alcanzar esa plenitud no se necesita ningún añadido a lo que ya es el hombre ni quitarle nada de lo que tiene. Desde esta perspectiva no necesitaríamos un Ser supremo que nos quite lo que no nos gusta y nos dé todo aquello que creemos necesitar y no tenemos. Tú lo eres todo. Estás en la plenitud de ser y puedes vivir lo absoluto que hay en ti aquí y ahora.
No tienes que esperar ninguna salvación que te venga de fuera, porque ahora mismo estás absolutamente salvado. La plenitud está ya en ti. Solo tienes que tomar conciencia de lo que eres y vivirlo. Todo está en ti en el momento presente. Nadie te puede añadir nada ni quitar nada de lo que te es esencial. En ningún momento futuro tendrás más posibilidades de ser tú mismo que en este precioso instante. Eres ya uno con todo en el instante presente y no hay ningún otro instante mejor que este.
Todo miedo y ansiedad debe desaparecer de tu vida, porque todas tus expectativas están ya cumplidas sin limitación posible. Si echas en falta algo es que aún estás en tu falso ser y pesa más lo accidental que lo esencial. Ningún tiempo pasado fue mejor y ningún tiempo futuro puede ser mejor que el ahora. Lo que te ha pasado, lo que te pasa y lo que te pasará es lo mejor que te puede pasar. Deja de dar valor a las circunstancias positivas y deja de temer las adversas. Descubre lo que eres y vívelo.
Todo el que te prometa una salvación para mañana o para después de tu muerte te está engañando. Si alguien te convence de que eres una mierda y tiene que venir alguien a sacarte de tus miserias, te está engañando. Aquí y ahora puedes descubrir en ti una absoluta plenitud y alcanzar la felicidad sin límites. No esperes a mañana porque mañanas estarás en las mismas condiciones que hoy. Muchos seres humanos, a través de la historia lo han conseguido, ¿por qué no lo vas a conseguir tú?
«Y entonces verán al Hijo del Hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria»
El mensaje que encierra el texto de Marcos es muy difícil de interpretar, pues está escrito en un lenguaje escatológico que no va con nuestro estilo y confunde a los especialistas. No obstante, vamos a tratar de extraer alguna conclusión en la línea en la que parece moverse al menos una parte de la exégesis actual, y que, además, no se quede en la mera erudición, sino que nos ayude a vivir con sentido.
La imagen de hecatombe universal que nos describe Marcos en el texto de hoy no nos interesa nada, pues nadie cuenta con vivir esa experiencia. Lo que nos interesa, porque nos atañe como ninguna otra cosa en el mundo, es que cada uno de nosotros camina hacia el final de su propio tiempo; que nuestra vida es camino; que por él nos dirigimos paso a paso hacia la muerte y que nada en la vida de un cristiano tiene sentido si no es mirando al final que le espera.
Somos caminantes que caminan hacia su destino, y el libro del Éxodo es una preciosa metáfora de nuestra vida: “Desde la cómoda esclavitud de nuestras pasiones, por el desierto de la vida, hacia la Patria; hacia la casa del Padre”.
Mientras dura el camino estamos sujetos a error; tenemos propensión a equivocarnos; a confundir lo que es mera apariencia con la verdad, y ese error nos mueve a elegir mal y echar a perder nuestra vida.
Y sobre esta base, lo que parece decirnos Marcos en el evangelio de hoy es que, al final de su vida, Jesús se proclama a sí mismo “camino de Verdad”; nos alerta de que la Palabra está ahí para mostrarnos el camino; para no perdernos por otros caminos que mueren cuando acaba nuestra vida; para salvar nuestra vida de la banalidad y el desastre… Jesús nos urge con fuerza a optar por él; a optar por sus criterios; por su propuesta de vida.
«Yo soy el camino, la verdad y la vida», nos dice Juan en su evangelio. Pero Marcos no se expresa de una forma tan sencilla, sino que se vale de unas imágenes soberbias para presentarnos a Jesús como el juez supremo del bien y el mal; del acierto y el desacierto: «Y entonces verán al Hijo del Hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; y enviará a los ángeles…».
Nos cuesta mucho trabajo entender este lenguaje, nos resulta extraño, pero quizá pueda ayudarnos el recordar que el evangelio asocia siempre el final con un juicio, y lo hace usando una escenografía colosal que no debe confundirnos. Lo que significa ese juicio es que al final resplandecerá la Verdad; que al final, los seres humanos nos encontraremos con la revelación definitiva; y esa revelación es Jesús como norma definitiva de vida; que no aceptarlo así es equivocarse.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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La sensación de crisis que padece la humanidad a causa del desmoronamiento de antiguas estructuras económicas feudales, injustas, de ideologías envejecidas, caducas, de formas de gobierno dictatoriales y de anquilosados esquemas normativos, es profunda y general. El subdesarrollo, entendido como retraso económico, social y político de los países del Tercer Mundo, las bolsas de pobreza y marginación del Cuarto Mundo en relación con el progreso de los países opulentos, es un problema global que afecta a toda la humanidad, ya que es consecuencia del despilfarro, la corrupción y la malversación de las sociedades pudientes, ricas.
La miseria, la incultura de los países y zonas subdesarrolladas, empobrecidas, no se corrige con la ayuda de los países capitalistas o autocráticos, sino con la creación de nuevas formas de producción y de convivencia en el mundo desarrollado que acaben con la dependencia y generen auténtica liberación. Hay demasiada dependencia a base de mecanismos de dominación y explotación no sólo de recursos sino también de personas. Esta dependencia no se rompe con reformismos y desarrollismos de poca monta de cara a la galería. Es preciso ir más allá de conveniencias e intereses fraudulentos y afrontar con valentía el restablecimiento de la igualdad y la dignidad de todos los seres humanos.
Esa vivencia empieza en casa, en la escuela, creando espacios de entendimiento, intercambio de recursos creativos, solidarios, que nos hagan crecer y avanzar en humanidad, compartir la alegría, la bondad, el cuidado entre nosotros, la gratuidad, la gratitud, el respeto, la ayuda a quien más lo necesita. Poner límites a la excesiva dependencia de móviles, tabletas, consolas y redes sociales alienantes que están causando un gran problema a nuestros propios hijos/as, a los profesionales de la educación, pero también a nosotros/as, a los mismos padres que hacen un uso desmedido de esos mismos medios. Ya lo están advirtiendo educadores, médicos, psicólogos. Por desgracia, parece confirmarse que ElHomo Sapiens es capaz de acabar con la civilización y la cultura que tanto le costó consolidar. Podríamos preguntarnos, ¿de verdad estamos evolucionando hacia adelante?, “¿es posible soñar con la promesa de una humanidad futura que sea mejor que la actual viviendo en un planeta maravilloso junto con el resto de especies con las que hemos co-evolucionado?” (J.L. Arsuaga).
La Iglesia también se encuentra en situación de profundos cambios. Junto a la crisis religiosa generalizada, consecuencia de la propia incoherencia de la estructura eclesial, el clericalismo, la discriminación de las mujeres y el escándalo de los abusos, entre otros, se vislumbran con timidez, esperanzas de conversión a través de signos y de señales manifiestos. Son los signos de la esperanza, de una Iglesia sinodal en salida, como dice el Papa Francisco, en la que caben tod@s, tod@s, tod@s. ¡Ojalá que no sea sólo un espejismo! y se aborden los cambios necesarios que están en la base del mismo evangelio.
Para los/as cristianos/as el horizonte de la auténtica esperanza se basa en el cumplimiento de las promesas de Dios, fin y meta de la historia. Más que del fin del mundo, los evangelios nos hablan hoy del fin de un mundo. Se indica el fin de lo viejo, lo caduco y la aparición de lo nuevo, de la novedad que persistentemente sigue abriéndose paso, aunque todavía no en su plenitud. La evangelización liberadora exige que se formule el mensaje en conexión con las aspiraciones de liberación o de justicia. La liberación no es exterior a la evangelización. Tiene una implicación personal y comunitaria ineludible. Acontece en nuestra interioridad, en el corazón de nuestras entrañas, en mi yo original que se va haciendo vida, camino, testimonio, compromiso, verdad. Y al mismo tiempo, va dejando caer las hojas muertas del ego, la opresión, la injusticia, la mentira, la ambición, en definitiva, el desamor…
Para el creyente cristiano todo lo que hay de catastrófico en el mundo tiene un sentido purificador y esperanzador: el alumbramiento de un mundo nuevo y de una nueva creación. Y se viven en el presente. Sin la cruz de Cristo es imposible soportar las adversidades de la vida ni vislumbrar dentro de las tinieblas la salvación del pueblo, de la humanidad. Pero la cruz cristiana no se reduce a un fracaso: es victoria sobre la tumba, el sinsentido, la muerte, el pecado.
Esto es lo esencial: la llegada triunfal de Jesús, la nueva historia, un nuevo comienzo: vivir todos/as eternamente con/en Dios. Cada día, en toda circunstancia. Así lo proclamó el gran profeta Isaías: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que voy a hacer algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?” (Is 43,18)
¡Adelante a todos los damnificados por la Dana! ¡No estáis solos!
Con un lenguaje que hoy nos resulta extraño, el género apocalíptico trata de revelar o des-velar (el término “apocalipsis” significa quitar el velo, revelación o des-cubrimiento) lo realmente real, aquello que permanece cuando todo lo demás cambia.
Sabemos que todas las formas u objetos son impermanentes y que, en ese mundo, lo único constante es el cambio. Y sabemos también que la impermanencia es fuente de dolor y, con frecuencia, de intenso sufrimiento, cuando nuestro apego a las formas es fuerte.
Forma u objeto es todo aquello que puede ser observado. En cuanto tales, todos ellos son contenidos de consciencia, ocupan un “espacio” delimitado de lo real y, como acabo de indicar, no escapan a la llamada ley de la impermanencia.
En conclusión: todo aquello que podemos observar, por más importante que nos parezca y por más querido que nos resulte, un día desaparecerá. Lo cual es lo mismo que decir que todo lo que nace, morirá.
¿Hay algo que se salve de la impermanencia? Justamente aquello que no es objeto, lo sin-forma, la consciencia que sostiene todos los contenidos, la “espaciosidad” que contiene todas las formas.
Lo único que permanece es lo no-nacido: aquello -el único “sujeto”- que observa todos los objetos, pero que no puede ser observado; la consciencia que sostiene, contiene y, a la vez, constituye el “núcleo” de todos los contenidos; la “espaciosidad” o presencia consciente en la que aparecen y donde se mueven todas las formas. En definitiva, lo realmente real es aquello que no tiene forma ni nombre, dado que, al no ser objeto, no puede nombrarse adecuadamente. Tal como lo expresó bellamente José Saramago, “en todos nosotros hay algo que no tiene nombre; eso es lo que somos”.
El texto evangélico proyecta esa realidad -lo único permanente, lo realmente real- en Jesús: “El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán”. Pero quien sabe leer descubre que va más allá de la persona del Maestro de Galilea. Lo único que “no pasará” es la consciencia, el ser, la vida… -hacia ello es adonde apunta la palabra de Jesús-, y eso es lo que realmente somos.
La Palabra de este domingo, -último del año litúrgico-, nos sitúa ante el final de la historia, de nuestra historia personal y de la humanidad.
Las dos lecturas de hoy hablan del final, y lo hacen con un lenguaje muy extraño para nosotros: con un estilo literario que se llama apocalíptica (apocalipsis).
¿Qué es la apocalíptica? Apocalipsis significa: revelación.
Cuando un judío sabía que había ocurrido o iba a acontecer algo muy importante, deja correr un poco la imaginación, abre la “caja de los truenos” y habla con palabras y signos que a nosotros nos resultan extraños: catástrofes, los astros caerán, los sepulcros se abrirán, etc.
Por ejemplo: a la muerte de Cristo -acontecimiento trascendental- los evangelistas dicen que “el cielo se oscureció”, “los sepulcros se abrieron”, “hubo como un terremoto”, etc. Semejante lenguaje emplean los evangelistas ante el final de la historia, hecho decisivo para la humanidad, el evangelista dice que “el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”.
La apocalíptica es un modo de pensar y de escribir. Es como un observatorio drástico y radical tomado del ideario del AT
Los fenómenos “angustiosos y trágicos” ni ocurrieron ni ocurrirán. Es un modo de subrayar por medio de símbolos los acontecimientos decisivos en la historia.
02.- El final.
El final del año litúrgico, el problema de la muerte, el final de la historia, el sentido de la vida, el fin del mundo nos emplazan ante la cuestión que siempre ha estado presente en la conciencia del ser humano: ¿Qué me cabe esperar en la vida?, (Kant). ¿Qué puedo esperar en la vida, si es que me cabe esperar algo?
O si no: ¿Finita la commedia? La Ópera “Pagliaci-Payasos” de Leoncavallo termina con un terrible e irónico: finita la commedia: la comedia ha terminado. Cuando morimos: ¿finita la commedia? ¿La vida es una comedia?
Lo decisivo no es que el mundo termine, sino que quien termina es el ser humano, ¿cuál será nuestro final? El problema no es que el planeta tierra o el universo concluyan, sino que el problema sigue en pie: ¿y cómo termina esto? ¿Cómo terminamos los seres humanos?
Esta cuestión nos sitúa ante la esperanza.
03.- Esperanza.
En la vida tenemos proyectos, esperanzas. Es bueno tener ilusiones en la vida que nos muevan a trabajar, a crear, a vivir.
Habitualmente ponemos nuestra esperanza en la ciencia, en los logros políticos, sociales, tecnológicos, médicos, etc.
La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Los logros científicos, las buenas estructuras sociopolíticas ayudan, pero por sí solas no construyen el futuro absoluto.
El hombre nunca va a ser redimido por la ciencia, ni por la política, ni por lo eclesiástico, desde afuera. El hombre no puede ser redimido por medio de la ciencia. Es pedir demasiado a la ciencia. Tal esperanza es falaz.
04.- El final no es una conquista humana, sino un don de Dios
En nuestra recámara de pensamiento vivimos como un caballo desbocado que corre hacia la conquista de un futuro mejor y pleno.
El lenguaje apocalíptico dice que no. Este mundo, este estado de cosas tiene que terminar para que renazca la “nueva ciudad”. La apocalíptica es muy radical: “más de lo mismo, no”.
La “vieja ciudad”, los viejos sistemas políticos, la vieja condición humana caerán, como van cayendo todos los “imperios” de este mundo. Cada caída de un sistema opresor significa un triunfo de lo humano sobre lo inhumano, de la nueva ciudad sobre la “vieja Jerusalén”.
Trump asegura que va a lograr una “nueva ciudad” (EEUU). Ni Trump ni ningún político son dioses, ni pueden construir la “nueva ciudad”
“La nueva ciudad” viene de Dios:
Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de la presencia de Dios. La ciudad brillaba con el resplandor de Dios (Ap 21)
La “nueva ciudad baja del cielo”, no de la tierra. La “nueva ciudad” es un don de Dios, no una conquista humana. La salvación, el final del ser humano no está en nuestras manos. El final es un don, un regalo de Dios.
La apocalíptica lo dice con símbolos: al final, en la “nueva ciudad” no habrá templos, porque Cristo será el centro. No habrá sol ni luna, por tanto no habrá tiempo, porque la luz es Cristo y seremos en la eternidad de Dios.
No vi ningún santuario en la ciudad, porque el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son su santuario.La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbren, porque la alumbra el resplandor de Dios, y su lámpara es el Cordero. (Ap 21, 22-23).
05.- Mis palabras no pasarán
Jesús nos dice: Mis palabras no pasarán
¿Qué palabras son éstas?
Él mismo. Jesús es la Palabra.
Evoquemos en nuestro interior lo que Cristo, el Reino de Dios, suponen para el ser humano: paz, serenidad, justicia, libertad, vida, fraternidad, amor. Tales son las palabras -realidades- que permanecerán en la “nueva ciudad”, en la Jerusalén celestial.
Ante el abismo y caos de la nada, el cristiano confía en el ser.
No es lo mismo saber que esperar. Los conocimientos más valiosos no son los científicos, sino los humanos: el sentido de la vida no es un saber científico, pero sí humano.
Cuando ya no sabemos más, esperamos, lo cual infunde una gran serenidad a nuestra alma, a nuestra vida.
Mas por estos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. De la higuera aprendan esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sepan que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que sucede esto, sepan que Él está cerca, a las puertas. Yo les aseguro que no parará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre.
(Mc 13, 24-32).
El ciclo litúrgico está llegando a su fin y las lecturas ponen énfasis en la venida de Jesús como consumador de todo lo creado, realización plena de la historia de la salvación. El lenguaje utilizado es el apocalíptico el cual se sirve de figuras contrastantes para mostrar lo nuevo que va a suceder. En este caso, todo lo que el texto relata de los acontecimientos cósmicos que parece se darán ante la venida del hijo del hombre, tienen la finalidad de mostrar la novedad absoluta de lo esperado y no, el de revelar acontecimientos futuros que sucederán, así como se narran. Lamentablemente por un desconocimiento de los géneros literarios de la Biblia y de interpretaciones que se han hecho de estos textos en el pasado, todavía hoy se predican de manera literal, aprovechando ese lenguaje para causar miedo en los oyentes o para interpretar, por ejemplo, la crisis climática como el cumplimento de estos relatos, haciendo aparecer a Dios como castigador de la creación y del ser humano, cuando, Dios es cuidador de todo lo creado y es nuestra responsabilidad velar por su preservación.
Este texto lo que pretende, con este lenguaje apocalíptico, es mostrar la novedad absoluta que llegó con Jesús -al que se le aplica el título de hijo de Hombre (Dan 7, 13)-, novedad que se está cumpliendo con la puesta en práctica de los valores del reino.
El pasaje bíblico continúa con la figura de la higuera con la cual Jesús invita, haciendo la comparación entre el conocimiento del florecer de la higuera anunciando el verano lo que ellos deben hacer con el tiempo presente: interpretar lo que está sucediendo, la novedad que Jesús ha traído, de manera que se pueda llevar a feliz término la salvación anunciada por Él. Con los términos de hoy, podríamos decir, saber interpretar los signos de los tiempos, en una actitud vigilante que nunca ha de faltar para identificar lo que es del reino y lo que lo contradice.
Por lo tanto, el tiempo presente es una llamada a mantener la esperanza en el cumplimiento de las promesas hechas por Dios que ya se están realizando en nuestra historia, manteniéndose vigilante y actuando coherentemente porque, aunque no sabemos -ni debemos pretender saberlo porque ni los ángeles, ni el Hijo lo saben- cuando se dará la consumación definitiva de todo en Dios, ya están aconteciendo los valores del reino y confiamos que llegarán a la plenitud en el tiempo propicio de Dios que solo Él conoce.
Comentario a la lectura evangélica (Marcos 13, 24-32) del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario.
Y llegamos.
Este es el fin. O el principio del fin. O más o menos.
Pero aquí estamos.
Al leer la página del Evangelio de hoy sentimos que se nos aprieta el corazón y nuestra mente empieza inmediatamente a proyectar imágenes de escenas catastróficas, de meteoritos que causan una destrucción total. E incluso los signos de los que habla Jesús parecen hacerse realidad.
Guerras interminables, miseria rampante, la otra pandemia… la de la injusticia que aún no ha sido derrotada, los pobres del mundo presionando para entrar en lo que creen que son tierras de fortuna, violencia, falta de respeto, agresividad, ira, oposición incluso dentro de la Iglesia y entre sus líderes…
Sí, yo diría que es esto: es realmente el fin del mundo.
Muy cierto. Es el fin de este mundo.
De un mundo construido sobre el engaño, el narcisismo, la chulería.
El fin.
Porque ya ha comenzado otra Historia, la verdadera, la que se esconde detrás de las cosas que nos parecen evidentes. Sólo es cuestión de saber leerla.
La comunidad de Marcos, el evangelista que nos ha acompañado este año, atraviesa graves dificultades: el Imperio Romano atraviesa una profunda crisis, parece estar en disolución. La situación es muy parecida a la que vivimos actualmente, de fin de imperio, de transición de era. Algunos exégetas afirman incluso que Marcos ha reabierto su obra terminada para incluir un nuevo capítulo, el decimotercero, creado precisamente para tranquilizar a los discípulos.
El lenguaje es el que se usaba en la época de Jesús, hecho de imágenes enigmáticas e hipérboles, que no hay que tomar al pie de la letra, sino interpretar correctamente. Y es un mensaje de esperanza que no asusta sino que tranquiliza: caen las estrellas, es decir, los astros venerados por las religiones paganas.
No habla del fin del mundo, sino del declive del paganismo, de una fe que ve en las estrellas una amenaza o una divinidad. Cae el imperio, ciertamente, pero también una visión superficial y supersticiosa de ver a Dios. Ya era hora.
La pequeña fe cristiana está protegida por su Señor, no tiene nada que temer.
Sus comunidades incipientes son el brote tierno de la higuera que por fin da fruto.
No como la estéril del templo. Sino la frondosa a cuya sombra escrutamos la verdad y la belleza de la Palabra.
La fe sigue ahí, ciertamente, pero a menudo superficial y emocional, mezquina y mundana, pendenciera y partidista.
Y atacada y asediada por otras formas de ver el cristianismo, a menudo como una amenaza o la pesada herencia de un pasado que hay que superar.
Con toda confianza, dice Marcos, lo que se derrumba son las estrellas, no la Iglesia.
Sí las Iglesias atrincheradas en sus posiciones…, no las comunidades que no reducen la fe a un legado social.
Incluso en nuestra fe, lo que se derrumba es lo que hemos añadido, a menudo apartándonos del Evangelio o incluso traicionándolo.
Derrumbar lo inútil. Permanece lo esencial y lo verdadero.
¿Y si todo lo que hemos vivido, el inmenso amor que hemos experimentado y volcado en nuestras acciones fuera para enfrentarnos ahora a esta oscuridad y no ceder al desánimo?
Más aún.
Los ángeles vienen de los cuatro puntos cardinales para reunir a los discípulos.
Y conocen a muchos, incluso a más de cuatro. Hombres y mujeres que viven en profecía, que animan, reúnen, motivan, socorren. Tantos que preceden y suscitan la venida del Hijo del Hombre, del Mesías en el que hemos creído y que sin duda volverá con gloria.
Ángeles que encontramos cada día, cada domingo, que reúnen, en lugar de dispersar, que construyen, en lugar de demoler. Ángeles que llenan.
Calma.
¿Cuándo sucederá? ¿Cuándo veremos volver al Señor? ¿Cuándo la penumbra que se desvanece en el mundo se convertirá en gloria y en la manifestación final de Dios?
No lo sabemos, no podemos saberlo, no debemos saberlo.
Sólo podemos mirar a la higuera, el último árbol que echa hojas, justo antes del verano.
La higuera, en la Escritura, llama siempre a la Palabra, a la Escritura que es dulce al paladar como el fruto de la higuera. Y Jesús llama a todos a acoger la Palabra que habita, que perdura.
Y nosotros, aquí, después de dos mil años, seguimos escrutando la Palabra, saboreándola, maravillándonos de ella, dejando que invada nuestros corazones, que invada nuestras mentes.
Permanece, fruto dulce a nuestro paladar, que nos habita y nos ilumina, que nos anima y nos espolea, que nos alivia y nos motiva, que nos acompaña para que podamos volar alto y ver. Ver la obra de Dios manifestándose, inexorable, en el despliegue del caos.
En otro lugar.
Jesús nos advierte: construir el Reino no es necesariamente sencillo, no es un pasaje de gloria en gloria, dejarse abrumar por el Evangelio e iniciar el camino del discipulado significa colocarse en una actitud de cambio perpetuo, luchar para hacer frente a las contradicciones de uno mismo y del mundo. El Reino sufre violencia, no se manifiesta con oleadas oceánicas y obras milagrosas.
En el signo de la contradicción, del cansancio, el Reino se manifiesta, entre el ya sí y el todavía no, alejándose de la lógica gerencial del éxito mensurable que, por desgracia, a veces se cuela incluso en la lógica eclesial.
Los ángeles reúnen a los discípulos de los cuatro puntos cardinales, se reúnen y sostienen a los que afrontan con serenidad la construcción del Reino. Sólo la Palabra y la certeza de haber experimentado a Dios o sentido su presencia nos mantienen en pie en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios.
Necesitamos recordarlo, en este tiempo de recepción del Sínodo sobre la sinodalidad, salir de la lógica del mundo para asumir la mirada de Dios sobre nosotros mismos, sobre el mundo y sobre la historia.
No, los cristianos no hablamos del final del mundo, sino del sentido y de la meta del mundo.
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