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¿Qué belleza salvará el mundo? Templos y mercaderes

Viernes, 15 de marzo de 2024

IMG_3083El lector que lo desee puede saltar este párrafo introductorio, simplemente biográfico. Nací a menos de un cuarto de hora, andando, de la Sagrada Familia, ideada y comenzada por Gaudí. De pequeños íbamos a jugar allí y los domingos de Ramos acudíamos a la bendición de palmones. Mi familia participó en las campañas de donativos para ese templo expiatorio que sólo se podía construir con limosnas o dones anónimos, pequeños y, obviamente, voluntarios. Gaudí quiso que los retablos, las catequesis para los obreros y los vecinos, se viesen y se entendiesen desde fuera; dentro, la luz, la belleza, el misterio. Todo era bello. Ha tardado tiempo en levantarse y aún no está acabada. Debe ser así. En 1982 obtuve plaza de funcionario (esto viene a cuento de algo posterior), ahora pensionista. Durante veinte años he enseñado Ética social y empresarial en una facultad universitaria y por lo mismo he publicado (hemos) centenares de páginas sobre estos temas. Reconozco que Caritas in veritate, la encíclica de 2009, modeló mucho mi pensamiento actual sobre el tema de la sociedad civil. Fue enriquecedor conceptual y anímicamente. Somos sociedad civil, ahí jugamos nuestra partida. Antes fueron Ecclesiam suam, Populorum progressio y Sollicitudo rei socialis.

En el Idiota de Dostoievski, un personaje ateo, Hipólito, pregunta con chanza al príncipe Myskin sobre la belleza que salvará al mundo. El príncipe idiota no responde, sostiene con ternura la mano de un moribundo. Es el amor a los diferentes el que salva el mundo. Dios salva en esa forma y nos la ha señalado. Esa es la belleza que salva el mundo, parece responder Myskin. La frase a veces se ha reducido. No es una afirmación, “la belleza salvará”, sino una pregunta “¿qué belleza salvará?”. La respuesta es el silencioso amor al prójimo. La belleza salva, como la verdad y la bondad. Amar y servir.

Todo esto viene a cuento de la posible e indeseable mercantilización de nuestros templos, de las iglesias. Estamos avisados, pues nos lo advirtió el Señor: “no convirtáis en mercado la casa de mi Padre” (Jn 2: 16) con una referencia al profeta Zacarías (14:21, las traducciones difieren entre mercaderes e idólatras). Seguimos equivocándonos en eso. Las iglesias forman parte del entramado de la sociedad civil, no juegan en el terreno ni del mercado ni de los poderes públicos. Ni sólo están en el mercado ni son un apéndice administrativo. Nos cuesta mucho entender que no hay sólo dos espacios: mercado y Estado, sino tres. Nos cuesta más actuar, ser y estar en el terreno de la sociedad civil, de la iniciativa social, pero ¡es el nuestro!, además de la polis y de la plaza del mercado. En el caso de las instituciones de iniciativa social de la iglesia, de la que tan rica ha sido nuestra sociedad civil catalana (o la italiana septentrional, como mostró R. Putnam en su Capital social; otros autores también han usado el concepto en un sentido distinto; ahora eso no importa) sucede algo que hay que ver a tiempo: no debemos reducirnos ni a la lógica mercantil, ni a la lógica estatal-administrativa. No tengo ninguna alegría cuando cuentan que un colegio de una pequeña ciudad comarcal pasa a ser escuela pública estatal y sus maestros y profesores pasan a ser funcionarios. Las escuelas de las escolapias o de los escolapios, por poner unos nombres muy de la tierra, habría otros, que tanto han estructurado nuestro país, han sido y son esenciales, si quieren jugar en el terreno propio, el de la sociedad civil. Nos descapitalizamos del capital social, luego perderemos, ya lo estamos malbaratando, el capital simbólico. Un empobrecimiento anunciado.

No podemos cobrar por entrar en los templos. Si quien allí acude lo hacer para rezar, alabar o hacer reverencia a Dios nuestro Señor, entonces lo que tenemos que ofrecer es un espacio con puertas abiertas, acoger y bendecir los que traspasan el umbral y el atrio. ¡Ojalá nuestras iglesias fueran siempre casas de puertas abiertas, sin peajes, siempre, para todos! En todo caso gratuidad para quien llega, sin preguntar, gratuidad y agradecimiento para quien recibe en la tienda del encuentro, en la morada, en la shekinah.

En lugar de gratuidad, cobramos. Estamos en esa “pendiente resbaladiza”, la del padre de la mentira. Si para ver la belleza, porque se ha hecho una inversión, faltaría más, cobramos, hemos empezado a caernos. El pequeño logo de la entidad de crédito ya está allí, agazapado, mirando nuestra ingenuidad. Habéis caído en la trampa mercantil, os había mercantilizado y habéis hecho una vez más del espacio de la gratuidad, un espacio del intercambio interesado. Nos lo habían dicho, pero finalmente hemos sucumbido. El lector “realista”, quizá sólo un cínico pragmático, con sonrisa velada y un tanto displicente, nos mira ahora y nos dice: tal iglesia o tal otra, en tal catedral o en tal otra cobran, ¿no íbamos a hacerlo nosotros también? El realismo tomista es otra cosa. Es el de L’atttesa della povera gente de Giorgio La Pira en 1950. Ése es el realismo tomista, no el “realismo” financiero-capitalista. Hasta hace unos años muchas iglesias estaban cerradas, la gente se acostumbró a no ir allí. Vino el papa Bergoglio, dio un toque y se abrieron más tiempo. ¿Qué nos está pasando?

El enemigo de natura humana es muy amigo de la mentira. Hay que mantener los templos. Es cierto, en Francia los anteriores al siglo XIX los mantiene la República, son cuestión de Estado como hemos visto en Notre Dame de París: al frente de la reconstrucción el Estado puso a un general, el presidente se interesó, los arzobispos sucesivos han ido colaborando. Nuestra Constitución, en su artículo 16, defiende la libertad de creencias y de expresión de las mismas, la libertad religiosa (16.1), pero como los poderes públicos son incapaces de proteger y desarrollar por ellos mismos ese derecho, constitucionalmente incompetentes para cumplir con ese derecho fundamental, confían a las iglesias y confesiones su ejercicio. El Estado es aconfesional (Constitución 16.3), no laicista, pero tampoco reconoce una determinada confesión como la mejor, la propia. El Estado español (por supuesto, la Generalitat es Estado) no es confesional. Ésa es la razón de que una parte pequeña de nuestros impuestos pueda ir a atender esa necesidad: el ejercicio de la libertad religiosa. Esa y no otra es la razón. La publicidad eclesiástica es ambigua y, por tanto, mendaz. No pagamos nuestros impuestos para obras sociales católicas, por necesarias o beneméritas que sean; no subvencionamos escuelas, colegios o universidades, comedores populares, residencias u hospitales. Ni un duro, ni un euro, de lo que pudiéramos aportar los ciudadanos va ahí, sino sólo a lo que en los siglos XIX y XX con los gobiernos liberales y hasta la segunda República se llamó “presupuesto de culto y clero”. Nuestra posible aportación sirve para que el Estado recaudador traspase a las diócesis, ahora de forma centralizada en la conferencia episcopal, una cantidad global. Pero el Estado no financia a la Iglesia católica, ni a ninguna otra confesión. No puede, sencillamente no puede hacerlo legalmente. De igual forma, no puede no apoyar la realización efectiva de la libertad religiosa y por eso las administraciones públicas (central, autonómica como el Govern de Catalunya, municipal, provincial…) colaboran con las iglesias y confesiones en atender un derecho fundamental de quienes quieren servirse de él o desean que esté protegido. Esta casilla tiene sus orígenes en el acuerdo del 3 de enero de 1979 entre la Santa Sede y el Estado español, a través del cual se establece un sistema de colaboración para sostener a la Iglesia católica a través de una asignación tributaria. Mediante la disposición adicional 18ª de la ley 42/2006 del 28 de diciembre, de los presupuestos generales del Estado para el año 2007, se estableció el nuevo sistema que sigue vigente desde entonces y por el cual la Iglesia dejó de recibir fondos a cargo de los presupuestos y, a partir de ese momento, los contribuyentes podían pueden elegir la casilla de actividades de interés social, la casilla para el sostenimiento de la Iglesia en España o ambas. En 2020 (ejercicio de 2019) 1/3 de los contribuyentes marcó la casilla, un segundo tercio (1/3) marcó las dos casillas o sólo la de “actividades de interés social” y otro tercio (1/3) dejó ambas en blanco.

En otros países la forma es parecida y en otros no existe tal trasferencia. Por ejemplo, en Italia sí existe algo parecido; en Estados Unidos no lo permite la primera enmienda de su constitución (1791); el caso de Alemania es muy distinto: allí la República federal es la agencia recaudadora de un impuesto eclesiástico, ése sí puede recibir ese nombre, que es mucho más alto en porcentaje que el nuestro y sirve para dotar muchos servicios. El Kirchensteuer llega al 9%. Nuestro 0,7% quedó definitivamente (¿?) establecido por “gracia” (no sé si por justicia: antes el Ministerio se llamaba de Gracia y Justicia) de un gobierno socialista; el Estado seguía comprando el silencio de la Iglesia, todos los gobiernos lo hacen casi siempre: es mejor una Iglesia dócil. En España simplemente el Estado destina una parte de su recaudación, según la voluntad expresada por cada ciudadano, a garantizar un derecho fundamental y lo confía a las iglesias o confesiones. Con la “crucecita”, quienes la ponemos (algunos ponemos las dos) no financiamos ninguna obra de la Iglesia católica, ninguna, sino el culto religioso. Por supuesto, las religiosas y los religiosos no reciben ni un céntimo para sus obras educativas, sociales o asistenciales. Tampoco otras instituciones católicas. Con la “crucecita” decimos al Estado que deseamos que una parte de la recaudación se destine a ese derecho fundamental, no a otra a cosa. Por eso la publicidad eclesiástica, la de la “crucecita”, es errónea y cargada de equívocos. Algún día explotará esa bomba.

No financiamos a la Iglesia ni la conservación de su patrimonio, algo que puede tener otras vías legítimas, claro. Sumen lo que gasta una diócesis en mantenimiento de templos para el culto, en casas rectorales, seminarios o palacios y asimilados, en salarios para sus empleados, prelados, mosenes y seglares contratados para servicios de culto, por ejemplo, sacristanes, no cirujanos de un hospital católico o profesores de una universidad de la Iglesia, y curiosamente será, detraído lo que sea necesario para servicios generales, lo mismo que el Estado aporta a cada diócesis. El presupuesto “de culto y clero”. Eso fue lo que intentó y logró la Santa sede al negociar con el Estado español los acuerdos de enero de 1979, al mismo tiempo, ni antes ni después, en que se estaba “negociando” en la sede de la soberanía popular la Constitución de diciembre de 1978. Eso fue, nada más.

En algunas iglesias ahora se ha descubierto, ¿con qué regulación contable y fiscal?, que los que accedan allá pueden (o deben) pagar, pueden hacer un donativo. Eso es una nueva fábrica de anticlericalismo, siempre más fuerte donde la Iglesia es más fuerte, poderosa, propietaria, gana dineros. Donde la Iglesia está con el pueblo el anticlericalismo es más débil o inexistente. El mapa existe. Desde los tiempos de las cuatro guerras inciviles de los siglos XIX y XX se pude seguir la huella en el mapa de España. La fábrica la estamos poniendo nosotros: nos descapitalizamos y nos arruinamos.

Pues bien, si alguien quiere acceder a nuestras iglesias, ¿debe pagar? Creo que seríamos nosotros quienes deberíamos agradecerle por venir, es decir, acogerle son sencillez evangélica y con misericordia. No podemos poner trabas en un camino hacia Dios, el de la belleza, que cada uno debe poder recorrer cómo y cuándo quiera, sin pagar. La belleza no es propiedad eclesiástica. Las bellas catedrales, las iglesias bellas, si son de alguien es del pueblo. No podemos poner tasas para entrar en ellas. Si ponemos trabas, prostituimos la tienda del encuentro y la convertimos en cueva de mercaderes. El príncipe idiota lo sabía bien. La ternura y la belleza salvan. El dinero, no. 

[Imagen de Freepik]

Fuente Cristianismo y Justicia

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