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Los obispos católicos escandinavos publican una carta pastoral sobre la sexualidad humana que niega la diversidad sexual y a las personas trans.

Miércoles, 29 de marzo de 2023

A83A9365-422A-45F1-BD5A-DE75268C57B5Los obispos de la Conferencia Episcopal Escandinava que engloba a los países nórdicos (decir Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia e Islandia) han publicado una carta en materia de sexualidad, en la que atacan la diversidad sexual afirmando que defienden la “integridad encarnada de la persona” frente a “doctrinas pasajeras”… despreciando, precisamente, esa integridad.

Los ocho miembros de la Conferencia Episcopal Nórdica en la carta, hecha pública el sábado, afirman que “En la actualidad, las nociones de lo que es ser humano y, por tanto, ser sexual, están cambiando. Lo que hoy se da por sentado puede ser rechazado mañana. Cualquiera que apueste mucho por teorías pasajeras corre el riesgo de salir terriblemente herido. Necesitamos raíces profundas”.

Con el mantra tradicionalmente melifluo, piden que “Intentemos, pues, apropiarnos de los principios fundamentales de la antropología cristiana, tendiendo la mano en amistad, con respeto, a quienes se sienten alejados de ellos” prosiguen. ”Le debemos al Señor, a nosotros mismos y a nuestro mundo, dar razón de lo que creemos y de por qué creemos que es verdad”.

La carta pastoral fue leída en las misas de este fin de semana en las iglesias católicas de Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca e Islandia, y firmada por el cardenal Anders Arborelius, obispo de Estocolmo, Suecia; de Noruega, el obispo Erik Varden de Trondheim,  el obispo Berislav Grgić de Tromsø, y el obispo Bernt Eidsvig de Oslo; de Dinamarca, el obispo Czeslaw Kozon de Copenhague; de Islandia, el obispo Dávid Tencer de Reykjavik y el obispo emérito Pierre Bürcher de Reykjavik, y de Finlandia y el padre Marco Pasinato, administrador apostólico de Helsinki.

Nuestra misión y tarea como obispos es señalar el camino pacífico y vivificante de los mandamientos de Cristo, estrecho al principio, pero cada vez más amplio a medida que avanzamos. Os defraudaríamos si ofreciéramos menos. No fuimos ordenados para predicar pequeñas nociones propias” dicen los obispos.

Los obispos explican que hay sitio para todos en la Iglesia, que, según un texto del siglo IV, es “la misericordia de Dios que desciende sobre la humanidad. Esta misericordia no excluye a nadie. Pero establece un ideal elevado”.

La carta pastoral comienza recordando los 40 días y noches de lluvia que inundaron la tierra en tiempos de Noé. Dice que cuando Noé y sus parientes volvieron a pisar la tierra limpia, Dios hizo su primer pacto con el hombre, prometiendo que un diluvio no volvería a destruir la tierra. Dios pidió a la humanidad, en cambio, que reverenciara a Dios, construyera la paz y fuera fructífera, dijeron los obispos. Para ratificar el pacto, Dios creó un signo: el arco iris.

Y con todo su desparpajo afirman que “Este signo de alianza, el arco iris, es reivindicado en nuestro tiempo como símbolo de un movimiento que es a la vez político y cultural” señalan los obispos. “Reconocemos todo lo que hay de noble en las aspiraciones de este movimiento. En la medida en que éstas hablan de la dignidad de todos los seres humanos y de su anhelo de ser vistos, las compartimos”.

Y siguen con lo de siempre: “La Iglesia condena las discriminaciones injustas de cualquier tipo, también por razón de sexo u orientación. Declaramos nuestro desacuerdo, sin embargo, cuando el movimiento propone una visión de la naturaleza humana que se abstrae de la integridad encarnada de la persona, como si el género físico fuera accidental”.

Los obispos también dicen en la carta que protestan porque esa visión se imponga a los niños “no como una hipótesis atrevida, sino como una verdad probada”.

Con un profundo desconocimiento, o quizá muy mala fe, afirman que “La transexualidad se “impone a los menores como una pesada carga de autodeterminación para la que no están preparados”, lamentan los obispos, que califican de “curioso” que en una sociedad intensamente concienciada con el cuerpo, éste se tome, de hecho, demasiado a la ligera y afirman que la gente ahora se niega a ver el cuerpo “como significativo de la identidad, suponiendo que la única identidad importante es la producida por la autopercepción subjetiva, ya que nos construimos a nuestra propia imagen”.

Los obispos explican que, en cambio, hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, tanto en cuerpo como en alma. “La imagen de Dios en la naturaleza humana se manifiesta en la complementariedad del varón y la mujer”, afirma la carta. “El hombre y la mujer han sido creados el uno para el otro: El mandamiento de ser fecundos depende de esta reciprocidad, santificada en la unión nupcial”.

La carta continúa diciendo que la unión de un hombre y una mujer, como imagen de la comunión de Dios con la humanidad, no siempre es fácil o indolora. “Para algunos parece una opción imposible”, reconocen los obispos. “Más íntimamente, la integración en nosotros mismos de las características masculinas y femeninas puede ser difícil. La Iglesia lo reconoce. Ella desea abrazar y consolar a todos los que experimentan dificultades”.

Los obispos nórdicos dicen reconocer que “el anhelo de amor y la búsqueda de la plenitud sexual tocan íntimamente a los seres humanos” y quieren estar ahí para acompañar a todos a medida que crecen gradualmente en sabiduría y virtud. “Estamos llamados a convertirnos en mujeres y hombres nuevos. En todos nosotros hay elementos de caos que necesitan ser ordenados. La comunión sacramental presupone un consentimiento coherentemente vivido de los términos de la alianza sellada con la Sangre de Cristo”.

Contradiciendo seriamente la postura del papa Francisco, eñalan que las circunstancias pueden significar, por tanto, que un católico no pueda recibir los sacramentos durante un tiempo. Pero “no por ello deja de ser miembro de la Iglesia”. La experiencia del exilio interior abrazada a la fe puede conducir a un sentimiento más profundo de pertenencia. En las Escrituras, los exiliados suelen ser así. Cada uno de nosotros tiene un camino de éxodo que recorrer, pero no caminamos solos.

La carta de los obispos también ofrece algunos consejos a quienes se sienten perplejos ante la doctrina cristiana tradicional sobre la sexualidad.

“Primero: Intenta familiarizarte con la llamada y la promesa de Cristo, para conocerle mejor a través de las Escrituras y en la oración, a través de la liturgia y el estudio de la enseñanza completa de la Iglesia, no sólo de retazos aquí y allá. Participar en la vida de la Iglesia», aconsejan los obispos.

En segundo lugar, tened en cuenta las limitaciones de un discurso puramente secular sobre la sexualidad. Es necesario enriquecerlo. Necesitamos términos adecuados para hablar de estas cosas tan importantes.

La Iglesia, tendrá una preciosa contribución que hacer si recuperamos la naturaleza sacramental de la sexualidad en el plan de Dios, la belleza de la castidad cristiana y la alegría de la amistad, que nos hace ver que una intimidad grande y liberadora puede encontrarse también en las relaciones no sexuales”.

A continuación, podéis leer la traducción  al castellano de la carta en su integridad:

Carta Pastoral sobre la sexualidad humana de la Conferencia Episcopal de Escandinavia

Nuestra misión y tarea como obispos es señalar la orientación del camino de los mandamientos de Cristo que son fuente de paz y de vida. El camino es estrecho al inicio pero se ensancha a medida que avanzamos. Ofrecer algo menos exigente sería defraudaros. No hemos recibidos el Orden Sagrado para predicar ideales pequeños de nuestra propia fabricación.

Queridos hermanos y hermanas,

Los cuarenta días de la Cuaresma recuerdan los cuarenta días de ayuno de Cristo en el desierto. Pero esa no es toda la realidad. En la historia de la salvación, los períodos de cuarenta días indican etapas en la obra divina de la redención, que continúa hasta el día de hoy. La primera intervención de Dios fue la que tuvo lugar en tiempos de Noé. Ante la destrucción que el hombre había causado (Gen 6, 5), el Señor sometió la tierra a un bautismo de purificación: «llovió sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches» (Gen 7, 12). El resultado fue un nuevo inicio.

Cuando Noé y los suyos volvieron a poner pie en un mundo completamente depurado por el agua, Dios estableció su primera alianza con todos los seres vivientes. Prometió que una inundación nunca volvería a destruir la tierra. A la humanidad le pidió justicia: honrar a Dios, construir la paz, ser fecundos. Estamos llamados a vivir bendecidos en la tierra y a encontrar gozo los unos en los otros. Nuestro potencial es maravilloso siempre que recordemos quienes somos: «a imagen de Dios hizo él al hombre» (Gen 9, 6). Estamos llamados a convertir en realidad esta imagen a través de nuestras elecciones de vida. Para ratificar esta alianza, Dios puso un signo en el cielo: «pondré mi arco en el cielo, como señal de mi alianza con la tierra. Aparecerá el arco en las nubes, y al verlo recordaré la alianza perpetua entre Dios y todos los seres vivientes, todas las criaturas que existen sobre la tierra» (Gen 9, 13.16).

El signo de esta alianza, el arcoiris, ha sido reivindicado en nuestro tiempo como el símbolo de un movimiento político y cultural. Reconocemos todo aquello que es noble en las aspiraciones de este movimiento. En la medida en que hablen de la dignidad de todo ser humano y su anhelo de ser visto por lo que es, compartimos esas aspiraciones. La Iglesia condena toda forma de discriminación injusta, incluyendo aquellas basadas en el género u orientación afectiva. Discrepamos, en cambio, cuando este movimiento propone una visión de la naturaleza humana separada de la integridad corporal de la persona, como si el género físico fuera accidental. Y protestamos cuando se fuerza esa visión sobre los niños presentándola como una verdad probada y no como una hipótesis temeraria, y cuando se la impone a los menores como una pesada carga de autodeterminación para la que no están preparados. Resulta llamativo que una sociedad tan atenta al cuerpo en los hechos lo trate con superficialidad al no considerarlo como un significante de identidad. Así, se presupone que la única identidad que cuenta es la que emana de la autopercepción subjetiva, la que surge a medida que nos vamos construyendo a nuestra imagen.

Cuando profesamos que Dios nos creó a su imagen, esa imagen no sólo se refiere al alma: está misteriosamente inscripta en el cuerpo también. Para los cristianos el cuerpo es una parte intrínseca de la personalidad. Creemos en la resurrección de la carne. Ciertamente «todos seremos transformados» (1 Cor 15, 53). No podemos aún imaginar cómo serán nuestros cuerpos en la eternidad, pero con la autoridad de la Biblia, fundada en la tradición, creemos que la unidad de espíritu, alma y cuerpo ha sido hecha para perdurar y no tiene fin. En la eternidad seremos reconocibles como quienes somos ahora y los conflictos que aún impiden un pleno desarrollo de nuestro verdadero ser habrán sido resueltos.

«Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15, 10): san Pablo tuvo que luchar contra sí mismo para pronunciar esta profesión de fe. Con frecuencia, esto nos sucede también a nosotros. Somos conscientes de todo lo que no somos: nos concentramos en los dones que no recibimos, en el afecto o en el apoyo del que carecemos. Esta situación nos llena de tristeza. Queremos compensarla y, aunque a veces sea razonable, a menudo resulta inútil. El camino hacia la aceptación de sí mismo pasa por confrontarnos con la realidad. Nuestras heridas y contradicciones están comprendidas en la nuestra realidad vivida. La Biblia y las vidas de los santos nos muestran como nuestras heridas, por la gracia de Dios, pueden volverse una fuente de sanación para nosotros y para los demás.

La imagen de Dios en la naturaleza humana se manifiesta en la complementariedad de lo masculino y lo femenino. El hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: el mandato de ser fecundos depende de esta relación recíproca, que es santificada por la unión matrimonial. En la Escritura, el matrimonio de un hombre y una mujer se convierte en imagen de la comunión de Dios con la humanidad, que encuentra su perfección en el banquete de bodas del Cordero en la consumación de los tiempos (Ap 19:7). Sin embargo, esto no significa que para nosotros esta unión nupcial sea sencilla y desprovista de sufrimiento. Para algunas personas parece incluso una opción imposible. En nuestra intimidad, la integración interior de las características masculinas y femeninas puede resultar ardua. La Iglesia es consciente de esto. Ella desea acoger y consolar a todos aquellos que experimentan dificultad en este ámbito.

Como obispos vuestros queremos decir esto claramente: estamos a disposición de todos para acompañar a todos. La aspiración al amor y la búsqueda de una sexualidad integrada tocan a los seres humanos en su fibra más íntima. Es un aspecto en el que somos vulnerables. El camino hacia la plenitud requiere paciencia pero hay alegría en cada paso hacia adelante. El paso de la promiscuidad a la fidelidad, por ejemplo, es ya un salto enorme, independientemente de que esa relación, ahora fiel, corresponda enteramente o no al orden objetivo de una unión nupcial bendecida con el sacramento. Toda búsqueda de plenitud e integridad merece respeto y debe ser sostenida. El crecimiento en sabiduría y virtud es orgánico, ocurre de modo gradual. Al mismo tiempo para que el crecimiento tenga fruto debe estar ordenado a un fin. Nuestra misión y tarea como obispos es señalar la orientación del camino de los mandamientos de Cristo que son fuente de paz y de vida. El camino es estrecho al inicio pero se ensancha a medida que avanzamos. Ofrecer algo menos exigente sería defraudaros. No hemos recibidos el Orden Sagrado para predicar ideales pequeños de nuestra propia fabricación.

La Iglesia es fraterna y hospitalaria, hay lugar para todos. Un texto antiguo declara que la Iglesia es «la misericordia de Dios descendiendo a la humanidad» (Cueva de los tesoros, midrash arameo del siglo IV). Esta misericordia no excluye a nadie, pero fija un ideal elevado. Este ideal está expuesto en los mandamientos, que nos ayudan a crecer más allá de angostas nociones de nuestra identidad. Estamos llamados a convertirnos en hombres y mujeres nuevos. Todos poseemos aspectos caóticos de nuestra persona que necesitan ser ordenados. La comunión sacramental presupone una vida vivida de manera coherente en conformidad con la alianza sellada por la Sangre de Cristo. Puede suceder que las circunstancias de vida de un fiel católico le impidan, por un tiempo, recibir los sacramentos. Él o ella no deja por eso de ser un miembro de la Iglesia. La experiencia del exilio interior vivida en la fe puede conducir a un sentido de pertenencia más profundo. Esto es lo que sucede frecuentemente en los exilios bíblicos. Cada uno de nosotros tiene que recorrer su propio éxodo, pero no caminamos solos.

En tiempos de prueba el signo de la alianza primigenia de Dios nos envuelve. Nos llama a buscar el sentido de nuestra existencia, no en los fragmentos de luz refractada del arcoiris, sino en la fuente divina de todo el espectro, completo y maravilloso, que proviene de Dios y nos invita a volvernos semejantes a Él. Como discípulos de Cristo, que es la Imagen de Dios (Col 1, 15), no podemos reducir el signo del arcoiris a algo menos que el pacto vivificante entre el Creador y la criatura. Dios nos ha ofrecido «preciosas y sublimes promesas, para que, por medio de ellas, [seamos] partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). La imagen de Dios impresa en nuestro ser demanda la santificación en Cristo. Cualquier noción del deseo humano que sea inferior a este estándar es insuficiente desde un punto de vista cristiano.

Ahora bien, en la actualidad las ideas de lo que es el ser humano y su carácter sexuado se encuentran en un estado de fluidez. Lo que se da por descontado hoy puede ser rechazado mañana. Quien se aferre demasiado a teorías pasajeras corre el riesgo de salir muy lastimado. Por el contrario, necesitamos raíces profundas. Intentemos entonces hacer nuestros los principios fundamentales de la antropología cristiana a la vez que nos acercamos con amistad y respeto a aquellos que se sienten alejados de ellos. Dar testimonio de aquello en lo que creemos y por qué creemos que es verdadero es nuestro deber ante el Señor, antes nosotros y ante el mundo.

La enseñanza cristiana sobre la sexualidad causa perplejidad en muchos. Ofrecemos un consejo amistoso a esas personas. En primer lugar, recomendamos familiarizarse con la llamada y la promesa de Cristo: conocerlo mejor en la Escritura y en la oración, a través de la liturgia y del estudio de la enseñanza integral de la Iglesia, y no de fragmentos encontrados aquí y allí. Participad de la vida de la Iglesia. La amplitud de las preguntas iniciales se ensanchará así, dilatando vuestra mente y vuestro corazón. En segundo lugar, sed conscientes de las limitaciones de un discurso puramente secular sobre la sexualidad. Este discurso necesita ser enriquecido. Necesitamos un vocabulario adecuado para hablar estos temas tan importantes. Tendremos una preciosa contribución para aportar si recuperamos la naturaleza sacramental de la sexualidad en el plan de Dios, la belleza de la castidad cristiana, y la alegría en la amistad. Esta última nos permite descubrir que una intimidad grande y liberadora también puede encontrarse en relaciones de carácter no sexual.

El fin de la enseñanza de la Iglesia es habilitar el amor, no impedirlo. Al final de su prólogo el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 repite un texto del Catecismo Romano de 1566: «Toda la finalidad de la doctrina y de la enseñanza debe ser puesta en el amor que no acaba. Porque se puede muy bien exponer lo que es preciso creer, esperar o hacer; pero sobre todo debe resaltarse que el amor de Nuestro Señor siempre prevalece, a fin de que cada uno comprenda que todo acto de virtud perfectamente cristiano no tiene otro origen que el amor, ni otro término que el amor» (CIC, 25; cf. 1 Cor 13.8). Es por este amor que el mundo fue creado y nuestra naturaleza formada. El ejemplo de Cristo, su enseñanza, su pasión salvadora y su muerte manifestaron este amor que reina victorioso en su gloriosa resurrección, que celebraremos con gozo durante los cincuenta días de la Pascua. Que nuestra comunidad católica, tan polifacética y colorida, pueda dar testimonio de este amor en la verdad.

Mons. Czesław Kozon, Obispo de Copenhague (Dinamarca), Presidente
Card. Anders Arborelius OCD, Obispo de Estocolmo (Suecia)
Mons. Peter Bürcher, Obispo emérito de Reykjavík (Islandia)
Mons. Bernt Eidsvig Can.Reg, Obispo de Oslo (Noruega)
Mons. Berislav Grgić, Obispo-Prelado de Tromsø (Noruega)
P. Marco Pasinato, Administrador Diocesano de Helsinki (Finlandia)
Mons. David Tencer OFMCap, Obispo de Reykjavík (Islandia)
Mons. Erik Varden OCSO, Obispo-Prelado de Trondheim (Noruega)

Fuente Conferencia Episcopal de Escandinavia

 

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