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“¿Crisis de valores o crisis del modelo dual? Otro modo de ver, para vivir de otro modo (III)”, por Enrique Martínez Lozano.

Sábado, 29 de septiembre de 2018
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valoresV. El cuidado de la inteligencia espiritual, para una visión integral.

Es indudable que “espiritualidad” es una palabra gastada. La visión dualista que contraponía lo “espiritual” a lo “material”, en detrimento de este último, así como su apropiación indebida por parte de la religión, explican que, apenas se nombre, ese término provoque reacciones de rechazo.

Debido a ello, se empiezan a usar otras palabras no contaminadas que, sin embargo, rescaten el contenido valioso que con aquella se quería expresar. Así, por ejemplo, en el campo educativo, se habla de “educación de la interioridad”, mientras que en otros ámbitos se prefiere hablar de “cualidad humana profunda”, “dimensión de profundidad”, “nivel transpersonal” o, sencillamente, “no-dualidad” [1].

Con todo ello, se quiere aludir a aquella capacidad del ser humano que, trascendiendo lo mental, nos sitúa en condiciones de experimentar la respuesta adecuada a la pregunta fundamental, de la que depende todo lo demás: “¿quién soy yo?”.

Hemos visto que, para la mente, no somos sino el yo individual, una estructura psicosomática, definida y delimitada. Una vez asumida esa identidad, lo que de ella nace es individualismo, egocentrismo y constricción (sufrimiento).

Si queremos superar ese engaño, es necesario ir más allá de la mente; utilizar el otro modelo de cognición, el no-dual, único capaz de operar fuera del mundo de los objetos. A eso es a lo que nos referimos con la expresión “inteligencia espiritual”.

Entendemos por ella la capacidad –toda inteligencia es una capacidad– de responder adecuadamente a las necesidades espirituales (necesidad de sentido, de armonía, de libertad, de paz, de plenitud, de felicidad, de amor, de unidad, de compasión, de verdad, de bondad, de belleza…); capacidad de separar la consciencia de los pensamientos, reconociendo que somos más que la mente; capacidad de percibir la unidad profunda de lo Real y la Unidad que somos.

Sobra decir que la espiritualidad de la que aquí hablamos no tiene nada que ver con la religión. Esta sería, en el mejor de los casos, un “mapa” que apunta hacia aquel “Territorio”, que no es otro que nuestra verdadera condición humana. De ahí que “espiritualidad” sea equivalente a “plenitud humana”.

Pero parece evidente que hasta que no transitemos ese “territorio” de nuestra verdadera identidad, será imposible superar la crisis adecuadamente. Porque de ella no se sale a fuerza de voluntarismo, sino gracias a la comprensión de quienes somos y, en consecuencia, desapropiados de nuestro ego. Pues, como ha escrito John R. Price, “hasta que no trasciendas el ego, no podrás sino contribuir a la locura del mundo”.

Enrique Martínez Lozano

Fuente Boletín Semanal

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“¿Crisis de valores o crisis del modelo dual? Otro modo de ver, para vivir de otro modo (II). “, por Enrique Martínez Lozano.

Sábado, 15 de septiembre de 2018
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valoresIII. Cambio en el modelo de cognición

Pero hay todavía más. A mi parecer, y a tenor de los indicios que parecen cada día más manifiestos, no se trata únicamente de un cambio de paradigma –como otras veces ha ocurrido en la historia-, sino además de un cambio radical en el modo de conocer: lo que se halla en crisis es nada menos que nuestro habitual modelo de cognición. Por lo que, mientras no asumamos el nuevo modelo, con las implicaciones que conlleva, la crisis seguirá sin resolverse adecuadamente.

Dicho más claramente: nos hallamos enredados en una absolutización del modelo mental que –como nos recuerdan las tradiciones de sabiduría– nos mantiene “dormidos” y, por tanto, en la ignorancia, la confusión y el sufrimiento. Sin superar ese modelo, no lograremos “despertar”.

Afrontemos, pues, la cuestión de los modelos de cognición. Y, para empezar, me gustaría reconocer la magnífica labor que, entre nosotros, están llevando a cabo varios filósofos. Me refiero a Mónica Cavallé, Consuelo Martín, Jorge Ferrer, Aitxus Iñarra y José Díez Faixat, entre otros [1].

Pero no es solo en filosofía: en campos tan dispares como la física, las neurociencias, la psicología, la medicina o la educación…, está teniendo lugar una apertura inédita, impensable hace solo unos años, hacia una visión más holística o integral de lo humano en particular y de toda la realidad en general.

Lo que está ocurriendo en todos esos campos, aunque no se haya nombrado de este modo, es la percepción de que el modelo mental es radicalmente limitado y necesita ser complementado por el modelo no-dual.

Existen dos modos básicos de acercarnos a comprender lo real: a través de la mente o través de la experiencia no-mediada. Al primero lo llamamos modelo mental y ofrece un conocimiento por análisis y reflexión. El segundo es el modelo no-dual y hace posible un conocimiento por identidad [2].

El modelo mental se basa en la razón y funciona a través del análisis y de conceptos “claros y distintos”. Es posible gracias a la separación que establece entre sujeto y objeto, perceptor y percibido. Sin tal separación, el modelo no podría funcionar. Pero, como consecuencia inexorable de la misma, sus características no pueden ser otras que estas: dualismo, separatividad y objetivación.

Es decir, la mente fractura la realidad –a partir de aquella dualidad primera–, reduciéndola a la suma de una infinidad de realidades separadas, a las que, también de un modo inexorable, ha reducido previamente a objetos. De hecho, pensar es sinónimo de delimitar y objetivar.

¿Qué significa esto? Por un lado, que el modelo mental funciona admirablemente en el mundo de los objetos, lo cual explica el extraordinario desarrollo de la ciencia y de la tecnología en nuestro medio sociocultural; por otro, sin embargo, que parte de un engaño original que, sin embargo, es incapaz de percibir: da por supuesto que la realidad es tal como el propio modelo la capta, sin advertir que la mente no ve la realidad, sino únicamente su interacción con ella.

Esta trampa, tanto más peligrosa cuanto más inadvertida y dada por supuesta como si de un axioma se tratara, ha sido (es) la causante de los efectos reduccionistas y empobrecedores del modelo. En efecto, los resultados más graves, por engañosos, pueden formularse de este modo:

· La realidad es como la ve nuestra mente.

· Solo existe lo que la mente ve (lo empíricamente demostrable).

Ambos axiomas, aceptados vulgarmente de una forma incuestionada, han dado lugar a un modo de ver reduccionista, que ha hecho de la ciencia una pseudo-religión –con sus dogmas, sus gurús y su exigencia de adhesión ciega–, cayendo en un cientificismo chato cuyas consecuencias todavía estamos padeciendo.

Si la realidad es como la ve nuestra mente, y si solo existe lo que ella ve, está abierto el camino al nihilismo y al vacío existencial. Pero, ¿es realmente así?

El psicólogo italiano Giorgio Nardone afirmaba, en una entrevista reciente, que “es una perversión de la inteligencia creer que la razón lo solventa todo”. Ha sido necesario llegar al final del callejón sin salida adonde conduce el modelo mental –cuando se absolutiza– para darnos cuenta de que hay vida más allá de la mente; para reconocer lo que siempre nos habían dicho los sabios y los místicos: existe otro modo de acceso a la realidad que es previo a la razón.

Ni el conocimiento se reduce al pensamiento ni nuestra identidad se reduce al yo. Es claro que, desde la mente, no podemos vernos sino como yoes separados. Pero no porque lo seamos, sino porque el modelo no permite ver otra cosa que objetos.

Desde el modelo no-dual, por el contrario, todo se modifica. Y es que, como ha escrito Consuelo Martín, “mientras estoy pensando creo que veo la verdad de las cosas pero lo único que hago es barajar interpretaciones escuchadas a otros. No descubro sino por serena observación que ver no es pensar [3].

Decía más arriba que el modelo mental nos otorga un conocimiento por reflexión. El modelo no-dual, por el contrario, posibilita el conocimiento por identidad. Esto significa que, basta aprender a silenciar la mente, para que todo ser humano pueda experimentarlo por sí mismo.

En realidad, ese es el único requisito. Se requiere silenciar la mente –tiene toda la razón Vicente Simón cuando escribe que se necesita “calmar la mente, para ver con claridad [4]; y Consuelo Martín cuando indica que “si no hay silencio del pensamiento no sabremos lo que es la verdad [5]–, porque el modelo mental es esencialmente separador, por lo que, mientras no salgamos de la mente, es imposible otro conocimiento que no sea el de objetos.

Acallada la mente, ¿qué ocurre? Que la consciencia se reencuentra consigo misma. Y que, sin negar las diferencias en las que la propia consciencia se manifiesta y expresa, accedemos a ver la unidad que todas comparten. A este abrazo de las diferencias en una unidad mayor es a lo que llamamos “no-dualidad”.

IV. Consecuencias de la absolutización de la mente

Las consecuencias probablemente más nefastas, derivadas del hecho de haber absolutizado el modelo mental, han sido el cientificismo y el individualismo. Por el primero, la realidad se reduce simplemente a lo que se puede tocar: caemos en una visión materialista y pragmática. Por el segundo, nos identificamos con nuestra estructura psico-somática, viviendo en función del “yo” al que hemos asignado nuestra identidad: caemos en una visión egocentrada en todos los ámbitos de la existencia; economía, política, religión…, se convierten en dominios en los que el yo busca fortalecerse a costa de cualquier otra cosa.

Es claro que tal visión tenía que entrar necesariamente en crisis. Y que la crisis, a su vez, puede servir de catalizador para encontrar la salida.

Pero la salida no vendrá por el lado del voluntarismo, sino de la comprensión. Es decir, solo superaremos positivamente la crisis si somos capaces de crecer en consciencia.

En el modelo mental, la consciencia parece identificarse con la mente. No es raro, por tanto, que la persona se perciba a sí misma como un islote separado del resto. La realidad, sin embargo, es ue la mente no es sino una herramienta de la consciencia: mente es lo que tenemos; consciencia es lo que somos. Es esto lo que necesitamos ver para poder implementar los medios operativos que nos lleven a vivir en coherencia con este nuevo modelo. Es decir, solo accediendo a “otro modo” de ver, podremos aprender a vivir de “otro modo”.

Y aquí es donde entra en juego la puesta en práctica de aquellos medios que favorezcan el paso de un modelo al otro, de un modo particularmente especial en el ámbito educativo. Se hace necesario abandonar la rigidez del estrecho modelo mental para, integrándolo, plantear una educación integral, que atienda a todas las dimensiones de la persona. Es lo que, en la última década, aunque con diferentes nombres, se conoce como “inteligencia espiritual”.

Enrique Martínez Lozano

Boletín Semanal

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[1] De entre ellos, me parecen de lectura obligada los siguientes libros: M. CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Kairós, Barcelona 2011; C. MARTÍN, La revolución del silencio. El pasaje a la no-dualidad, Gaia, Madrid 2002; J.N. FERRER, Espiritualidad creativa. Una visión participativa de lo transpersonal, Kairós, Barcelona 2007. J. DÍEZ FAIXAT, Siendo nada, soy todo. Un enfoque no dualista sobre la identidad, Dilema, Madrid 2007.

[2] Para un estudio detenido de los modelos de cognición, he de remitir a lo que he expuesto en E. MARTÍNEZ LOZANO, Otro modo de ver, otro modo de vivir. Invitación a la no-dualidad, Desclée De Brouwer, Bilbao 2014.

[3] C. MARTÍN, La revolución del silencio. El pasaje a la no-dualidad, Gaia, Madrid 2002, p.41.

[4] V. SIMÓN, Aprender a practicar mindfulness, Sello Editorial, Barcelona 2011, p.28.

[5] C. MARTÍN, La revolución del silencio. El pasaje a la no-dualidad, Gaia, Madrid 2002, p.49.

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“¿Crisis de valores o crisis del modelo dual? Otro modo de ver, para vivir de otro modo (I)”, por Enrique Martínez Lozano.

Sábado, 8 de septiembre de 2018
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valoresI. Introducción

Si algo parece incuestionable es que nos hallamos ante una crisis global, en muchos sentidos sin precedentes en la historia de nuestra especie.

Pero esto puede ser una buena noticia. En realidad, toda crisis es una encrucijada que, obligándonos a replantear las cuestiones básicas –porque después de ella nada podrá volver a ser como antes–, encierra la promesa de un amanecer más pleno y radiante…, siempre que estemos dispuestos a vivirla como oportunidad y queramos aprender lo que tiene que enseñarnos[1].

Nos hallamos, pues, en medio de una crisis global –afecta a las distintas dimensiones de nuestra vida: económica, política, social, de instituciones públicas, religiosa, planetaria, ecológica…– que es también, y básicamente, una crisis de valores.

En realidad, si entendemos por “valores” aquellas realidades –cualidades, aptitudes, criterios, comportamientos…– que nos humanizan, individual y colectivamente, parece exacto decir que, en el origen de cualquier crisis, podrá detectarse una crisis de valores. Bien porque se ha modificado la evaluación que hacemos de las cosas, bien porque nos habíamos fundamentado en determinados criterios que han resultado, no solo frágiles, sino engañosos.

Ahora bien, dado que toda crisis –individual o colectiva, puntual o global– conlleva, al menos en su inicio, un elemento de “confusión” que suele descolocarnos, parece prioritario detenerse para elaborar un diagnóstico lo más ajustado posible. Solo la lucidez –la comprensión adecuada de lo que ocurre– permitirá avanzar en la dirección correcta y ofrecer los medios ajustados para una resolución positiva.

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[1] Sobre el sentido de las crisis personales y el modo de gestionarlas constructivamente, E. MARTÍNEZ LOZANO, Crisis, crecimiento y despertar. Claves y recursos para crecer en consciencia, Desclée De Brouwer, Bilbao 52018.

II. Un cambio de paradigma

Una crisis de tal envergadura no es casual. Indica, más bien, que se están conmoviendo los propios cimientos sobre los que nos creíamos asentados. Por tanto, no servirá de mucho responder a los síntomas recurriendo a parches puntuales o con efectos cosméticos. Será necesario replantearnos de dónde venimos, y dónde se hallan otros cimientos más sólidos sobre los que edificar nuestra vida y nuestro proyecto colectivo.

En una primera aproximación, resulta claro que nos hallamos ante un cambio de paradigma. Un paradigma es toda una constelación de ideas, creencias, valores, costumbres, comportamientos…, que constituyen un marco a través del cual vemos la realidad. La modificación del marco produce inevitablemente una sensación de desconcierto e inseguridad: caemos en la cuenta de que nada parece ser lo que era. Ha bastado que se moviera el marco, para que nuestra percepción se viera alterada, y lo que creíamos sólido se descubriera sumamente frágil y precario.

Hace más de cinco siglos, se había empezado a vivir un cambio de paradigma en el paso de la premodernidad a la modernidad: el mito y la heteronomía se vieron sustituidas por la prevalencia de la racionalidad y la autonomía, que situaron al “yo” en el centro y en la cúspide de la escena humana.

Aquel paso supuso un enorme salto hacia adelante, gracias al desarrollo de la razón crítica −piénsese en los llamados “maestros de la sospecha” y en la emancipación de los diferentes ámbitos del saber con respecto a la tutela de la Iglesia− y al reconocimiento del valor de la individualidad.

Sin embargo, la historia posterior −particularmente en el siglo XX− habría de mostrar los límites de ambos valores: su absolutización los había convertido en mitos intocables, pero había puesto de manifiesto sus carencias. La absolutización de la razón desembocó en un reduccionismo ignorante y empobrecedor de lo humano; la absolutización del yo nos clausuró en la jaula de la confusión, haciéndonos tomar por nuestra identidad lo que solo era un objeto dentro de ella.

Esto es lo que se está haciendo evidente en el paso del paradigma de la modernidad al de la postmodernidad, en el que, superados aquellos mitos, se empieza a hacer patente una doble constatación: por un lado, el reconocimiento de la unidad de todo –la misma física cuántica sabe que todo lo real constituye una gran red inextricablemente interrelacionada− y, por otro, la percepción de que el yo −como subrayan incluso los experimentos rigurosos llevados a cabo en el campo de las neurociencias− es una mera ficción mental.

Resulta curioso que ambas afirmaciones pertenezcan a la más genuina sabiduría de las diferentes tradiciones espirituales. Lo cual nos hace ver que la auténtica sabiduría −la que trasciende la razón− es atemporal. Pero vayamos más despacio.

La envergadura de la crisis se explica, pues, porque nos hallamos en medio de un cambio de paradigma, que modifica nuestra visión de la realidad, por cuanto nos abre a una percepción diferente de aquella a la que estábamos acostumbrados. ¿Cómo no habría de darse una crisis de valores?

Dentro de ese mismo cambio de paradigma habría que señalar, además, otros factores colaterales: el paso de una sociedad estática a una sociedad de innovación constante; de una cultura agraria a otra postindustrial avanzada; de una predominancia de lo colectivo a una exaltación de lo individual; de la seguridad puesta en normas fijas y aceptadas, basadas en el principio de autoridad, a la anomia generalizada, por la que cada cual debe darse a sí mismo sus propias “normas” y modos de vivir…

Enrique Martínez Lozano

Boletín Semanal, vía Fe Adulta

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