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De mendigo excluido a discípulo de Jesús

Sábado, 5 de febrero de 2022

ciego_03A propósito de  Mc 10,46-52*

José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México)

ECLESALIA, 24/01/22.- “La ceguera, muy extendida en Oriente, provenía, sobre todo, de la oftalmía purulenta y era considerada como castigo de Dios. Aunque la ley recomendaba ayudar a los ciegos, éstos se veían con frecuencia obligados a mendigar. Su curación, rarísima, se consideraba un gran milagro” (así X. Léon-Dufour, Diccionario del Nuevo Testamento, Madrid 1977). Tal es —de manera aproximada— el contexto de Bartimeo, ciego que mendiga en el camino que va de Jericó a Jerusalén.

Jericó —uno de los asentamientos humanos más antiguos del planeta— es un auténtico oasis en la hondonada del río Jordán: situada a unos 250 metros bajo el nivel del mar, la ciudad, llena de palmeras, es obra de la actividad constructora de Herodes el Grande que edificara allí su residencia de invierno. De corte romano, dotada de un anfiteatro y un hipódromo, Jericó es, también, cuartel de las tropas de ocupación romanas, pero, sobre todo, es el lugar de descanso de los peregrinos a la Ciudad Santa que, por no pasar por tierra de samaritanos, hacen un rodeo siguiendo la ruta del Jordán: allí comienza, literalmente, la subida a Jerusalén después de un reposo más o menos largo ora bajo la frescura de los árboles, ora en alguna de las posadas que alojan a los viandantes.

De Jericó, pues, sale Jesús“acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre”: es entonces cuando se encuentra con el ciego Bartimeo. Éste, que sin duda ha oído hablar del Maestro, intuye en él la posibilidad de salir de su estado de calamidad: “…junto al camino, se sienta un ciego que lleva tiempo viviendo en el reino de la oscuridad y que, al oír ahora el rumor de la marcha del libertador, se pone a gritar con todas sus fuerzas pidiendo socorro antes de que la esperanza desaparezca en el horizonte.” (así J. Marcus, El evangelio según Marcos II, Salamanca 2011).

Y sí, Bartimeo grita cada vez más fuerte dando a Jesús, por dos veces, el tratamiento de Hijo de David no tanto en sentido genealógico cuanto en un reconocimiento a su calidad de mesías. Con todo, el ciego no lo tiene fácil: para llegar a Jesús no sólo tiene el handicap de su ceguera, sino la reacción desfavorable de los discípulos y simpatizantes del Maestro que le rodean y que intentan callarle con severidad.Y es que en una sociedad como la de entonces en la que los segmentos sociales vienen a resultar, más que delimitados, cerrados, se da un celo muy agudo para mantener fuera a quienes no pertenecen —no están incluidos— en el grupo. Así y en este caso, un excluido a causa del pecado que le es intrínseco por la ceguera, no es más que un tropiezo en el camino del Galileo a Jerusalén donde, por cierto, esperan que Jesús acabe siendo rey. No es, en modo alguno, la manera de pensar del Maestro que llama junto a sí a Bartimeo.

El mendigo ciego arroja su manto —¿porque le estorba para acercarse a Jesús?, ¿porque ya no le interesan las monedas de limosna que los peregrinos le dejan en él?— y brinca: brinca, dice Marcos, no camina; brinca y queda cara a cara con el Maestro. Y se da el diálogo. Diálogo aparentemente obvio, pero necesario en el relato, primero, para mostrar que, en ese momento, tanto el camino a Jerusalén como los discípulos y acompañantes quedan en un segundo plano: el interés de Jesús de Nazaret es Bartimeo, como si sólo fuese lo único que hubiera en el mundo; segundo, para consignar la petición del mendigo, dicha de un modo entrañable: “El tratamiento arameo rabbuní, que no se traduce, es una acentuación de ‘rabí’ (“mi dueño”) y, para oídos no judíos, encierra un acento majestuoso.” (así J. Gnilka, El evangelio según san Marcos II, Salamanca 1997). Vale apuntar que el vocativo rabbuní solamente es conservado, en los cuatro evangelios, en este caso y en el evangelio de Juan (20,16), en labios de María Magdalena cuando reconoce al Resucitado junto a la tumba.

La petición de Bartimeo no podría ser otra. La respuesta del Maestro —«Vete, tu fe te ha salvado.»— idéntica a la que dieraen unos pocos casos gira en torno, no tanto al poder del mismo Jesúscuanto a la fe del ciego que, a gritos, le ha buscado: de donde la fe, pues, viene a ser el eje del relato. Cabe, entonces, preguntar ¿qué es, en qué consiste la fe de Bartimeo?

Dado que “en las circunstancias sociales de entonces, los ciegos y los cojos se veían obligados a mendigar” (así H. Haag et al, Diccionario de la Biblia, Barcelona 1987), Bartimeo es, qué duda cabe, lo que le corresponde: un mendigo más, con la circunstancia de estar sentado a la vera del camino que va de Jericó a Jerusalén, esto es, ante un ir y venir de tantos peregrinos: muchos han pasado junto a él, de muchos ha recibido una limosna; hasta aquí y por así decir, todo en su lugar. Pero escucha —con ese oído agudo que suele acompañar a la ceguera— en un murmullo distinto el paso de un peregrino que le suscita el deseo de salir de su exclusión: la mera presencia de Jesús le abre la posibilidad de una vida distinta. Entonces lo llama con toda la intensidad que es capaz. Y la reacción de callarle de quienes acompañan al Maestro —discípulos y seguidores— le hacen levantar la voz con más fuerza: ellos quieren que todo siga igual, todo en orden. Bartimeo no, ya no: ha decidido rebelarse y se rebela. Y lo consigue: para él ya no hay más orden establecido, ni destino ineluctable: por esto, ahora ve, ahora es autónomo. Esta es su fe.

El correlato final es que Bartimeo, por su no sometimiento —generada por la cercanía del Maestro— al establishment, entra en la dimensión más formidable a la que pueda aspirar ser humano alguno, liberado de cualquier sometimiento: entrar en el ámbito del Reino de Dios y, como discípulo, seguir existencialmente a Jesús de Nazaret.

Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo.» Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama.» Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante recobró la vista y le seguía por el camino.

Mc 10,46-52

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