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Juan José Tamayo: El coronavirus y las estrategias de satanás.

Martes, 4 de agosto de 2020

_112224532_gettyimages-1154915327-1Con motivo de la pandemia del coronavirus ha vuelto a plantearse el viejo problema de la relación entre ciencia y religión, con tendencias encontradas entre quienes consideran que ambas son incompatibles, quienes reducen la incompatibilidad a la que se produce entre ciencia y superstición, quienes creen que la religión es un obstáculo para los avances de la ciencia, quienes defienden la autonomía e independencia de ambas y quienes, en fin, son partidarios del diálogo y la cooperación.

La posición extrema es la de las personas creyentes fundamentalistas que interpretan la pandemia como un castigo que Dios manda a la humanidad por la maldad del género humano, por haberse apartado de la religión y por el ateísmo cada vez más extendido. La respuesta la encuentran en la vuelta a la religión y a la fe en Dios, desconfiando de la ciencia, dándole la espalda o, al menos, dudando de su eficacia.

Dos ejemplos de tal actitud ante la pandemia son Salvini y los evangélicos que apoyan a Bolsonaro. Salvini apela al Corazón Inmaculado de María para derrotar al virus “porque la ciencia sola no basta”. En Brasil las mega-iglesias evangélicas mantienen abiertos sus templos durante la pandemia, acogiéndose a un decreto de Bolsonaro, que considera los actos religiosos como “servicios esenciales”, poniendo en peligro la vida de los miles de fieles que asisten a dichos actos.

Sus pastores minusvaloran la gravedad del coronavirus, desconfían de la ciencia y proponen como alternativa la fe. El obispo Edir Macedo afirma en sus predicaciones que el coronavirus es una estrategia de Satanás para infundir miedo, pánico, terror, que solo afectaba a las personas sin fe y propone como antídoto el “coronafe”, que es eficaz únicamente para quienes creen firmemente en la palabra de Dios. El propio Bolsonaro llegó a hacer exorcismos contra el coronavirus ante un grupo de evangélicos que lo esperaban a las puertas del palacio presidencial.

Los recursos que creen más eficaces ante escenarios dramáticos como el que estamos viviendo son pedir la intervención de Dios para que haga un milagro, la práctica de los rituales religiosos en sus formas mágicas más que como celebración festiva de la vida, experiencia comunitaria del compartir y relación personal, gratuita y no venal con la divinidad. Esta actitud es la que, sin duda, más daño hace a la religión y mayor alejamiento de ella produce.

Tanto el materialismo científico como el fundamentalismo religioso coinciden en afirmar la existencia de un conflicto insuperable entre ciencia y religión, que lo presentan con frecuencia con la metáfora de “guerra”. En ambos casos estamos ante una distorsión de la ciencia. El materialismo científico dice partir solo de teorías científicas, pero en realidad incurre en pretensiones filosóficas. El fundamentalismo religioso va más allá del ámbito teológico y reclama autoridad en cuestiones científicas. A su vez, la consideración metafórica de “guerra” ofrece una idea inadecuada tanto de la ciencia como de la religión y de la relación entre ellas.

Ciencia y religión han ejercido una gran influencia en la humanidad y en la naturaleza. No pueden, por tanto, desconocerse, ni caminar en paralelo, y menos aún entrar en confrontación, ya que cualquiera de esas posturas perjudicaría gravemente y por igual a los seres humanos y a la naturaleza. Han sido fenómenos culturales presentes en la historia de la humanidad en permanente interacción desde sus albores hasta nuestros días, unas veces en conflicto y otras en cooperación.

Momentos privilegiados de relación armónica entre filosofía, ciencia y religión fueron la antigüedad griega, los autores cristianos de los primeros siglos de la historia del cristianismo y los momentos de mayor esplendor del islam con los encuentros entre filósofos, científicos, teólogos, juristas, durante el “paradigma Córdoba”, precursor del Renacimiento europeo, etc.

Ciencia y religión son, a su vez, distintas formas de acercamiento a la realidad, que no tienen por qué competir ni excluirse la una a la otra. Son sistemas sociales complejos que tienen su propia metodología, agrupan diferentes experiencias individuales y colectivas y dan lugar a dos tipos de comunidades humanas con sus diferentes patrones de comportamiento y sus códigos de comunicación: la comunidad religiosa y la comunidad científica en interacción con la sociedad.

Ninguna de las dos comunidades puede ni debe recluirse en su propio caparazón haciendo oídos sordos a las inquietudes, problemas y desafíos del mundo en que viven, entre otros, la dialéctica pobreza-riqueza, crecimiento económico-retroceso ético, degradación del medio ambiente-ecología, guerra-paz, patriarcado-liberación de la mujer, armamento nuclear-desarme, globalización-alterglobalización y Norte global-Sur global.

Ambas tienen responsabilidades irrenunciables en la respuesta a dichos problemas, muchos de ellos provocados por sus propias comunidades, como el mal uso de la energía nuclear o las guerras de religiones. La colaboración en estos temas es hoy más necesaria que nunca. De su implicación en la respuesta a los problemas citados y a otros muchos que afectan a la humanidad depende en buena medida su prestigio o desprestigio, relevancia o irrelevancia, credibilidad o pérdida de la misma. Depende, en definitiva, el futuro de la humanidad y del planeta, según se guíen por la justicia o la barbarie, la cooperación o la competitividad, la solidaridad o el darwinismo social, el cuidado de la casa común o su maltrato.

A mi juicio, el modelo correcto de relación entre ciencia y religión tiene que ser el de la colaboración e interacción crítico-constructiva, en la que cada una se ubica en su propia esfera al tiempo que abandona todo intento de absolutización, ya que ninguna puede presumir de tener el mapa de la verdad y la visión de la realidad en exclusiva. La religión debe dejarse iluminar por los conocimientos de la ciencia, y la teología ha de tener en cuenta las aportaciones científicas. La ciencia, a su vez, puede verse enriquecida con el ethos de la compasión que ofrece la religión.

Pero ¿qué ciencia? No la arrogante y aristocrática, que selecciona a quienes tiene que curar en función de sus posibilidades económicas, sino la que está al servicio de la salud y el bienestar de la ciudadanía, especialmente de las personas y los colectivos más vulnerables. ¿Qué religión? No la dogmática, autoritaria y patriarcal, sino la que escucha el grito de las personas empobrecidas y de la tierra depredada y responde con actitud solidaria hacia las víctimas. ¿Qué Dios? No el todopoderoso y supremacista, que defienden los fundamentalistas seguidores de Trump y Bolsonaro, sino el Dios liberador, compasivo con quienes sufren y solidario con las víctimas o, conforme a la imagen de Boaventura de Sousa Santos, “el Dios activista de los derechos humanos, el subalterno que se enfrenta al Dios invocado por los opresores”.

En la novela de Albert Camus, La peste, tras los permanentes desencuentros entre el jesuita Paneloux y el doctor Bernard Rieux durante la epidemia que azotó con gran severidad la ciudad argelina de Orán, el doctor Rieux le dice al jesuita: “Estamos trabajando juntos por algo que nos une más que las blasfemias y las plegarias. Esto es lo único importante… lo que yo odio es la muerte y el mal, usted bien lo sabe. Y quiéralo o no, estamos juntos para sufrirlo y combatirlo”.

Esa es, creo, la función de la ciencia y de la religión en esta pandemia y después. El trabajo solidario de ambas puede salvar a la humanidad de esta y otras tragedias. La guerra entre ellas costará todavía más vidas humanas que las producidas por la pobreza, como sucede en todas las guerras. Sería un gravísimo error y una irresponsabilidad mayor sustituir las guerras de religiones, dadas por finalizadas, por las guerras entre la ciencia y la fe religiosa.

Como hizo el doctor Rieux, al terminar la peste en la ciudad de Orán, donde ejercía como médico, la ciencia y la religión no deben callar, sino “testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: en el ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

 

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es Hermano Islam (Trotta, Mdrid, 2019).

Fuente Fe Adulta

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