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“Cosas de hombres y de mujeres”, por Gema Juan, OCD

Miércoles, 17 de febrero de 2016
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21113250998_5e5a5a6778_mDe su blog Juntos Andemos:

Eso decía Gandhi, que avisaba de que Dios no ha creado las fronteras, que eso es cosa de hombres y de mujeres. Cosas de seres humanos que han olvidado lo que les define: la humanidad.

Teresa de Jesús decía que es «gran bestialidad (no) saber qué cosa somos», desconocer nuestra humanidad, olvidar que todos los seres humanos son dignos, iguales, merecedores de una vida buena sin excepción. «No entendemos la gran dignidad de nuestra alma» –decía ella–, no entendemos que somos «como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal»: fuertes, preciosos y luminosos.

Resulta una bestialidad –diría Teresa– que la fuerza, la excelencia y la luz se utilicen para cosas tan poco humanas como dibujar líneas que matan, fronteras que deciden a un lado la vida y a otro la muerte o que inventan cifras, cuotas de existencia.

¿Quiénes somos? Teresa lo vuelve a preguntar, porque ve que «no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos». Con dolor, decía: «Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable!». Y con conciencia de la ceguera, añadía: «¡Oh codicia del género humano, que aun tierra piensas que te ha de faltar!».

Poner fronteras, contar el número de los que caben, desalojar, impedir entrar, evaluar los costes, analizar la desestabilización, preservar la identidad… son solo formas diferentes de resolver profundos problemas del mismo modo: mirando hacia otro lado.

«Esa codicia del género humano» que quiere asegurar su pedazo de tierra y con ella su seguridad, hace olvidar algo que también dice Teresa, orando con dolor y preocupación: «Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia».

Hechura de Dios, sin excepción. Nadie está fuera de la fuente originaria de la vida: eso elimina cualquier diferencia y debería eliminar cualquier desigualdad.

Si hay tanta semejanza entre los seres humanos, se entiende la pregunta que lanzaba una conocida actriz, hablando del éxodo sirio: «¿Cuántos podríamos decir con honestidad que en su posición no haríamos lo mismo, enfrentados al miedo, la pérdida de esperanza y a una evidente falta de voluntad política internacional para acabar con el conflicto?».

Ahora se trata del conflicto sirio, pero será inevitable seguir hablando de tantos que siguen abiertos, con la violencia armada o la violencia sigilosa del hambre, que resume las carencias esenciales. Violencias que provocan éxodos, que alientan el tráfico de personas y que son alimentadas por la codicia humana, que olvida y no quiere ver.

Antes, el nobel Soljenitsin, superviviente de los campos de castigo soviéticos, decía que no se habla ni actúa de la misma manera, desde un barracón, en condiciones inhumanas, bajo vejaciones continuas y amenaza de muerte, que desde el cuarto caliente y ordenado en el que, mucho más tarde, escribía sus libros.

Tal vez, sea necesario recordar estas reflexiones y recordar con Teresa que la tierra que pisamos no es nuestra, sino recibida; la tierra y todo lo demás que, por el mero hecho de haber nacido en una latitud y en un ambiente propicio, se puede lograr.

Y recordar sus palabras, que atañen a todos: «Aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos, para que partan a los pobres, y que les han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo».

Cuando Teresa habla de la presencia permanente de Jesús, une esa presencia a un modo muy concreto de vivir: «Querer tanto para su prójimo como para sí». Da qué pensar y da una razón imperiosa para querer menos para uno mismo: que llegue a haber para los demás. Y enlaza con lo que el Papa Francisco ha recordado: que los refugiados –y todo sufriente– son la carne de Cristo que pide acogida. Una acogida concreta que requiere criterio y responsabilidad y, también, valor.

La fuerza para acoger a Cristo, a los sufrientes de mil rostros, la da el mismo Jesús que –dice Teresa– «no hace diferencia de Él a nosotros», que ha adelantado su «Sí», para que no haya excusa para hacer diferencias. Y no ir solos, sino «hacerse espaldas», juntarnos «para procurar más su honra y gloria y algún provecho de las almas».

«Entender en obras de caridad y esperar en la misericordia de Dios, que nunca falta a los que en Él esperan», es lo que aconseja Teresa. Mirar de frente y tender la mano a quien necesita un poco de humanidad y confiar en Dios.

Obrar y confiar. También, y sobre todo, eso son cosas de hombres y de mujeres.

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