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“Homosexualidad. Las razones de Dios”(4): Resumen Cap. VIII: Razones para una Teología LGTBI

Lunes, 15 de mayo de 2023

29058Cómo anunciábamos, a comienzos del pasado mes de diciembre, el autor de este libro recientemente publicado por la Editorial San Pablo,  nos ofrece una sorpresa, la posibilidad de ir, poco a poco publicando en esta página una serie de reseñas del libro que abran el apetito y las ganas de adentrarse en él…

«Es urgente la necesidad de una Teología más positiva en relación con la sexualidad en general y de la homosexualidad en particular».
Joseph Bernardin, cardenal norteamericano.

Solo el hombre y la mujer homosexual conocen la validez de su experiencia, especialmente de su experiencia amorosa y solo él o ella pueden conectar la misma con su fe en Dios. El amor sentido nos llama a salir de nosotros mismos y el amor al otro, con el otro, en el otro, se puede y se debe convertir en un camino excepcional para experimentar la presencia de Dios.

La comunidad cristiana LGTBI inclusiva debe reflexionar el Evangelio desde lo que es, desde ella misma, abriéndose a lo que el amor de Dios quiera decirle.

Para las personas creyentes, existe una identidad que rebasa y supera la basada en el sexo. Esta Identidad (con mayúsculas) es el poder identificarnos, nada menos que como hijos de Dios, seamos sexualmente lo que seamos.

Si la Iglesia antepusiera esta identidad filial (hijos de Dios) a cualquier otra, el hombre y la mujer homosexuales deberíamos encontrarnos especialmente a gusto y cómodos en la Comunidad eclesial, pues el día que la Iglesia acepte plenamente la identidad bautismal, anteponiéndola a cualquier otra, entonces ni el hijo heterosexual de Dios sentiría rechazo o animadversión por el hijo homosexual de Dios, ni este último podría sentir resentimiento alguno contra el primero.

Al homosexual cristiano le resulta penoso que sea la sociedad laica la que esté proponiendo dichos valores y derribando las barreras existentes, y sea la Institución eclesial la que, precisamente, batalle contra ello.

Juan nos recuerda (Jn 1,12-13) que «los seres humanos no nacen de la sangre de mujer, ni del deseo del hombre, sino que nacen de Dios». Somos sus hijos y el ritual del Bautismo nos lo hace presente, exigiéndonos excluir las categorías que hasta hoy nos dividían, para así verificar una nueva clase singular y especial de pertenencia, invalidando las diferencias identitarias sexuales y de género, y prevaleciendo la identidad fraternal en Jesús.

El Éxodo del pueblo israelita sería la metáfora perfecta del éxodo que hemos de realizar los hombres y las mujeres homosexuales. Israel estaba oprimido por el pueblo egipcio. Nosotros lo hemos estado, durante veintiún siglos, por el «pueblo heterosexual». Israel tuvo que atravesar el desierto de la libertad, camino de la Tierra prometida. La Comunidad homosexual está atravesando el desierto de la libertad hacia la Tierra prometida de la igualdad. Las penurias del pueblo israelí en la travesía fueron enormes, costosas, extremadamente difíciles, al igual que lo es la «travesía» de los homosexuales: rechazo, condena y hasta la misma muerte. Pero lo más importante de todo el proceso es que la liberación de Israel está inspirada en Dios, fundamentada en Él, al igual que lo está la liberación homosexual.

Pero también es necesario dejar atrás el posible rencor que, como oprimidos, podemos sentir hacia quienes nos rechazan, convirtiéndonos así en una comunidad que habrá logrado caracterizarse por su compasión y perdón.

La salida del armario supone, ante todo, salir del «armario interior», salir de una auto-opresión que muchos homosexuales llevan (o hemos llevado) dentro, consecuencia de la cultura heterosexista dominante. Solo si se verifica la auto-salida estaremos dispuestos para la salida social y cultural, que nos ha esclavizado durante siglos. Así estaremos llamados a rehacernos como personas diferentes y a vivir de modo diferente, forjándonos una comunidad diferente con un modo de vida distinto, que nos ayude igualmente a potenciar y desarrollar una sociedad nueva; porque, a diferencia del pueblo de Israel que salió y se alejó definitivamente de Egipto, la Comunidad homosexual seguirá viviendo en la sociedad que la oprimió, ayudándola a lograr su cambio radical hacia una sociedad igualitaria, comprensiva y aceptadora de la más profunda realidad humana.

Desde un punto de vista de fe, ¿qué significado podría tener «salir del armario»? Cuando un hombre o una mujer deciden reconocer y compartir lo que son y a quienes aman, no hacen más que actualizar el «comportamiento eucarístico» de Jesús: este, reconociéndose a sí mismo y a sus amigos lo que es, a continuación, se da a sí mismo en la Eucaristía. Ese es el fundamento de Jesús: reconocerse y darse. Y ese es el fundamento de lo que se viene en llamar «salir del armario»: reconocerse y darse. Reconocer la propia identidad sexual, dándose, igual que Jesús, a todos sin excepción, incluyendo a los que hasta hoy nos rechazaron. Por lo tanto, «salir del armario» nos hace sentirnos hijos de Dios, reconociéndonos seguidores de Jesús, al poder celebrar en nosotros mismos su acción eucarística.

1. Salir de la culpa: «culpar a la víctima».

Como si la persona homosexual hubiese elegido nacer homosexual. Fueron sus padres los que decidieron su creación. Les saliera como les saliera, los únicos responsables son los «creadores», nunca el ser creado. Sin embargo, por elemental que parezca lo expuesto, son muchos los padres y madres cristianas que no dudan en afirmar que su hijo es el culpable de su homosexualidad y, como si fuese una opción libremente elegida (y que puede por tanto dejar de tenerse), rechazan al mismo. Igualmente la Iglesia, que entiende el papel co-creador de los padres con respecto al último Creador (Dios) de la vida del hijo, culpa a este de su orientación sexual, des-responsabilizando a Dios de haber permitido, en su acto creador, la característica homosexual de la persona creada por Él.

Este discurso de «culpar a la víctima» debe ser inaceptable para nosotros, las personas LGTBI y, por tanto, no ya rechazarlo, sino obviarlo, «salir» de él a toda prisa, tal como lo hicieron los israelitas al salir de Egipto.

Además, en el sentimiento de culpa se fundamenta el mayor mal que puede sufrir el homosexual: su homofobia internalizada: «me siento culpable de lo que siento y soy, y por tanto he de rechazarme», vendría a decirle su propia voz interna. Así, el sentimiento de culpa es el arma más potente que la sociedad católica ha usado para intentar «detener» la práctica homosexual y la expansión de esta: «Dios te rechaza y, por ello, nosotros te rechazamos y tú has de sentirte culpable por ello». Este discurso de auténtico terror psicológico debe ser urgentemente contrarrestado por el hombre y la mujer homosexuales con el amor. El amor a sí mismo, dando gracias a Dios por haber sido creados con esta identidad sexual; el amor al otro, ejerciéndolo con la libertad requerida por los hijos de Dios, y el amor a los «acosadores», al fin ignorantes de lo que supone poseer el don con que Dios nos ha bendecido: tener la identidad sexual que Él, con su gracia ha querido otorgarnos. Por tanto, el sentir culpa de haber recibido ese regalo, ese privilegio de Dios, es literalmente absurdo y solo conduce a dar la razón al heterosexual opresor y a su discurso homófobo. Salir del sentimiento de culpa se hace por tanto necesario y urgente.

2. Salida del rechazo a quienes rechazan:

La tentación inmediata del rechazado (en cualquier ámbito) es rechazar al rechazante. Sin embargo, es algo que el homosexual reprobado por la Iglesia y parte de la sociedad tendría que evitar. La Iglesia lo rechaza, pero él no debiera hacerlo.

Así, la Comunidad homosexual cristiana será la nueva levadura que fermente la vieja masa eclesial, adherida a los esquemas de este mundo. Es la Comunidad homosexual la llamada a «contagiar» a la Iglesia de nuevos esquemas que hagan posible la implantación del Reino de Dios. Es imposible todo lo anterior si las personas LGTBI optamos por rechazar a los que nos han rechazado. Los hombres y las mujeres homosexuales tenemos derecho a pertenecer a la comunidad eclesial que nos ha rechazado. Tenemos derecho a permanecer y el deber de hacerlo. Solo permaneciendo en ella podemos aportar a esta los singulares y revolucionarios valores manifestados reiteradamente por Jesús, precisamente los que constituirían su nuevo Reino.

Pero es que tenemos al mismo Jesús como modelo a seguir: Jesús revolucionó literalmente los conceptos básicos de la religión judía; no la rechazó, ni se apartó de ella. Permaneciendo en ella, pudo enmendarle la plana a toda la jerarquía de aquella religión. A los que institucionalmente la representaban y a las leyes que la regían. Desde dentro de la religión judía anunció su propuesta de nuevo proyecto de vida para los humanos.

Jesús criticó duramente bastantes leyes de su propia religión, de su propia «Iglesia» e incluso animó abiertamente a no cumplir todas aquellas que menoscababan la dignidad del hombre o atropellaban sus más elementales derechos. Sin embargo, Jesús siguió dentro de dicha religión y esto le costó la vida, pues no olvidemos que fueron los sumos sacerdotes los que pidieron su muerte. Ese es el ejemplo que nos deja Jesús: no es necesario salir de la Iglesia católica para poder estar en desacuerdo (y actuar en consecuencia) con la parte doctrinal de esta que no reconozca abiertamente la dignidad de las personas LGTB. Y desde luego, jamás abandonarla por el daño que haya causado y siga causando a los hombres y a las mujeres homosexuales. Quien lo hiciera, podría subvertir el propio mensaje de Jesús. Todo lo anterior queda resumido en la petición que nos hace monseñor Olivier: «Permaneced y amad a la Iglesia y, desde dentro, ayudadla a progresar en el reconocimiento de vuestro amor». Los homosexuales debemos alejarnos de la tentación de rechazar a una Iglesia que nos rechaza, al tiempo que denunciamos el compendio de unas directrices que son injustas y opresoras. Una Iglesia que se aleja del ejercicio de la comprensión y aceptación plena del hecho homosexual, necesita urgentemente de buenas dosis de generosidad, comprensión y compasión. Necesita con urgencia de aceptación (en contrapartida al rechazo que practica). Y quizás por encima de todas las demás necesidades, necesita del perdón, porque en definitiva no tiene conciencia del enorme daño que sigue causando.

El hombre y la mujer homosexuales tenemos el reto de esforzarnos en crear espacios de fraternidad abierta, donde homosexuales y heterosexuales, hombres y mujeres, clérigos y laicos, pudiéramos convivir, en línea eucarística, en solidaridad y auténtica paz, desterradas definitivamente y para siempre la condena y el rechazo.

Tras el éxodo (salida de Egipto) al pueblo israelita le esperaba la «Tierra prometida».

La Tierra Prometida de las personas LGTB es el «Sermón del Monte», y en el mismo, Jesús nos tiene en cuenta y nos nombra:

A. Bienaventurados los pobres de Espíritu (…)

El homosexual es, socialmente, pobre. Se le ha hurtado todo privilegio que la sociedad otorga al heterosexual. Privilegios y derechos: a unirse a quien ama con el reconocimiento de aquella, a poder adoptar hijos, a poder expresar libremente su amor, tal como sí lo puede expresar el heterosexual. Se le prohíbe desempeñar determinados trabajos (en el ámbito laboral de la Iglesia, ser profesor de religión, sin ir más lejos); se ve excluido de reuniones sociales y familiares por el solo hecho de ser lo que es. Y por encima de todo no tiene acceso (si es creyente) a que su amor, el que comparte con otro homólogo, pueda ser bendecido por la Iglesia a la que pertenece. Y muchos etcéteras más.

B. Bienaventurados los pacíficos (…)

El hombre y la mujer homosexuales son esencialmente pacíficos. Han sido perseguidos y violentados y muy excepcionalmente han contestado con violencia.

C. Bienaventurados los que lloran (…)

D. Bienaventurados los perseguidos (…)

Ambas bienaventuranzas se conjugan y complementan. Si algo ha sido connatural al homosexual ha sido la persecución y el llanto. Por ello Jesús nos llama bienaventurados.

E. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia (…)

Seguramente se trate de la Bienaventuranza más fácil de asumir y cumplir por el homosexual: justicia. Sí, «hambre y sed» de hacer justicia a siglos de rechazo y oprobio, de condena, de dolor y sufrimiento «gratuito», solamente porque la sociedad heterosexista dominante optara por no admitir en su seno a quienes, sin molestar ni perjudicar a nadie, deseamos libremente amar y ejercer nuestra sexualidad de modo diferente al establecido.

F. Bienaventurados los misericordiosos (…)

Inmediatamente después de la justicia, viene el aplicar la misma con misericordia. Misericordia significa «perdón». De nuevo una Bienaventuranza al pleno alcance del hombre y la mujer homosexual. Perdonar tanto agravio y sufrimiento causado por los padres y madres que no fueron capaces de comprender las circunstancias que vivíamos sus hijos. Perdonarlos, porque ellos en definitiva fueron los primeros en sufrir (y mucho). A ser misericordiosos con una sociedad que nos excluyó de todos sus parabienes y privilegios con que envolvió las «otras» relaciones (las heterosexuales) y que además nos castigó duramente con leyes opresoras y discriminatorias, incluida la pena de muerte, solo por sentir el amor y gozar del sexo de modo distinto a la mayoría social. Ser misericordiosos y perdonar a una jerarquía eclesiástica que durante siglos no ha sabido serlo con nosotros. Sí, perdón por tanta ignorancia consentida, por tanta hipocresía demostrada. Perdón para todos, pues en realidad y como seguro que diría Jesús «no saben lo que hacen». Verdaderamente ahí está la base de la misericordia y el perdón: en creer que padres, sociedad e Iglesia han torturado psicológica y emocionalmente (y en ocasiones, hasta físicamente) «porque no sabían lo que hacían». Justicia, por supuesto. También misericordia y perdón.

G. Bienaventurados seréis cuando os insulten, os persigan y levanten contra vosotros toda clase de calumnias por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo (…)

Parece como si Jesús, al pronunciar esta Bienaventuranza, estuviese pensando en todos los homosexuales que habían de sufrir insultos, persecuciones y toda clase de calumnias, a lo largo de los siglos venideros.

Me tomo la licencia de interpretar aquí las palabras de Jesús «por mi causa», en el sentido de que los homosexuales lo son porque Dios-Padre lo ha querido así. Ahora su Hijo los recuerda en el mensaje central de su doctrina, de su Buena Noticia. Más adelante (Mt 5,13 y Lc 11,33-34) se explicita por boca de Jesús: «vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo… no se enciende una lámpara para colocarla debajo del celemín, sino sobre el candelabro…»

Así, la Comunidad homosexual está llamada a hacer realidad este provocador programa de Jesús que haría que toda la humanidad se estableciese en una auténtica Tierra de promisión, donde se verificaría al fin el sueño de vivir relaciones fraternales entre todos los seres humanos.

Esta tendría que ser la vocación específica de las personas LGTBI: liberar a la sexualidad de sus limitaciones patriarcales y heterosexistas y reintegrarla en una espiritualidad plena donde se dé gracias al Creador por habernos creado como seres sexuados. En definitiva, el amor sexual (sea homosexual o no) debería ser facilitador (y no evitador) de la comunión con lo divino en el encuentro con la otra persona. Más aún, la actividad sexual debería conllevar un nuevo enfoque del placer, alejándolo de la mera genitalidad, en la que los amantes podamos experimentar una clara sensación de trascendencia que rebase la realidad de los límites físicos. Los hombres y las mujeres LGTBI estamos en disposición privilegiada de ahondar en esta vertiente espiritual liberados, como estamos, de tener que centrarnos en tareas reproductoras y en el debate secular de si estas son las que agradan a Dios y bendice a los que las practicamos y condena a los que no.

Y es que, al final del arcoíris, nos aguarda un no definitivo a la violencia endémica del ser humano, a la opresión de unos sobre los otros. Por el contrario, nos espera un sí total a la paz, a la solidaridad, a la generosidad y la gratuidad. Un sí definitivo e inclusivo al Reinado de Dios en la Tierra

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