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“El habla De Dios”, por Ramón Hernández

Viernes, 17 de febrero de 2023

9838A8CC-3F33-44A7-9EB2-ADBB2B2F9B53De su blog Esperanza radical:

De tanques y tractores

Tremenda y muy arriesgada la reflexión que hoy se nos plantea debido a que podría llevarnos a conclusiones realmente revolucionarias. Porque, si decimos que hubo un tiempo en que Dios habló a su pueblo y que ahí están los libros que contienen su voz, emitida hace ya tantos siglos y recogida en las Escrituras, entonces es difícil entender una supuesta mudez suya actual, equivalente para algunos a su muerte, como si se hubiera ausentado para siempre de nuestras vidas y, dada la evolución radical de las costumbres y de los pensamientos humanos, como si se hubiera dado media vuelta y nos hubiera confinado en la más absoluta indigencia intelectual y afectiva. Pero la verdad palmaria de cada cosa y de cada acción humana, que tan claramente nos proyectan su presencia, hacen que su voz no se apague nunca. Un supuesto silencio actual suyo requeriría un cambio substancial en el ser y en el obrar de un Dios que, habiendo sido antaño tan celoso de su pueblo, se muestra hogaño indiferente a su postración y a su sufrimiento.

Pero si decimos que Dios sigue hablándonos a través de cuanto acontece en cada instante de nuestras vidas, entonces se desencadena la intriga de saber qué nos está diciendo y de si su palabra actual rubrica o descalifica la de tantos profetas que se erigen en portavoces suyos. Teniendo en cuenta lo esencial y partiendo del hecho de que Dios no puede desdecirse, que su voz es siempre la misma, porque no puede cambiar ni un ápice su forma de proceder, debemos confiar en que sigue vivo junto a nosotros y en que está interviniendo de alguna manera en cuanto somos y hacemos. De ahí que nuestra gran preocupación, en vez de fijarse en si nos sigue hablando, debe ceñirse a qué nos está diciendo realmente en nuestro tiempo y a discernir si sus supuestos portavoces nos transmiten realmente su voz o persiguen otros intereses. De hecho, la fe revierte siempre en una oración que es conversación amistosa con un Dios que nunca se cansa de hablar con nosotros.

No deja de ser curioso y hasta contradictorio que la Iglesia de nuestro tiempo, o más bien sus jerarcas y doctores, sostengan que la Escritura, que es la palabra de Dios, se cerró con el último libro canónico del Nuevo Testamento, pero que nosotros debemos estar atentos a los dictados actuales del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús que la sostiene y la guía. Pero no son las suyas revelaciones dictadas al oído, como algunos suponen que ocurrió con las Escrituras, sino mensajes que nos transmiten los llamados “signos de los tiempos”, ambigua denominación que, en boca de los aprovechados oportunistas de turno, lo mismo vale para un roto que para un descosido. Pero, en el fondo, nos queda la duda de si Dios habla o calla en nuestro tiempo.

De no hablarnos, puesto que el eco de su antigua voz es poco menos que indescifrable e incluso resulta imperceptible, estamos definitivamente perdidos, pues nunca seremos capaces de dar razón por nosotros mismos de nuestra propia vida y, lo que es más importante, de esbozar siquiera un horizonte que ilumine el recorrido humano. En otras palabras, por nosotros mismos no seremos capaces más que de decapitar la vida al confinarla en la sinrazón y la náusea. Pero si realmente nos habla, debemos apretarnos los machos, primero, para captar su voz y, segundo, para responder al diálogo que siempre provoca, sin olvidar en ningún momento que lo que hoy nos dice debe estar en completa armonía con lo que nos dijo ayer, habida cuenta en ambos casos de las circunstancias de lugar y cultura en que su voz toma cuerpo, pues la suya no puede ser más que una única palabra.

Si los cristianos decimos que esa palabra se llama Jesús de Nazaret, el judío que predicó en Palestina y el Cristo que sigue vivo entre nosotros, lo primero que debemos preguntarnos es qué es lo que realmente conserva de ese mismo Jesús la Iglesia de la que nos consideramos miembros. Para no entretenernos con menudencias e ir directamente a lo más determinante, cabría preguntarse a bocajarro si quien proclamó abiertamente que su reino no es de este mundo podría estar conforme con que hoy su Iglesia sea y se comporte como Estado, presidido por una especie de vicario-rey, rodeado de una corte de príncipes, y que dicha Iglesia esté formada por comunidades de seguidores establecidas en territorios gobernados por una especie de señores feudales. ¿Pudo Jesús sospechar siquiera o incluso temer que sus seguidores se organizarían en una estructura de poder tan férreo y atosigante como el que realmente ejercen los papas, los cardenales y los obispos sobre el pueblo de Dios? Si la respuesta es obviamente negativa y que todo ello ha obedecido a la necesidad imperiosa de ir acoplando el mensaje evangélico a los tiempos, la conclusión obvia sería que también hoy debemos seguir en esa línea, aunque sin las fijezas y fidelidades con que nos anclamos a costumbres y procedimientos forzosamente cambiantes y efímeros. Seguir en la misma línea requiere únicamente acoplar el mensaje cristiano a los tiempos actuales, tiempos en que, por ejemplo, las monarquías absolutas y las tiranías de cualquier pelaje están fuera de lugar, razón por la que son rechazadas de plano como sistemas válidos y legítimos de gobierno de los pueblos.

Si de las estructuras jerárquicas saltamos al lenguaje en sí mismo, deberíamos tener muy en cuenta que este evoluciona para no seguir grabando a fuego en la mente del cristiano terminologías hoy extrañas por obsoletas. ¿Seríamos capaces de entablar hoy una guerra por aquilatar conceptos tan complejos y distantes como los de “naturaleza” y “persona” a la hora de proclamar en nuestro Credo que el Dios de nuestra fe es Trinidad porque en él hay tres “personas”, pero que, a la postre, se trata de “un” solo Dios, porque sus tres personas tienen una única “naturaleza”? ¿Debe todo esto tener alguna repercusión en la vida de los cristianos de nuestro tiempo? Y, sin embargo, el “misterio” de la Trinidad, misterio que no debería serlo tanto al haber sido desvelado tan claramente por la inserción en él de los términos filosóficos de persona y naturaleza, sirvió en el pasado no solo para construir sobre él un emporio de dogmas y un baluarte de espiritualidad, sino también para ser utilizado como punta de lanza para pronunciar excomuniones y dictar condenas a morir en la hoguera.

Todavía no hace mucho, al discrepante y al contrincante se los tildaba fácilmente de “herejes”, igual que hoy se los tilda de “fascistas. ¿Qué lenguaje utiliza hoy el Espíritu de Jesús para hablarnos? Solemos decir que lo hace a través de “los signos de los tiempos”, pero la triste realidad es que los signos de nuestro tiempo apuntan claramente a la guerra, a la eliminación de los contrincantes y a la muerte por hambre de millones de seres humanos, procedimientos perversos que los cristianos debemos erradicar partiendo del hecho evidente de que vivimos en un mundo con recursos suficientes para que todos podamos llevar una vida digna, construida sobre la libertad y la justicia. De ahí que esos mismos signos tengan hoy un clamoroso timbre denunciador en demanda de conversión personal y de cambio de rumbo social.

Y, si del lenguaje pasamos a las costumbres, ¿condenaría hoy Jesús a las adúlteras de nuestro tiempo cuando en vida encontró la manera de perdonar a cuantas se cruzaron en su camino? El hambriento come, el leproso se cura, el ciego ve, el cojo anda y, en general, el pecador se arrepiente. Tales eran los signos y los prodigios con que él acreditaba su proceder mesiánico para implantar en la tierra el reino de Dios. ¿Acaso era Jesús un ser fantasmal venido de otro mundo o un filósofo sabio, un gran matemático, un sobresaliente general de algún ejército, un destacado constructor de templos o un rico comerciante de especias? Por fortuna para todos, no fue más que un sencillo judío devoto y fiel, ungido por la gracia de Dios, de quien recibía la fuerza con que obraba las maravillas con que justificaba su poder y su obra. Ateniéndonos a cuanto de él nos cuentan las  Escrituras, nos enseñó a cambiar nuestra forma de ver el rostro de un Dios que había sido, y aún sigue siéndolo para muchos en nuestro tiempo, duro como el pedernal, insaciablemente vengativo, terriblemente celoso y cruel más allá de todo lo imaginable, capaz de infligir terribles castigos “eternos” por nimiedades,  para contemplarlo gozosamente como un hacendoso hortelano, que cuida y mima los lirios del campo, o un bondadoso padre, que no desespera de que su hijo díscolo retorne un buen día al hogar paterno.

Aunque para el cristiano no haya otro camino que el de la cruz de Jesús, de seguir sus pasos, todo en su vida ha de volverse positivo por la fe que profesa creyendo en el Dios que él predica. Por muchas vueltas que le demos al hecho de ser cristianos, no hay más camino que el recorrido por el judío que todo lo hizo bien, generoso en el perdón y dedicado de lleno a mejorar la vida de cuantos le rodeaban y escuchaban. Incluso su muerte por sedición, en el seno de un pueblo atenazado por un poder extranjero y sometido al juego sucio de manipuladores de la ley, salvó realmente a “su” pueblo, pueblo del que los cristianos formamos parte. En vida y muerte, él cumplió la voluntad de su Padre y bebió hasta la última gota amarga de su cáliz en beneficio de su pueblo, de todo pueblo.

Sin la menor duda, el Espíritu Santo, el espíritu de Jesús, nos habla hoy a través de los acontecimientos que entretejen y cincelan nuestras propias vidas. Hay en este mundo nuestro muchas guerras y hambres a las que todos los cristianos, como una piña, debemos poner remedio sirviéndonos de cuantos recursos y fuerzas tengamos. De estar persuadidos de que esa es la voluntad que Dios nos manifiesta a través de los signos de nuestro tiempo, podemos llegar muy lejos en el logro de tan encomiable cometido. El tirano que subyuga a unos y el codicioso que imposibilita la vida de otros deberían ser denostados como se merecen en el seno de nuestras comunidades. Son precisamente ellos los que convierten esta hermosa vida nuestra en un purgatorio y, seguramente, en el único infierno que nos acecha o que de hecho nos engulle. Desde luego, no me cabe la más mínima duda de que el Espíritu de Jesús nos está gritando con fuerza, a través de los signos de nuestro tiempo, que es mucho mejor vivir amándonos que odiándonos y que nuestros mortíferos tanques deben “convertirse” en vivificadores tractores.

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