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“¿Somos pelagianos sin saberlo?”, por José Mª Castillo

Viernes, 4 de mayo de 2018
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pelagioDe su blog Teología sin censura:

El papa Francisco, en su reciente Exhortación Apostólica “Gaudete et Exultate”, nos hace caer en la cuenta de que, quizá sin ser conscientes de lo que nos ocurre a muchos cristianos, en realidad estamos viviendo nuestro cristianismo a costa de recuperar y dar nueva vida a errores (y herejías), que fueron rechazados por la Iglesia, hace siglos. Pero resulta que ahora, aquellos errores de antaño se están rehabilitando, como si fueran las soluciones que necesitamos.

Por eso el Papa nos habla ahora del “pelagianismo actual”. Cualquier cristiano, medianamente cultivado, sabe muy bien que el pelagianismo es una herejía, que difundió el monje Pelagio, en el s. V. En pocas palabras, lo que enseñaba Pelagio es que no existe el pecado original y negaba la necesidad de la gracia de Dios. Porque el monje Pelagio entendía que la voluntad humana tiene un poder y una autonomía que le basta. De ahí que los pelagianos relativizaban o incluso negaban la necesidad de recibir sacramentos o de observar prácticas religiosas. Justamente lo que ahora piensa y hace mucha gente. Son los que no rezan ni van a misa. Porque ellos están persuadidos de que tienen voluntad y libertad para ser ciudadanos ejemplares. Otra cosa es que lo sean. Porque escandalosos y corruptos, los tenemos en abundancia.

Frente a estas ideas, el papa Francisco insiste, con toda razón, en que los pelagianos (antiguos y modernos) “en el fondo solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a los demás”. Con lo que, a mi modo de ver, los que piensan y viven así, cumplen al pie de la letra lo que dice el Papa. Ellos son los que tienen “la idea de que todo se puede con la voluntad humana”. Esto es lo que piensan y dicen. Pero ¿lo hacen?

Sabemos de sobra que la Iglesia ha ido cambiando en muchas cosas. Pero casi siempre con retraso. Y porque no ha tenido más remedio que cambiar. Por ejemplo, no hace mucho, el conocido historiador Frederic Lenoir nos recordaba que la Inquisición se abolió en el siglo XVIII, pero ¿por qué? ¿Acaso porque la institución tomó conciencia de su abominable comportamiento y decidió enmendarse? No. Simplemente porque ya no tenía los medios que necesitaba su voluntad de dominación. Porque la separación de la Iglesia y el Estado privó a la Iglesia del “brazo secular” en el que se apoyaba para quitarles la vida a los herejes (“El Cristo filósofo”, Madrid, Ariel, 29).

Pues algo parecido es lo que está ocurriendo ahora con esto del “pelagianismo actual”. Me explico. Mucha gente no ha pensado lo que sabiamente ha dicho Peter Sloterdijk: “sin una crítica de la verticalidad no podemos avanzar”. El “sistema vertical” ya no se sostiene. ¿Por qué? Mucha gente no ha caído en la cuenta del cambio seguramente más profundo que estamos viviendo. Un hecho que está cambiado la vida de la gente y que consiste en que el “poder opresor” está siendo sustituido por el “poder seductor” (Byung-Chul Han). Cuando yo veo la cantidad de gente que, por todas partes y a todas horas, va enganchada a la pantallita del móvil, y a eso le hacen más caso que a cualquier amenaza, me digo a mí mismo: ¡Esto es más serio y más determinante de lo que imaginamos!

La religión fue determinante mientras el poder opresor (el pecado, la culpa, el infierno…) tuvo la fuerza suficiente para influir en la vida de los creyentes. Ese poder y esa fuerza se han debilitado y cada día interesan menos y pueden menos. ¿Qué queda en pie? El poder seductor de lo que nos impresiona y nos atrae.

¿Por qué el papa Francisco atrae a tanta gente que ni tiene creencias religiosas? Por una razón muy sencilla. Porque tiene poder seductor. Es verdad que este papa tiene enemigos, sobre todo en los ambientes clericales y tradicionales. Por la sencilla razón de que esos ambientes han vivido, en gran medida, del poder opresor (de Dios, del obispo, del párroco, del pecado y del infierno). En la medida en que los “clericales” y “tradicionales” se quedan sin “poder opresor”, en esa misma medida se ven desarmados y tienen la impresión de que se hunden.

Por el contrario, si leemos y releemos las páginas de los evangelios, lo que allí se palpa es que Jesús tuvo un “poder seductor” irresistible. Lo más claro, en este sentido, es el poder que, en el Evangelio, tiene el “seguimiento” de Jesús. Basta una palabra, ”sígueme”. Eso es todo. Ni un programa de vida, ni un motivo, ni un ideal. Nada (D. Bonhoeffer). Y sabemos que, por la fuerza de esa palabra, la gente dejaba sus casas, sus familias, se olvidaba de comer, perdía toda seguridad…. La fuerza de la seducción era irresistible. Como insoportable fue, para los Sumos Sacerdotes y “hombres de la religión”, el poder seductor de Jesús. Hasta que decidieron matarlo (Jn 11, 47-53).

¿Pelagianismo actual? Como exactamente concluye Francisco, mientras “en cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado veamos presente la imagen misma de Dios”, y les tratemos en consecuencia, el futuro estará cada día más despejado. Una religión así, tiene y tendrá un poder irresistible.

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“¿Quién tiene la culpa de la homofobia?”, por Ramón Martínez

Lunes, 21 de septiembre de 2015
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tumblr_ljbb7pWDc71qezy3vo1_400Un buen artículo, como siempre, que hemos leído en Cáscara Amarga:

Últimamente, y no sin sorpresa, cuando me quejo de la suciedad que continúa impregnando los suelos y los cielos de Madrid o en aquellos momentos en que el servicio de BiciMad me exaspera por su característico mal funcionamiento, encuentro una respuesta habitual: se justifican estas y otras deficiencias de mi ciudad porque “la gente es muy guarra”, “hay gente que hace un uso indebido”, etc. Si bien es cierto que si nadie tirase papeles al suelo no estaría tan sucio, y si nadie tratara de robar bicicletas -y lo consiguiera- sería mejor el servicio -o no, porque es vergonzoso-, no dejo de plantearme hasta qué punto puede culparse a las personas, en tanto que individuos, de los problemas que hemos de padecer todos y todas. Del mismo modo me preocupa también cómo encontrar culpables de la homofobia -y bifobia y transfobia- con la intención, sobre todo, de conocer cuál puede ser el trabajo activista más adecuado para erradicar la discriminación contra las personas no heterosexuales.

Esta semana hemos conocido una investigación realizada en Italia en que se demuestra que la homofobia se relaciona con determinados rasgos de la personalidad, como la tendencia al psicoticismo y la presencia de unos mecanismos de defensa inmaduros. Existe, así, una “asociación notable entre los aspectos disfuncionales de la personalidad y las actitudes homofóbicas”, según señala Emmanuele A. Jannini, uno de los responsables del estudio. Y aunque resulta interesante saber que el odio hacia personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales puede tener un origen evitable con la adecuada medicación, no dejo de recordar uno de los gritos habituales en las manifestaciones contra la violencia de género: “No están locos, son asesinos”.

“Explicamos desafueros y maldades alegando que su causante ha perdido el uso de razón, o que es un sádico cuya enfermedad le hace cometer perversidades” dice Salvador Giner en su estudio sobre la sociodicea, la justificación de la sociedad tal como es, con sus males, o de un mal en particular por resultar necesario para otros fines o considerase inevitable. Parece así que este estudio contribuye de algún modo a la justificación de la homofobia: entendermos que las personas homófobas están enfermas, y entonces merecen nuestra lástima, nuestra preocupación por su mejora, no nuestra condena. Del mismo modo, ante el aumento de agresiones contra lesbianas, gais, bisexuales y transexuales que vemos en las noticias últimamente, no es extraño encontrarse con intentos de justificación del tipo “nuestra sociedad es así” o “siempre existirá la homofobia”. En ellas, cuando es una persona no heterosexual la que pronuncia dichas justificaciones, no puedo sino encontrar la asunción de planteamientos propios de la heterosexualidad dominante que Goffman anunciaba en su estudio sobre el estigma. Cuando es una persona heterosexual quien trata así de justificar el mal, por contra, es apreciable el intento de desinvidualizar la culpa, arrojándola de sí misma a la masa que componen todas las personas. Decir que la homofobia -y la bifobia y la transfobia- forma parte de nuestra cultura no es sino una forma de sociodicea a través de la que el individuo trata de limpiar su reputación arrojando toda sospecha a una entidad supuestamente superior en la que parece no participar. Se traslada del plano micro al plano macro, y se olvida que como individuos somos nosotros y nosotras quienes, con nuestras acciones, construimos una y otra vez esa cultura en la que todos participamos; que somos personas únicas pero estamos atravesadas por esos planteamientos de la masa que nos interrelaciona, como ha señalado Sloterdijk. Tratamos de dormir tranquilos con la excusa de la cultura y olvidamos que, dice Rapport, “culture is no excuse”.

La culpa de la homofobia -y bifobia y transfobia- es una culpa compartida. Si bien es cierto que estamos socializados en una cultura que presenta como convencionales determinadas acciones que entrañan consideraciones negativas sobre la Diversidad Sexual y de Género, depende de todos nosotros, a nivel particular, decidir si seguimos esos supuestos mandatos culturales o no lo hacemos. La cultura se compone de dos cajas de herramientas -buenas y malas- que usar frente a un estímulo, y nos es posible empezar a escoger las buenas. Si nuestra autonomía fuera imposible todo el mundo estaría agrediendo a personas heterosexuales, y todos los maridos matarían a sus mujeres. Si en lugar de justificar los males sociales como la intolerancia nos comprometemos en lo particular y desarrollamos micropolíticas que se opongan a lo “tradicional”, será posible una revolución que erradique el machismo, el toro de la Vega y, por supuesto, la homofobia -y bifobia y transfobia-. Ésa es la parte de trabajo que corresponde a los individuos. “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”, dice la frase falsamente atribuída a Gandhi. A los poderes públicos hemos de demandarles las políticas macro que propicien, entre otras muchas cuestiones, nuestro compromiso en lo micro. Y así será más sencillo limpiar Madrid, porque lo habremos manchado menos, o que funcione BiciMad porque lo estemos usando mejor -quizá, no estoy seguro-, o que se erradique cualquier forma de discriminación.

Tan fácil como dejar de justificar el mal y no volver a insultar a un compañero de clase porque no es gay, lesbiana, bisexual o transexual. Tan fácil como que un instituto cuelgue un cartel fomentando el respeto hacia la Diversidad Sexual y de Género. De eso trata la magnífica campaña de Arcópoli Al Insti igual que tú. Porque si conseguimos que exista un solo adolescente LGTB libre, puede salvarnos a todos; puede salvar nuestra Cultura.

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