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“Aunque no lo creas me hice católica por el Orgullo gay”

Jueves, 13 de septiembre de 2018
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caitlin-weaver-2-446x600Lo usual es que sea al contrario, que seas católico y que al final la Iglesia, con su homofobia, te eche para atrás. Pero nos ha hecho gracia encontrar un testimonio que es todo lo contrario, por eso la compartimos hoy contigo. Es la historia de Caitlin Weave, publicada por Huffington Post.

“Me hice católica por el orgullo gay.

Mi esposo y yo recién acabábamos de casarnos y hacíamos nuestra vida juntos en una nueva ciudad después de que la compañía donde él trabaja lo movió de Nueva York a Georgia. No buscaba que la iglesia fuera parte de esa nueva vida. Él fue criado como católico, y aunque no era particularmente devoto, estaba claro que si teníamos hijos serían criados como católicos. La idea no me gustaba. Asociaba a la iglesia católica con misas monótonas y aburridas, y con la opresión general de las mujeres y otros grupos marginados. Las cosas que menos puedo soportar son el aburrimiento y el patriarcado.

No es que no tuviera ningún tipo de Dios. Aunque no fui criada en ninguna denominación, llegué a conocer a Dios en el sótano de una iglesia a través de un programa de 12 pasos, después de que mi primer matrimonio se viniera abajo por el abuso de alcohol y drogas de mi entonces marido. Incluso empecé a ir a misa los domingos en el East Village con un amigo sobrio y su esposa. Era una iglesia progresista sin denominación que contaba con una congregación a la que lo mismo iban punks reformados, un crisol de familias jóvenes y lesbianas duras. Había un pastor muy tatuado, una muy buena banda y visuales llamativos como los que ves en una TED Talk o un concierto de Radiohead. Cuando empecé a salir en serio con mi futuro marido, a veces íbamos juntos a misa. Él iba a misa en una iglesia en medio de Broadway, el distrito teatral de Nueva York. Escuchar al coro era como ir a un concierto profesional, pero fuera de eso la misa me pareció fría e impersonal.

También me intranquilizaba la falta de diversidad a mi alrededor, un verdadero contraste con la multitud de neoyorquinos como lo que viajaba cada mañana en el metro. La experiencia no me conmovió, y si iba a la iglesia era porque quería llenarme de gracia, no para checar tarjeta con Dios.

Cuando nos mudamos a una nueva ciudad en el sur, el problema se resolvió a sí mismo temporalmente. No teníamos iglesia. Los fines de semana teníamos muchas cosas que hacer para instalarnos en nuestra nueva vida: ir a mercados de agricultores, comprar muebles, descubrir que restaurante hacía el mejor Bloody Mary. ¡No había tiempo para la iglesia!

Además, tenía el presentimiento de que si no había encontrado en Nueva York una iglesia católica lo suficientemente inclusiva para mí, mucho menos la encontraríamos en el sur. Le dije a mi esposo que no me veía adoptando un lugar donde no fueran bienvenidos mis amigos gays y mis amigas lesbianas.

Una amiga me contó de una nueva iglesia sin denominación, que sonaba como a la iglesia a la que iba en el East Village. Me habló de la banda y del joven pastor moderno que encendía un fuego en uno con sus palabras. Un día se lo conté a mi esposo mientras caminábamos al Festival del Orgullo Gay en un parque cerca de casa. Y vi una carpa con el nombre de esa misma iglesia.

“¡Ahí está!”, dije emocionada. “¡Y están regalando paletas orgánicas!”

Hablamos por unos minutos con las personas de la carpa y nos fuimos con una carpeta brillante de información y unas paletas increíbles.

“¿Qué pensaste?”, le pregunté a mi esposo.

Se encogió de hombros. “Se ven bien. Pero no son católicos”.

“Entonces, dónde están los católicos?” Molesta, me acerqué a las carpas de metodistas, luteranos, episcopalianos y sinagogas.

Estaba callado cuando dimos a vuelta a la cuadra.

“¡Eeeeey, chica!”

Y ahí estaban, vestidos con camisetas de arcoíris, los miembros del Santuario de la Inmaculada Concepción, una iglesia católica de Atlanta. Nos saludaron y sonrieron. Tuvimos una plática poderosa, y nos despidieron con unos deslumbrantes magnetos para el refri, camisetas y la promesa de ir a misa al día siguiente. La iglesia estaba a solo 3 kilómetros de casa.

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Caitlin Weaver en el Santuario de la Inmaculada Concepción en Atlanta, Georgia

A la mañana siguiente nos estacionamos en una calle vacía de un vecindario del centro conocido por sus albergues para indigentes y decrépitos edificios de gobierno. La iglesia compartía con orgullo el espacio en medio de la decadencia. Dentro encontramos la iglesia llena y el murmullo de las bromas y conversaciones mientras la gente se saludaba y abrazaba en las bancas. Casi la mitad de la congregación llevaba camisetas de arcoíris con el nombre de la iglesia. En el sur todavía informalmente segregado, era el grupo más mixto que había visto: personas de todas las razas, jóvenes, viejos, gay y heteros. Nuestra banca se sentía como un vagón del metro de Nueva York (sin el olor).

El sacerdote, un tipo genial parecido a Santa Claus, habló apasionadamente del amor de Jesús por toda la gente. Terminó recordando a quienes planeaban ir a la Marcha del Orgullo después de misa que usaran las camisetas, y que la próxima comida con la comunidad LGBTQ era el próximo viernes. El coro casi voló el techo con una canción entusiasta que hizo que todos aplaudiéramos y bailáramos en las bancas. Cuando terminó la misa, el padre y los diáconos se quitaron las sotanas para mostrar sus camisetas de arcoíris, y marcharon con orgullo por el pasillo central en medio de los aplausos.

Mi esposo me vio con los ojos muy abiertos. “Nunca en mi vida había visto una iglesia católica como esta”, dijo.

Perfecto”, respondí. “Entonces esta es nuestra iglesia católica”.

Nuestra iglesia es única, pero no debería serlo. Como otras, sufrió cuando la gente se fue de las ciudades a los suburbios. Pero en lugar de cerrar sus puertas, las abrió por completo para ayudar a la comunidad que se quedó. Fue una de las primeras de la zona en ofrecer misas para las personas afectadas por la epidemia del SIDA. Había cenas semanales para los enfermos, donde la comunidad LGBTQ, desproporcionadamente impactada, era bienvenida por los padres y miembros de la iglesia. Estas cenas semanales continuaron hasta la mitad de los noventa, y para entonces se había corrido la voz en la comunidad LGBTQ que había un lugar en el que eran bienvenidos para recibir el amor de Dios con las demás personas.

Si realmente queremos dejar atrás a la iglesia insular y corrupta, necesitamos una marca de apertura y hospitalidad radical para el futuro.

Con este (el último) horrible escándalo de la iglesia católica, no hay duda por qué la gente deja de ir a las iglesias. Si realmente queremos dejar atrás a la iglesia insular y corrupta necesitamos una marca de apertura y hospitalidad radical para el futuro. Muchos católicos comparten esta convicción. No solo están horrorizados por las acusaciones de abuso sexual que golpean a la iglesia, sino que ahora dos terceras partes apoyan el matrimonio igualitario. Pero lo que solemos escuchar del púlpito y ver en las bancas no concuerda con estos valores. Esta disonancia cognitiva es lo que aferra a la iglesia católica a su pasado de desprestigio.

Pero cuando miro alrededor de mi iglesia veo un futuro del que quiero ser parte. Así que aunque nunca haya querido pertenecer a la iglesia católica, ahí es donde me encontrarán cada domingo. Ahí bauticé a mi hijo. Ahí hago servicio. Hasta llevo una mentada calcomanía de la iglesia en mi carro. Digo, me he casado dos veces pero solo he pegado una calcomanía al carro, así que va en serio.

Creo que podrían decir que me he convertido en una señora de la iglesia.

Este año, cuando vaya a la Marcha de Orgullo con mi iglesia, volteará a todos lados, triste de que no haya más iglesias católicas. También me llenará de gratitud que, por ahora, encontré el lugar para mí, donde abunda la gracia y todos son bienvenidos”.

Fuente Oveja Rosa

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