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Pentecostés 3. Para una teología del Espíritu Santo

Miércoles, 11 de junio de 2014
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imagesDel blog de Xabier Pikaza

Ésta es la tercera reflexión sobre el Espíritu Santo, y he querido plantearla de un modo teórico, para aquellos que este día de Pentecostés tengan tiempo para entrar en temas de teología.

No hay quizá en la historia de la reflexión humana un tema más apasionante que el del Espíritu de Dios, tal como ha sido planteado por la gran teología. Tres son los presupuestos o bases de ese tema y así quiero exponerlos de forma introductoria, realizando un ejercicio teológico, desarrollado de un modo más preciso en mi Enquiridion Trinitaris (Sec. Trinitario,Salamanca 2005,págs. 497-510).

a) Me apoyo por un lado en la certeza de que existe y se actualiza sobre el mundo el rostro trascendente de aquel Dios que nos sostiene y acompaña.

b) Estoy convencido, como cristiano, de que esa revelación de Dios se expresa plenamente en el camino de Jesús, de manera que el Espíritu de Dios es la fuerza, misterio y presencia divina de Jesús.

c) La presencia y obra del Espíritu culmina haciendo que surja un humano agraciado, gratificante . Así queremos destacarlo en las tres notas que siguen.

Una reflexión sobre el Espíritu

(1) La experiencia cristiana del Espíritu remite a la transparencia (actuación) del Dios trascendente.

Cristiano no es aquel que se interroga sobre el fondo racional del cosmos, ni tampoco el que pretende trasformar todas las cosas a raíz de unos supuestos de futuro no alienado.

Cristiano es, ante todo, el que con gesto de profundo desasimiento y de sorpresa agradecida ha descubierto que toda su existencia se halla en manos de un poder gratificante que pertenece a Dios. Ya en el Antiguo Testamento, el Espíritu remite al misterio de la presencia trascendente y creadora de Dios.

El camino del misterio debemos andarlo de nuevo cada día, conscientes de que nunca se acaba de entender a Dios y nunca se responde plenamente a su presencia. En esa línea, volvemos a encontrarnos cerca de los profetas de Israel, preguntándonos por la actuación de Dios, por la urgencia de su juicio y los caminos de su fidelidad. Si algún día olvidamos que el Espíritu es “de Dios” (trascendente, imprevisible, creador), acabaremos identificándolo con el mecanismo de un cerebro electrónico o el engranaje de una transformación social. Ese día no sólo se habrá silenciado el Espíritu de Dios; se habrá anegado el humano.

(2) Según el cristianismo, el Espíritu se personaliza o por lo menos acaba concretándose por medio de Jesús y de iglesia.

Va tomando un rostro, ofrece un tipo de profundidad, muestra un camino de actuación. Se trata del Espíritu de la trascendencia (de Dios) sobre el fondo de la historia de Jesús; es la capacidad de superar el mundo (resurrección) en ese campo bien concreto del seguimiento de Jesús hasta la muerte; es, en fin, la presencia del encuentro transformante (amor Padre-Jesús) en el gesto cotidiano del compromiso del humano por el humano.

Habiendo recibido por Jesús un rostro (el rostro de su presencia), el Espíritu sigue siendo el irrepresentable, pues ninguna de las formas y caminos de este mundo logra reflejarle
.

(3) Finalmente, el Espíritu se expresa y realiza históricamente su misterio de vida y comunión por la Iglesia, es decir, en el despliegue de la humanidad.

Irrepresentable por sí mismo, el Espíritu de Dios se expresa en la vida y amor de los hombres. Allí donde un hombre se trasciende y trascendiéndose vive en comunión de amor con los demás está el Espíritu de Dios.

De manera especial el Espíritu debe hacerse transparente en el campo de la vida de la iglesia: en aquella comunión donde se expresa la herencia de Jesús, donde se proclama su palabra y se rememora su acción. En ese campo podemos hablar de la Iglesia como icono del Espíritu. Pero también se puede y debe hablar del rostro del Espíritu allí donde los hombres de diversas religiones o culturas proyectan y suscitan ámbitos de encuentro humano enriquecido, abriendo caminos de historia, es decir, de futuro.

El nervio de la confesión cristiana se identifica con la afirmación paradójicamente misteriosa, sólo aceptable en plano religioso, de que al mismo Dios eterno constituye, en la riqueza de su vida inmanente, la verdad y hondura de aquello que se actualiza entre nosotros por Jesús, en el Espíritu. En otras palabras, Dios mismo (y no una imagen disociable de su ser), es quien se expresa y quien actúa por Jesús y como Espíritu en el mundo.

Traducido en términos teológicos, estos significa que la inmanencia de Dios es su economía y viceversa. El problema se ha planteado y se plantea en el momento en que se quiere precisar esa afirmación.

Espíritu de Dios, la Vida humana, Dios en la historia

Un tipo de hermeneútica usual, menos cristiana, enraizada todavía en el dualismo platónico (o postplatónico) de eternidad y tiempo, inmutabilidad divina y cambio histórico, ha trazado entre la trinidad en sí y sus manifestaciones económicas un esquema de participación derivada, en el que se distinguen y separan dos niveles.

(1) Dios existiría primero separado, en plano eterno, sin cambios y sin tiempo, sin mezcla de historia. Leer más…

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