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El amor no puede amar más que el amor

Jueves, 9 de noviembre de 2017

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“Cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8). Si el amor cristiano tiende a la imitación de Cristo, esta verdad primordial sobre la que se fundamenta todo el cristianismo no puede ser ignorada. El «prójimo», el más cercano a Cristo, es el más alejado. El Señor nos hace advertir, en el marco inequívoco que nos proporciona del juicio final (Mt 25), que detrás de este «alejado» que tiene hambre y sed, que está desnudo, enfermo, prisionero, es a él a quien encontramos, escondido a pesar de ser alcanzable, sin ser notado a pesar de ser experimentado en verdad. Ahora bien, cuando el Señor vino a buscar a los hombres, a amarlos, cuando dio la vida para volver a llevarlos a casa, el prójimo no era a buen seguro para él sólo un alma perdida, un hombre entre tantos. El amor no puede amar más que el amor. El amor de Dios, que invade todo el mundo y pasa por todos los extravíos, no puede amar más que a Dios. Cuando el Hijo pasa del Padre al mundo para ir a buscar a su enemigo y llevarle el amor del que éste carece, debe ver, a través de él, en él, a Dios: debe ver al Padre, que ha creado a este hombre, lo ha formado a su imagen y semejanza, le ha amado, llamado y marcado con una marca indeleble: la señal de la pertenencia al Hijo, al Verbo, a la redención y a la Iglesia […].

       La exigencia de que el amor no se detenga en el hombre, aunque sea en el más miserable, el más necesitado de amor, es lo que distingue el amor cristiano de todo tipo de humanitarismo puramente terreno. Es un amor dirigido a Dios a través del hermano: Dios en sí mismo y Dios para nosotros en Cristo y en la Iglesia. Y no puede ser más que así, porque el amor divino, el amor que viene de Dios, es infinito, y por eso debe extenderse hasta el mismo Dios […]. Al amor cristiano no se le pide ciertamente descubrir a Cristo, como en una especie de juego del escondite, «detrás» del hermano extranjero que «representaría» a Cristo, o incluso que ame a Cristo «en el puesto» del hermano, de modo que se instaure entre ambos un oscuro mecanismo de sustitución. Basta con que el cristiano ame a su hermano junto con Cristo: así lo amará con referencia al Padre

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H. U. von Balthasar,
Die Gottesfrage des heutigen Menschen, Viena 1956, pp. 208ss; 212-214
[edición española: El problema de Dios en el hombre actual, Ediciones Cristiandad, Madrid 1966].

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