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“Soledad que hiere, soledad que sana”, por José Arregi

Jueves, 18 de mayo de 2023
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desiertoDe su blog Umbrales de Luz:

Cuando los compañeros organizadores de este ciclo sobre “espiritualidad y sufrimiento” me propusieron hablar sobre soledad y sufrimiento, lo primero que pensé–como me ocurre con frecuencia– fue en la ambigüedad de los términos, del término soledad en este caso, y en la necesidad de aclararlos. Por ahí empezaré.

Hay una soledad que nos hiere de muerte.“Vae soli!”, “Ay del solo”, dice el adagio latino, extraído de un versículo del sabio bíblico Kohelet: “Ay del solo si cae: no tiene quien lo levante” (Kohelet 4,10). Es verdad: pobre del que camina solo por el monte y cae. Pero ¿no es aun más pobre el que, yendo en compañía, es derribado y abandonado por sus propios compañeros? ¿Y no es también más pobre quien, por la razón que fuere, se va apartando de toda compañía y se va hundiendo hasta la muerte? En definitiva, la “soledad que hiere” es siempre la soledad del aislamiento.

El término soledad expresa también, sin embargo, justo lo contrario del aislamiento, a saber: la absoluta solidaridad que nos constituye, la plena comunión que somos en lo más profundo. A eso llamo “la soledad que sana” y hace vivir. No sé si es muy oportuno que designemos con el mismo término –soledad– cosas tan opuestas y a la vez tan fundamentales, pero así es nuestro lenguaje.

Así nos sucede igualmente con el término “espiritualidad”, que todavía sigue sonando a introspección insolidaria, a interioridad solipsista y apolítica. En estas reflexiones, quiero reivindicar, por el contrario, la espiritualidad como experiencia vital profunda, inseparablemente individual y política, sanadora de las soledades que nos hieren. Y voy a señalar algunos elementos fundamentales de la espiritualidad como soledad-solidaridad sanadora, algunos hitos del camino de la soledad-solidaridad que lleva a la sanación de la soledad-aislamiento.

  1. Mirar con compasión a las caídas en soledad

Junto con la guerra y el hambre y sus terribles secuelas, en este mundo hiperconectado y globalizado, en este mundo de redes y metaversos, la soledad es una de las grandes causas del sufrimiento de los seres humanos.

El panorama es planetario y terrible, y más presente y evidente que nunca en esta era de la digitalización y de la globalización planetaria: la soledad del niño mal querido o abandonado, la soledad de la adolescente que necesita romper su dependencia y no acaba de encontrarse a sí misma, la soledad de quien no llega a querer ni a sentirse querido, la soledad de la familia desahuciada de su casa, la soledad de quien pierde su trabajo y con el trabajo pierde el pan de hoy y de mañana para sí y las suyas, la soledad de las expulsadas de su tierra y de su pueblo por el hambre o por la guerra, la soledad de los enfermos olvidados, la soledad de los deprimidos, la soledad de las ancianas, la soledad de los prisioneros, la terrible soledad de una patera abarrotada y abandonada a su desgracia en medio del mar… La soledad, la soledad, la soledad. Multitudes sin un lugar para vivir en un mundo común.

La soledad hiere hoy más que nunca. Hace unos días, Nuria Larari publicaba un artículo titulado “Me siento más sola que nunca (en la historia de la humanidad)”. Decía, por ejemplo: “Las relaciones se han vuelto más líquidas entre nosotros y más difusas. La ciudad primero e Internet después se convirtieron en auténticas trituradoras de los lazos que nos unían a los demás” (Diario EL PAÍS, 25 de marzo de 2023).

No podemos desviar la mirada y pasar de largo, con toda clase de excusas, como el sacerdote y el levita de la parábola del Buen Samaritano, uno de los relatos más interpelantes, provocadores y conmovedores de la literatura universal. El caminante solitario asaltado y abandonado al borde del camino desmantela todos los argumentos justificadores de este desorden planetario creciente. La soledad y el desamparo de la abandonada grita a nuestros oídos: Quien no se hace prójimo se hace cómplice, y el cómplice pierde su aliento vital.

La primera expresión de la espiritualidad, religiosa o no, consiste en abrirnos con todos nuestros sentidos a esas soledades que hieren: mirar, escuchar, tocar, oler, sentir el sabor de su amargura. Padecer como propia esa soledad hiriente, que las entrañas del ser se remuevan ante el grito de la humanidad caída y de la Tierra amenazada: somos esa humanidad caída, somos esa Tierra desgarrada, somos la madre parturienta y el niño recién nacido de la barca de madera abandonada entre el oleaje.

Esa mirada-sensibilidad integral hecha de compasión es el primer criterio de la espiritualidad: su signo inconfundible y su medida más certera. Nuestra especie humana, y toda esta comunidad viviente de la que formamos parte en nuestro planeta común Tierra, solo tendrá salvación si desarrollamos la sensibilidad espiritual, personal y política, si nos dejamos convocar todos juntos a formar una ola de relaciones globales sanadoras, un tsunami salvador.

  1. Discernir las causas de la soledad que hiere

Quien mira con compasión espiritual no puede sino preguntarse por qué sufre esa persona o ese colectivo al que ve sufrir. “El amor consiste en preguntarle a otro: ¿qué te duele?”, escribió Simone Weil. ¿Por qué sufre la persona que está sola? ¿Por qué la soledad es una de las grandes causas del sufrimiento humano? ¿Sufre acaso por estar físicamente solo? ¿O solo por pensar distinto? ¿O por ser diferente (en su cuerpo, su psicología, su orientación sexual, su opción política, su origen étnico, su creencia o su pertenencia religiosa)?

La mirada espiritual es mirada compasiva, pero la auténtica compasión es lúcida, crítica y activa. La mirada espiritual se pregunta por qué la soledad hiere, por qué tanta gente cae sola y no puede levantarse, por qué se dan todas esas situaciones de sufrimiento mortal en soledad.

Al igual que no por tener más relaciones vivimos más acompañados, tampoco por vivir físicamente solos tenemos por qué sufrir: un 10,4 % de los ciudadanos del Estado Español viven solos, y un 25 % de las casas están habitadas por una sola persona, pero eso a veces es un lujo que para sí quisiera mucha gente que vive sin casa donde estar a solas. Y la peor de las desgracias, peor aun que vivir solo en la calle, puede ser vivir en una casa siendo humillada y maltratada por el compañero. Lo mismo se podría aplicar a tantas otras situaciones de soledad aparente.

Si miramos bien, descubrimos que el sufrimiento de la soledad, la soledad que hiere, no se da por la mera soledad (física, psicológica, política, étnica, religiosa, etc., sino más bien por el aislamiento. Las situaciones de soledad no hieren por la soledad sin más, sino por el aislamiento que las provoca. Y el aislamiento puede deberse a que un individuo o un colectivo se aísla a sí mismo, o a que es aislado por otro o por otros, por la sociedad, el partido, o la institución eclesial, o el Estado o la Comunidad internacional.

El ser humano no es un ser aislado. Cuando Buda dijo que “el ser humano nace solo, vive solo y, muere solo” se refería a la soledad psíquica ilusoria del ego ilusorio. Tiene razón Buda en que la mente humana se engaña cuando fabrica su ego aislado y su autoaislamiento, pero tal vez descuida demasiado la dimensión estructural y política del aislamiento. Ambos (el autoaislamiento mental individual y el aislamiento estructural socio-político) están siempre, sin excepción, inseparablemente relacionados entre sí. Me aíslo porque me aíslan y me aíslan porque me aíslo. Y, sin duda, el factor más palmario y determinante es el aislamiento estructural socio-político. Lo que hunde a un emigrante no es tanto que se encuentre solo, sino que no encuentre a quien le acoja, le socorra, le ayude a integrarse en una nueva sociedad. La desgracia de una persona LGTBIQ+ no es ser como es, sino ser marginado, humillado, abandonado.

La soledad hiere cuando a alguien se le rompen sus relaciones fundantes, cuando se van disolviendo los vínculos que le construyen en su ser profundo, cuando se ve privado de las relaciones que le constituyen. En esa disolución de las relaciones constitutivas consiste el aislamiento. Y esa es la soledad que hiere y duele. El aislamiento destruye la relación, y nos lleva a morir en lo más vivo de nosotros, pues para ser nosotros necesitamos esencialmente el reconocimiento, la aceptación, el afecto de otros. La soledad del aislamiento nos destruye en nuestras raíces, nuestros vínculos nutritivos, nuestra estima y dignidad, nuestra fe y amor de nosotros mismos, nuestro aliento vital, nuestro respiro y esperanza. El aislamiento nos enferma, porque no hay salud física ni psíquica sin relaciones sanas, armoniosas. El aislamiento nos impide respirar, nos hace experimentar la muerte espiritual, porque el espíritu es relación, como la respiración. El aislamiento puede llevar a morirnos físicamente, porque la vida – desde su forma más elemental a la más compleja– se deriva de la relación, de una estructura de relaciones armoniosas.

Hay soledades que hieren, del mismo modo que hay compañías o comunidades que destruyen. De modo que el aislamiento se da tanto en forma de soledad como en forma de compañía. Y puede mucho más doloroso sentirse aislado viviendo en compañía que viviendo solo.

Nadie se siente herido en su soledad si no es aislado ni se aísla. Nadie sufre sin más por ser distinto o hallarse solo, sino por ser separado, abandonado, condenado. En realidad, como luego insistiré, nada está constitutivamente “solo”. Todos los seres son, sí, formas con identidad propia, pero cada forma se constituye a partir de la relación con el universo entero. Así es también entre nosotros, los seres humanos. Nadie está o debería sentirse de por sí aislado, por solo que se halle, pues somos individuos convivientes en comunión profunda con todo. Sin embargo, tanto la relación misma como la armonía entre identidad y relación son, en nuestra especie, más compleja y conflictiva que en ninguna de las otras especies animales conocidas.

¿Qué le pasa a esta especie humana que es capaz de tanta ternura, compasión y empatía, pero capaz también de tanto autoaislamiento suicida y de tanto aislamiento cruel de los demás? No puedo pensar que sea por maldad: nadie aísla a nadie por libre voluntad consciente, sino por falta de verdadera voluntad y de verdadera libertad. Ni podemos pensar, obviamente, como tantas culturas y religiones antiguas pensaron y muchos siguen aún pensando: que nos aislamos y matamos unos a otros por la caída de unos primeros padres de la humanidad que habrían transmitido a toda su descendencia su culpa con sus consecuencias. Y menos podemos pensar que estas consecuencias sean debidas a que habríamos sido expulsados de un paraíso originario por un “Dios” supremo castigador. Vivimos aislados y nos aislamos mutuamente porque estamos inacabados, porque estamos insuficientemente evolucionados, porque aún no hemos llegado a ser lo que somos en el fondo o podemos ser. Pero está en nuestras manos. “Tú puedes”, dice Dios a Caín en el mito bíblico. Tú puedes ser más plenamente tú siendo más plenamente hermano, hermana, de tu hermano.

  1. Acompañar a las personas aisladas

Vuelvo a la parábola del Buen Samaritano, una parábola de la violencia que hiere al mundo y de la projimidad que lo sana, un relato inspirado por el espíritu universal de la compasión subversiva: un samaritano, tachado de hereje o pagano por la religión dominante, “que iba de viaje”, llega junto al herido abandonado, lo ve, siente compasión, se acerca y le venda las heridas después de habérselas curado con aceite y y vino, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a un mesón y cuida de él (cf. Evangelio de Lucas 10,33-34).

Todo está dicho. El “hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó”, que “cayó en manos de los salteadores”, “que, después de desnudarlo y golpearlo sin piedad, se alejaron dejándolo medio muerto”, ese hombre solo es muchedumbre, eres también tú, soy también yo. El sacerdote y el levita del templo que, al verlo, no lo miran ni se acercan, sino que “se desvían y pasan de largo”, ese sacerdote y ese levita son los poderosos, los poderes fácticos, y tanta gente normal que hace su vida y se inhibe porque no sabe o porque no quiere, ese sacerdote y ese levita también eres tú, soy también yo. Apartamos la mirada, damos mil rodeos, pasamos de largo.

Y el samaritano que ve y siente compasión, que se acerca, se hace próximo, prójimo, hermano, que se hace cargo, se encarga del herido y carga con él, esa samaritana puedes ser, eres también tú, y yo, y todas, todos. Todas somos caminantes, vamos de viaje como él, y en el camino nos encontramos con personas heridas, aisladas, abandonadas por personas o por sistemas, por personas y sistemas a la vez.

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