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Orar donde la vida duele. De profundis, vigilia de Pentecostés

Sábado, 4 de junio de 2022

E01D6E45-808A-469C-8C02-23EE30401033Del blog de Xabier Pikaza:

En la antigua liturgia cristiana, la Vigilia de Pentecostés está marcada por el descenso de Cristo al infierno, es decir  a los “infiernos de una humanidad vencida por el hambre y sed, la opresión, violencia y muerte de una historia de Dios que los hombres estamos destruyendo.

En esa línea, Iglesia oriental sigue representando el cumplimiento de la pascua y la espera de Pentecostés  con la imagen de Jesús que desciende a las profundidades de la historia de muerte y opresión humana) para liberar a todos los  condenados del infierno de opresión del mundo para hacerles participantes de su resurrección.

He desarrollado este “artículo” central de la fe en diversos libros, en especial en el Diccionario de la Biblia.  Lo he uelto a desarrollar para la revista “orar”,num  330, año 2022.Desde ese fondo quiero presentar hoy dos breves reflexiones que no sirven para exponer el tema en su totalidad, sino para situarlo.

| X Pikaza Ibarrondo

La cárcel de la historia, lugar de Dios, en espera de Pentecostés.  Una reflexión desde Mt 25, 31-46   

 Al final de su lista de los necesitados humanas, tras los hambrientos-sedientos-extranjeros-desnudos-enfermos, como para indicar que en ellos se condensan y culminan todos los “males de Dios”, Mt 25, 31‒46 presenta a los encarcelados, esto es, a los hombres y mujeres a quienes la sociedad encierra (expulsa) como peligrosos. Precisamente ellos aparecen así como más cercanos a Jesús, Hijo de Dios que ha sido expulsado de la “viña” (de la buena sociedad) y condenado a muerte, pues no cabe en la “casa” de la “buena” sociedad dominadora (cf. Mt 21, 43).Para liberar a los encarcelados de la historia humana se ha encarnado de Dios. Por eso, la fiesta de Dios culmina en este Pentecostés de la liberación universal.

Sin duda, algunos encarcelados representan un peligro para la vida de los demás (por perturbación psíquica o tendencias agresivas/homicidas insuperables), y no es sensato que queden sin más en libertad.

Pero la mayor parte de los encarcelados de este mundo son enfermos y víctimas de una falta de educación y de una violencia social.

Todos los encarcelados de la historia de la humanidad son víctimas de la opresión de lo diabólico, y Cristo se ha identificado con ellos para ligerarlos del infierno del mal y de la  muerte

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  Jesús se identifica con todos ellos, y así quiere ofrecerles (recibir en ellos) una presencia humana de cuidado.

Jesús no define el posible pecado moral y social de esos encarcelados, ni instituye una dinámica de tipo judicial, para saber si son o no culpables (cf. Mt 7, 1), sino que pide a sus seguidores y a todos los que quieren responder en amor a la presencia del Dios Trinidad que les visiten/atiendan (les cuiden), definiendo así la cárcel como “casa trinitaria”.  Así se expresa la gran paradoja del evangelio:

Jesús pide a los hombres que visiten/ayuden a los encarcelados, no que les “castiguen” ni que les condenan. En esa línea, los cristianos están llamados no sólo a perdonarles (en el caso de que sean culpables), sino a servirles con su visita y cuidado personal. Eso significa que ellos no pueden condenarles, mandándoles a un tipo de infierno, que sería ya irrecuperable, sino que han de entender la cárcel como espacio de ayuda a los necesitados y como lugar de terapia para los culpables, es decir, como “casa activa de la Trinidad”, laboratorio de amor.

 Ese mismo Jesús que pide que perdonemos y salvemos a los encarcelados se ha encarnado en la cárcel y muerte de la historia humana… para liberar a todos los hombres y mujeres de la historia humana, iniciando en Pentecostés un camino de liberación universal.

Entendido así, este pasaje (Mt 25, 31-46) nos deja en manos del misterio más hondo de la vida.

(a) Por un lado, el Dios de Jesús (Casa abierta de la Trinidad) se hace presente en los que sufren (hambrientos, sedientos…), y de un modo especial en los encarcelados, y así quiere ayudarles, liberarles de su perdición y acogerles en su casa.

(b) Pero, al mismo tiempo, ese Dios de Jesús de libertad en (por) amor no quiere salvarnos desde fuera (sin nosotros), sino que ha querido iniciar en y don nosotros, por medio del Espiritu de Dios (su Espíritu) un camino de liberadión universa que sea nuestro, humano, dentro de la misma historia.

‒ Éste es, por un lado, el Dios del poder-supremo que entra (se encarna) en el lugar de mayor miseria (en la cárcel), invitándonos a seguirle, desde allí, acompañando a los encarcelados, pues él es el Dios que les libera (Lc 4, 18-19) y ama sin exigirles nada. En esa línea resulta difícil hablar de una cárcel para siempre, de un infierno del que Dios no pueda liberar a los que “quieran” condenarse (¡libremente, no a la fuerza!).

Pero este Dios de la suprema libertad, amor gratuito, que tiene que avisar a los hombres, diciéndoles: ¡Tened cuidado, pues podéis condenaros si es que no ayudáis a los otros! Por puro amor, Dios tiene que indicar a los hombres su riesgo de infierno, advirtiéndoles que puede destruirse si no ayudan a los encarcelados.

 En esta línea, podemos afirmar que Mt 25, 31-46 sólo habla del infierno (es decir, de la cárcel eterna) como aviso para los que no dan de comer ni cuidan los encarcelados,  pues si mantienen esa línea de conducta pueden acabar destruyéndose a sí mismos, en la cárcel que van construyendo con su egoísmo. El Dios de Jesús no quiere en modo alguno la cárcel, y por eso se ha encarnado en los encarcelados para liberarles (pidiendo a los hombres que le ayuden, ayudando a los encarcelados, para crear así la casa de la Trinidad sobre la tierra).

Pero, precisamente por eso, por amor, él proclama su amenaza (¡ay de vosotros!, cf. Lc 6, 20‒26) ante aquellos que no visitan y ayudan a los encarcelados, diciéndoles que pueden destruirse a sí mismos. Ésta no es la “amenaza de Dios”, sino la de aquellos que no quieren a Dios, es decir, a los necesitados de la tierra. No les condena Cristo (¡ha venido a salvarles!), pero tiene que elevar su aviso de amor diciendo que pueden perderse, pues la vida del hombre es gracia y libertad, y el que niega la gracia del amor puede “libremente” condenarse, no por castigo de Dios, sino a pesar del amor de Dios. Éste es el “infierno”: Dios abra su casa trinitaria para todos, pero algunos pueden rechazarla.

2 Orar con (por) los oprimidos,  encarcelados y descartados

Éste es un tema clave de los salmos, en sus dos vertientes: (a) Orar desde el abismo del dolor, de la injusticia y de la muerte, en el borde de la desesperación, como el salmo “de profundis” (Sal 129/130) o el otro aún más intenso y propio del Señor crucificado: “Dios mío ¿por qué me mas abandonado?” (Sal 22/21; Mc 15, 34 par). (b) Orar en comunión (a favor de) los hombres y mujeres del abismo, los hambrientos y sedientos, extranjeros y desnudos, enfermos y encarcelados” (Mt 25, 31-46).

            Esta Oración de Cruz, como llamada dirigida a Dios y como experiencia de vinculación con los crucificados, constituye una  experiencia fundamental de Cristo y de la iglesia, desde el principio del Bautismo (morir en y con Cristo) hasta la Eucaristía (resucitar con el Crucificado, descubriendo sus llagas en las llagas de los crucificados). Ésta es la oración activa, vinculación y compromiso real (personal y social) a favor de los sufrientes, siendo, al mismo tiempo, o “pasiva” (en sentido radical): Contemplar al Cristo no sólo como amigo personal,  sino descubrir y venerar su presencia y acción redentora (acompañarle y ayudarle) en los crucificados de la historia.

            Así lo ha sabido la piedad del pueblo creyente, igual que la experiencia de los grandes orantes como Francisco de Asís o Juan de Cruz. Éste es no sólo el motivo de fondo de Mt 25, 31-46, principio de toda acción de amor (dar de comer, acoger, cuidar, liberar a los pobres), sino también el “argumento” supremo de la mística cristiana, desde los salmos de Israel hasta el mensaje emocionado de los evangelios y de Pablo en el NT. No se trata, simplemente, de contemplar a Dios como misterio separado, sino de verle y venerarle, acompañarle y amarle en los crucificados de la historia.

Algunos han podido minusvalorar esta oracióndel compromiso social objetando que la “ayuda y cuidado” a los pobres es un “activismo” externo, añadiendo que el cristianismo y la oración habrían de ser sólo “otra cosa”, una elevación y encuentro personal, directo, con Dios sin añadido o mezcla de otros objetivos de tipo social e incluso “político”. Pero esa objeción va en contra de la encarnación de Dios y de la unión de los dos mandamientos (amor a Dios y amor al prójimo).

            Así preguntan los “examinados” de la tarde: ¿Cuándo te vimos hambriento, enfermo, oprimido, encarcelado…?  Cada vez que “visteis” (contemplasteis, acogisteis) a uno de estos hambrientos, oprimidos… me visteis a mí Mt 25, 31-46.  Éste es la mística cristiana más profunda, en la línea de aquello que Jesús dice a Tomás (Jn 20): “Mira mis manos clavadas, toca mi costado abierto; así me verás y tocarás cuando veas, acojas y ayudes a los crucificados de la tierra”.

            Éste es la mística del Cristo tierra/carne dolorida (cf. Jn 1, 14), carne hambrienta, ensangrentada. Mística no es sólo ver la gloria del Dios exaltado (de ella pueden hablar otras religiones), sino verle y encontrarle en la carne sufriente de los hombres, como sabe el himno más alto de la kénosis (Flp 2, 6-11).

Esta es la palabra de Mt 25, 38.42: ¿Cuándo te vimos…? Tanto aquellos que han servido-ayudado a los pobres-encarcelados como aquellos que no les han servido preguntan a: Cuándo te vimos(pote se eidomen). Ésta es la pregunta y tema central de la oración cristiana: Que la sociedad en su conjunto (y de un modo especial los seguidores de Jesús) sepan y sientan el “contenido” divino del dolor humano, el valor de la carne sangrante, dolorida, de los “crucificados” de la tierra, a quienes de pensamiento, palabra y obra han de acompañar, acompañando y ayudando así al mismo Dios encarnado.

Éste es el sentido de la oración cristiana, en el doble sentido que ella tiene en Mt 25: Sólo vemos a Dios viendo y amando en verdad a sus pobres. Por eso es necesario comenzar “viendo” de hecho (sintiendo, acogiendo) a los hambrientos-sedientos, extranjeros-desnudos, enfermos-encarcelados, oponiéndose así a una sociedad que tiende a invisibilizarles, para así justificarse a sí misma, en una estrategia defensiva, tratándoles como si no existieran.

            Esa visión de los pobres/oprimidos en Dios es el principio de la oración cristiana, en contra de la tentación de pasar de largo, como si esos “necesitados” no existieran, como si no tuvieran nada que ver con nosotros, como dice la parábola del buen samaritano, al referirse al sacerdote y al levita, que pasaron de largo sin querer “ver” al herido del camino, es decir, sin ver a Dios (cf. Lc 10, 30-37). No se trata sólo de ver a los pobres como puros sufrientes materiales (producto de un destino adverso, resultado colateral de una empresa victoriosa de los “vivos”…), sino de verles como “Dios”, contemplando en ellos a su Cristo, esto es, al mesías de Dios y portador de la salvación.

Esta experiencia radical de ver al Mesías de Dios (Dios mismo) en los necesitados forma parte del mensaje del evangelio, que ha sido preparado a lo largo del Antiguo Testamento (especialmente a través de los profetas) y que ha culminado en la vida y obra de Jesús, centrada en exigencia de ayuda a los enfermos y oprimidos, como indican, de una forma expresa Lc 4, 18-19 y Mt 11, 2-5.

            En contra de cierta tradición que quería que el Mesías nos hiciera capaces de ver al Dios siempre más alto y poderoso (un Dios aislado de los hombres, por encima de ellos), Jesús nos ha enseñado a verle en los hambrientos y sedientos de la tierra. Así lo ha formulado de manera clásica 1 Jn 4, 20 cuando afirma que no podemos amar al Dios que no vemos si no amamos al hermano al que vemos, esto es, al que debemos ver.

             Se trata de mirar y comprender para creer y crear vida con Dios, para vivir en él (cf. Dt 30, 15: Pongo ante ti el bien y el mal, la vida y la muerte, escoge).  Como sabía este pasaje del Deuteronomio (hacia el año 400 a.C.) y como ratificó Jesús al anunciar el juicio, la verdadera visión de Dios es la visión de su presencia en los pobres y excluidos, sabiendo que si no le vemos (si sólo queremos descubrirle en el triunfo egoísta de unos sobre otros) no sólo perdemos a Dios, sino que  podemos destruirnos todos.

 Oración de la vigilia de Pentecostés, esperando y preparando la venida del Espíritu Santo: “de profundis”

             El De profundis (Desde los abismos), Sal 130 (numeración litúrgica 129) ha sido y sigue siendo con el Miserere(Sal 51) un salmo penitencial, pero también y sobre todo un salmo de Vigilia de Pentecostés

   Este salmo no insiste en la expiación (reparación), ni en la penitencia tomada en sentido externo, sino en la experiencia (presencia) más honda de Dios como amor, por encima del pecado, como aquel que acoge y perdona a los hombres, por ser Dios, por ser misericordioso. Este es el salmo de la espera de Pentecostés.

Este es y sigue siendo un salmo que los cristianos cantan o recitan ante el Cristo crucificado, reconociéndose como pecadores que han sido ya perdonados y que así, como perdonados, dan gracias al Dios de Cristo por su perdón y le acompañan en solidaridad de amor agradecido… Este es el salmo que, en la culminación de la Pascua, los cristianos rezan y cantan pidiendo y preparando la venida del Espíritu Santo, desde la profundidad y muerte del mundo:

1 Desde los abismos te grito, a ti Señor (Yahvé);

2 Escucha, Adonaí, mi llamada; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica.

3 Si llevas cuenta de las culpas, Yahvé Adonaí ¿quién podrá resistir?4 Pero tu llevas contigo el perdón, y así infundes respeto.

5 Aguardo anhelante a Yahvé, aguarda mi alma, espera en su palabra;6 mi alma aguarda a Yahvé, más que el centinela la aurora.

7 Aguarde Israel a Yahvé, porque de Yahvé es la misericordia,su redención es copiosa;8 y él redimirá a Israel de todas sus culpas.

Desde los abismos (130, 1-3). Ante Dios, en la más intensa lejanía. Desde la profundidad más absoluta, sin ninguna palabra que matice o reduzca el sentido de esa expresión, como sucede también en latín: De Profundis (desde las profundidades). La tradición ha tendido a concretar esa profundidad e interpretarla como caos, enfermedad, maldición, muerte, infierno (cf. Sal 69, 3.15; Ez 2, 7.34; Gen 1, 2 etc.). Pero el texto original no ofrece ninguna concreción; simplemente dice “desde los abismos”.

            El salmista que así grita no está amenazado por monstruos concretos, ni por seres demoníacos, ni por dolores especiales. Es simplemente un ser humano, que se siente amenazado por el miedo, la angustia, el terror de la muerte, gritando ante Dios, al lado del Cristo que sufre y muere por él. No es un hombre especialmente sometido a servidumbre, ni un enfermo en la raya de la muerte; sólo un ser humano, que se mira y grita desde su abismo, en nombre del Cristo de Dios condenado a muerte:

 – A ti grito, Yahvé, Yah, Adonaí… (130, 1). Nace el hombre de niño, al ver la primera luz, saliendo del seno de la madre, gritando, llorando. No sabe “hacer” nada, simplemente llorar y gritar, con palabras que brotan de su abismo ante la luz que asoma y parece perturbarle, con un gemino que se dirige Yahvé, el Señor, el que es y le hace ser, pidiéndole que le abra un camino en la vida

Escucha mi llamada; estén tus oídos atentos… (130, 2). No se dice quién le ha capacitado para llamar, gritar, suplicar, pero lo cierto es que puede y sabe, descubriendo desde su interior la presencia de aquel que puede escucharle. No llama al Dios que parece superior, siempre más allá, al todopoderoso, sino al Dios Crucificado, el que vive y muere con y por nosotros.

Si llevas cuenta de las culpas, Yah, Adonai ¿quién podrá resistir? (130, 3). Le llama con dos nombres (Yah/Yahvé y Adonai), recordándole (pidiendo), que no le vigile para castigarle, como un acusador, un fiscal, observando sus pecados, sino como Vida de su vida, Amor de sus amores, como bondad suprema.

Esperando el perdón (130, 4-6), la aurora de Dios. Esta estrofa retoma el motivo anterior. Solo el perdón nos permite vivir, sólo la llegada del Dios redentor nos mantiene en la vida.

El futuro de la vida humana es posible únicamente por perdón (130, 4); si Dios vigilara para castigar, según justicia de talión esta humanidad resultaría inviable (nadie podría mantenerse, todo volvería al caos de muerte). Sólo el Dios perdón, encarnado en nuestra vida, puede sacarnos del abismo (~yQIßm;[]M;) en que estábamos gritando. A partir de aquí, en contra de aquellos que afirman que sólo el castigo educa y mantiene el mundo en orden, el salmista declara que el perdón de Dios “infunde respeto” que sólo por perdón podemos vivir, aceptarnos y querernos.

  • Los hombres somos centinelas de la aurora del perdón (130, 5-6). Por eso dice el salmista: “Aguardo anhelante a Yahvé…mi alma aguarda a Yahvé, más que el centinela la aurora”. Estas palabras no son una justificación de lo que existe sobre el mundo, sino una “confesión de esperanza” en el Dios que no quiere castigarnos, sino perdonarnos en amor, de forma que podamos vivir pacificados; es la confesión que los “penitentes” que los penitentes de la procesión del Viernes Santo elevan al Cristo que ha muerto por ellos.
  • Yahvé redimirá a Israel de todos los delitos130, 7-8).El salmo termina en forma de “invitación” dirigida al pueblo, diciéndole que aguarde a Yahvé, esperando no sólo sus dones o beneficios, sino su presencia amorosa, su perdón constane.

Aguarde Israel a Yahvé, porque de Yahvé es la misericordia, la redención copiosa (130, 8). Aguardar es mantenerse a la espera del Dios que es  perdón y fidelidad, rescate y redención.

Y él redimirá a Israel de todos sus delitos, no sólo del exilio o la opresión social, bajo poderes enemigos, sino de todas las culpas y pecados personales.   Según eso, el “De profundis” es testimonio de liberación, de perdón que redime y salva al hombre.

            El “De Profundis” nos dice que vivimos porque “somos perdonados”, porque Dios nos mira para darnos vida, no sólo cuando nacemos, sino a lo largo de nuestra existencia, perdonando nuestras culpas. Esta es la experiencia central del Padrenuestro, donde decimos a Dios que nos perdona, como nosotros perdonamos, sabiendo que él nos perdona primero por medio de Jesús, para que nosotros podamos perdonarnos.   Sólo porque Dios es perdón puede existir vida. Sólo superando el eterno retorno de la venganza podemos mantenernos y esperar sobre la tierra.  Sólo la venida del Espíritu Santo podrá liberarnos del pecado y de la muerte.

 

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