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19.5.18. Vigilia de Pentecostés. Meditación bíblica sobre el Espíritu Santo

Sábado, 19 de mayo de 2018

fotoportada554969013d37d_06052015_106amDel blog de Xabier Pikaza:

El próximo 20 celebra la Iglesia la fiesta del espíritu Santo, con la que culmina el ciclo pascual, día en que se cumplen las Siete Semanas del centro del tiempo judío, es decir, es decir, Pentecostés.

Es día bueno para la reflexión y la acción de gracias, la Fiesta de la Alianza y la Ley Verdadera del Amor, del Espíritu de Dios que es el alma del Alma de la Iglesia. En esa línea, a modo de guión para una Vigilia de de Reflexión y espera, quiero ofrecer unas reflexiones bíblicas sobre el Espíritu Santo, con motivos que tomo del Diccionario de la Biblia, en el que expongo los varios aspectos del ema.

En sentido extenso, el Espíritu Santo es la hondura divina del hombre, siendo, al mismo tiempo, la hondura humana de Dios o, si se prefiere, el amor más hondo de Dios hacia los hombres.

En ese contexto debo recordar que el Espíritu no es una cosa más, un tipo de sustancia que podamos colocar entre otras, sino una especie de principio vital de la realidad, que la teología bíblica cristiana ha vinculado de un modo especial a la vida y obra de Jesús con el surgimiento de la Iglesia, entendida en forma de comunidad universal.

Buena preparación, buena Vigilia del Espíritu Santo para todos.


1. INTRODUCCIÓN. EL ESPÍRITU SANTO

1. Los planos del Espíritu.

Empecemos situando el espíritu, que, de un modo inicial y aproximado, podemos situar en tres niveles. Son muchos los que piensan que el espíritu es una especie de vida del cosmos… Otros dirán que no es más que una ilusión, pues todo lo que existe en el mundo es pura materia. Otros, finalmente, vinculan el Espíritu con el hombre y con Dios.

1. Algunos piensan que el espíritu, entendido como realidad del mundo y la materia, es pura ilusión. Después de dividir todas las cosas en dos sustancias (materia y espíritu), como han hecho la mayoría de los pensadores ilustrados de la Edad Moderna (entre los que destaca Descartes), muchos pensadores han terminado afirmando que en el fondo sólo hay una cosa: todo es materia. El espíritu no existe, es sólo una palabra que empleamos para referirnos a ciertos fenómenos complejos, como hacían los poetas en sus mitos. Todo lo que hay en el mundo son variaciones de la única materia, que aparece en ciertos momentos y vivientes como vida o entendimiento, porque el mismo entendimiento y voluntad son materiales y así pueden estudiarse por la ciencia (física y biología, matemática y sicología).

2. Hay un espíritu del cosmos:
somos parte de la gran Vida del mundo. Así respondieron algunos filósofos griegos y muchos científicos modernos: somos parte de un gran mundo que está vivo y respira, de tal forma que muchos, desde tiempos muy antiguos, tanto en Israel como en otros pueblos, han tendido a ver y entender el viento y tormenta como respiración divina del cosmos). De la vida del mundo venimos, en la vida del mundo moramos, a ella tornaremos. Ciertamente, hay algo especial en los humanos, pero nada individual que permanezca para siempre. Muchos ecologistas actuales, en la línea de B. Espinosa, añaden que debemos ser fieles al “espíritu del cosmos”: no tenemos más Dios que la Vida, ni más religión que el respeto al proceso viviente del cosmos.

3. Pero la teología de la Biblia habla de un modo especial del Espíritu de Dios y Espíritu del hombre, para vincularlos, en un camino que, según los cristianos, culmina en Jesucristo .
En sentido estricto, en sentido bíblico y cristiano, del Espíritu sólo puede hablarse allí donde se afirma que hay un Dios que existe en sí (no es puro mundo/materia) y que actúa de manera creadora y amorosa, ofreciendo de algún modo su Espíritu-Vida a los hombres. Dios no es Espíritu en cuanto ser cerrado (esencia inmaterial aislada), sino como Relación de todas las relaciones, como Amor fundante y Presencia animadora: se abre y entrega a sí mismo, como Vida radical y Fuente de comunicación para los humanos. El ser del Espíritu es darse: Apertura creadora, Aliento de amor generoso que sólo “se tiene a sí mismo” (en autopresencia) regalándose del todo. Por eso, siendo reales, las cosas se realizan en Dios; siendo autónomo, el hombre sólo puede hacerse humano en el Espíritu divino.

2. El Espíritu de Dios sobre las aguas. Principio bíblico

En la línea anterior quiero situarme, partiendo de la Biblia, no para encerrar a los hombres en Dios y negar su independencia (como harían ciertos hegelianos), sino para destacar su independencia. Por eso empiezo diciendo con la Biblia que hay un Dios personal (es autoposesión) que quiere comunicarse de manera libre, no imponerse, a los humanos, haciéndoles capaces de acoger su presencia y dialogar con él desde el mundo; estas son sus primeras palabras:

En el principio… la tierra era caos y confusión y oscuridad sobre el abismo. Pero el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas.
Y dijo Dios: “hágase la luz…”; y dijo Dios “sepárense las aguas…” (cf. Gen 1, 1-6).

El Espíritu, simbolizado como huracán de Dios, planea sobre el abismo de un mundo que en sí mismo sería caos confuso. Así aparece como presencia creadora, extática, de Dios, que actúa después por la Palabra (y dijo Dios…) para así comunicarse. El mismo Aliento de Dios, respiración creadora, es Palabra que llama, organiza y relaciona todo lo que existe. Avanzando en esta línea, se dirá que Dios ha creado con su Aliento al ser humano:

Formó Dios al hombre con barro del suelo e insufló en su nariz Espíritu de vida y resultó el humano un ser viviente…
Y le dijo Dios: “De cualquier árbol del jardín puedes comer,
más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,
pues el día en comieres de él morirás sin remedio” (Gen 2, 7.16-17).

Los hombres aparecen de esa forma vinculados Dios, inmersos en su respiración: han recibido su aliento, en amor que les hace capaces de comunicarse de un modo personal, abriéndoles a Dios. Pueden dialogar con él en libertad, pero sin “comer del árbol del conocimiento del bien-mal”, pues hacerlo sería encerrarse, alejarse de Dios, optar sólo por sí mismos, en un mundo de leyes y disputas sociales, en la complejidad de la historia. Eso significa que el Espíritu de Dios no puede imponerse, sino que deja en libertad a los humanos, haciéndoles capaces de ser o perderse (=morir), si es que prefieren crear un mundo de juicio (bien-mal), opuesto al deseo de Dios.

Dios hace a los hombres capaces de dialogar con él, pero no les impone su diálogo; les abre al amor, pero no les obliga a quererle. Este es el don y riesgo de paraíso y pecado primero (Gen 2-3), que son inseparables. El Espíritu de Dios es según eso Vida que no impone, Amor que no cautiva, sino eleva en libertad a los humanos, para que ellos mismos puedan ser personas y así optar, aceptando el don de gracia de Dios o rechazándolo, encerrados en su propia ley (adueñándose del conocimiento del bien mal). Ciertamente, reciben Ruah, aliento de Dios, pero sólo cuando dejan que su gracia les anime y capacite para vivir en comunión interhumana.

Entre la gracia, que viene de Dios, y la muerte que ellos crean habitan los humanos (cf. Sab 1, 15-16; 2, 23-24), seres paradójicos, llenos de riqueza, en el borde de mayor pobreza. Así decimos que el Espíritu es Dios, pero no como sustancia cerrada, sino como gracia creadora que se ofrece de manera gratuita a los humanos, para que puedan vivir en éxtasis de comunicación amorosa y gratuita. Y añadimos que los humanos son Espíritu en cuanto moran y viven dentro de la Vida divina. La Ruah (Espíritu) de Dios se identifica con su gracia (Cf. G. Auzou, Jueces, FAX, Madrid 1968, 85, 87, 94).

El Espíritu no es cosa ni ley, sino éxtasis creador y comunicación, en libertad personal. Es Dios Regalo (Autodonación), que nos hace nacer y vivir gratuitamente en su Presencia (sin imponerla por fuerza). Es la Humanidad regalada, que acoge el Aliento de Dios, y así vive desbordándose a sí misma, en gracia. Siendo gracia que no puede imponerse, el Espíritu va unido a la posibilidad del pecado, que se expresa donde los humanos quieren volverse “dueños del bien-mal”, sólo por sí mismos, abandonando la raíz del Espíritu divino. Pero, aunque ellos le abandonen, Dios sigue ofreciéndoles su aliento, para que puedan comunicarse y buscar el paraíso.

Se inicia así la historia del Espíritu, el despliegue de la humanidad que busca tanteante las fuentes de la gracia, permitiendo que Dios se comunique gratuitamente a ella, como Espíritu. La historia externa de la humanidad se encuentra dominada por el árbol del bien-mal, que se expresa como lucha mutua, dominio de unos sobre otros, violencia. Pero hay una historia más profunda de gracia, que se muestra donde Dios escoge en gratuidad a unos humanos, para hacerles bendición o principio de unidad sobre la tierra (Gen 12, 1-3).

Esta es la historia del Éxodo de Egipto y del mensaje de los grandes profetas, que señalan el camino que conduce, sobre la ley y violencia del mundo, al futuro de gracia y reconciliación de los humanos. Por eso, el Credo sigue confesando que el Espíritu habló por los profetas (no sólo en Israel: cf. Hebr 1,1-3), que abrieron sus vidas a Dios y transmitieron su Palabra de gracia y esperanza, sobre la ley de violencia del mundo, como saben los textos mesiánicos de Israel (cf. Is 2, 2-6; 11, 1-2; 41, 1-4; Ez 37).

3. Judaísmo. Riqueza y riesgo del Espíritu.

Para entender el sentido del Espíritu en Jesús y su evangelio debemos avanzar hasta la meta del Antiguo Testamento, dialogando con las posturas principales del judaísmo.

a. Teología rabínica, vacío del Espíritu.

Los fariseos del tiempo de Jesús, entre quienes hallaremos a Pablo, convertido a Jesús (cf. Flp 3, 5), tendían a pensar que el mundo está vacío del Espíritu, como si Dios no actuara de un modo directo, no hablara en este tiempo.

1. El Espíritu ha realizado su función en el pasado: ha dirigido a patriarcas y justos, se ha expresado en los profetas y ha inspirado la Escritura de los libros santos de Israel.
2. El Espíritu completará su acción en el futuro, llevando a plenitud la historia israelita y realizando el juicio: su acción final se identifica con la llegada de la salvación mesiánica.
3. Presente vacío. El rabinismo supone que el Espíritu quedó en silencio con la destrucción del Primer Templo (587 a. de C) y la muerte del último profeta: la Palabra enmudeció, cesaron las revelaciones.

Al afirmar que terminó la profecía y que el Espíritu no actúa ahora, el rabinismo expresaba su propia situación de desamparo: enmudece el Espíritu y la vida de los fieles queda bajo la obediencia a la Ley (oral o escrita). Los fieles ya no pueden comunicarse directamente con Dios: han comido el fruto prohibido, caen bajo la lucha del bien-mal; Dios se limita a resguardarles de la ira y violencia por Ley. Por eso, la Ley no es pura imposición, sino al contrario: refugio en tiempos de tormenta y violencia; Dios mismo la dio para que los hombres no se acaben destruyendo.

La Ley es buena, pero no es gracia: no permite que el hombre se descubra en libertad, dueño de sí, en apertura hacia Dios, en comunicación creadora, en experiencia gozosa del misterio. Ella tiende a ocupar el lugar del Espíritu: como si Dios no hablara ya directamente a los humanos, como si estos estuvieran sometidos a un poder externo, condenados a cumplir unos mandatos, sin más solución que la obediencia. Contra esa perspectiva se ha elevado Jesús y ha reaccionado violentamente Pablo. Pero debemos recordar que un legalismo como aquel, que pretende resguardar la vida con imposiciones, no es exclusivo de algunos judíos de entonces, pues se repite siempre que la religión y vida se vuelve rabinismo, incluso en la iglesia cristiana.

2. Apocalíptica y sabiduría. Futuro y presente del Espíritu.

Muchos apocalípticos del tiempo de Jesús superaron el esquema anterior, afirmando que Dios ha comenzado a revelarse y culminará su acción muy pronto, por medio del Espíritu. Así lo han afirmado los escritos de la tradición de Henoc: el Elegido de Dios está lleno del Espíritu de justicia (1 Hen 62, 2). Los pobres del mundo sufren condenados al silencio, pero existe en el “cielo” y viene ya el Humano (Elegido de Dios) “en quien habita el Espíritu de sabiduría, conocimiento y juicio” (cf. 1 Hen 49, 3-4).

Ese Elegido superior en quien reposa el Espíritu de Dios (como en nuevo Adán) es el Hijo del Humano, humanidad perfecta. Muchos judíos del tiempo de Jesús mantenían viva la esperanza apocalíptica y mesiánica del Espíritu, que es actuación liberadora de Dios. El mundo está dominado por el mal, los justos sufren, mueren los mártires, pero Dios vendrá para realizar su obra perfecta. En esta esperanza se inscribe el mensaje y vida de Jesús, cuando afirma que el Espíritu se expresa a través de su mensaje, como indicaremos, aunque con una diferencia esencial: los apocalípticos judíos tienden a entender el Espíritu a manera de ley escatológica y revancha triunfadora de los justos (en nivel de juicio); Jesús, en cambio, lo verá y revelará como poder de gracia, en amor liberador que muere, superando así la Ley del juicio.

Al lado de la apocalíptica, y mezclándose con ella, había una fuerte experiencia sapiencial, que identifica el Espíritu de Dios con su Sabiduría o Presencia iluminadora, conforme a la mejor experiencia del Génesis. El Espíritu aparece como hondura personal del ser humano que se abre extáticamente a Dios, descubriendo y acogiendo su gracia gozosa y sanadora. Jesús asumirá esta experiencia, enriquecida de un modo profético (apocalíptico), interpretando al Espíritu como Presencia en gratuidad, sobre un Sistema Ley que tiende a esclavizar al ser humano.

Los apocalípticos tomaban el Espíritu como Poder transformador futuro, que supera las dolencias y opresiones de este mundo, para suscitar la justicia; pero en general seguían vinculándole a diversas formas de violencia. Los sapienciales destacan la Hondura de la vida, que se abre a Dios desde el mundo. Pero unos y otros acaban viéndole como imposición o experiencia legal, que define y enmarca desde fuera a los humanos. Pues bien, superando ese nivel, desde una raíz auténticamente israelita, Jesús mostrará con su palabra y vida que el Espíritu es éxtasis de gracia comunicadora.

3. Qumrán.

Los esenios de Qumrán, cercanos a Jesús en tiempo y espacio (habitan junto al Mar Muerto, no lejos de Jerusalén), vinculan elementos legales, apocalípticos y sapienciales y se sienten adelantados y testigos de la manifestación final del juicio de Dios por su Espíritu. Ellos destacan un dato especial: los hijos de la luz están bajo el Espíritu bueno o Príncipe de la claridad; los perversos bajo el Espíritu malo o Ángel de las tinieblas. Hay, según eso, dos espíritus (de Verdad y Mentira) y la historia se concibe como campo donde se combaten, de tal forma que sólo al fin podrá lograrse el triunfo de Dios.

Qumrán defiende según eso un dualismo polémico. El Espíritu Bueno sólo se expresará del todo en el futuro, cuando Dios venza al Perverso. Por eso, los elegidos, Hijos de la Luz, aguardan su triunfo, aunque de algún modo poseen y gozan su presencia: los fieles de la comunidad han recibido la gracia del Espíritu bueno, han optado por su Luz y así aparecen como salvados, en anticipación escatológica. Su entrada en la comunidad y su pertenencia a ella va unida al “don del Espíritu” (cf. 1QH 14, 8-22; 16, 8-12). De esa forma, en contra del rabinismo (que cierra al Espíritu de Dios en el pasado y el futuro) y de la apocalíptica (que le sitúa al fin de las edades), los elegidos de Qumrán se dicen ya portadores del Espíritu.

La experiencia del Espíritu Bueno se expresa en el nuevo conocimiento, sabiduría y santidad que ellos poseen. La salvación no es sólo futura: el mismo tiempo actual se encuentra lleno de la acción de Dios, del presente del Espíritu, de forma que los santos de Qumrán poseen la certeza de que Dios les ha llamado y liberado de los males del mundo por su Espíritu de Santidad, que es certeza interior y victoria escatológica: derrotarán a los portadores del espíritu perverso. Por eso, cumplen cuidadosamente la Ley nacional, obsesionados por sus rituales de limpieza sacral y separación social, que interpretan de un modo restrictivo. Podemos llamarles carismáticos de la ley y separación sagrada, no de la gracia y comunión universal (como Jesús).

A veces se ha dicho que Jesús o Pablo (cf. 2 Cor 6, 14-7, 1; Ef 6, 10-20) tienen rasgos cercanos a los “separados” de Qumrán. Pero esa afirmación confunde los datos esenciales. Es claro que hallamos elementos comunes (lucha de Dios y Satán, lenguaje apocalíptico), como es lógico en grupos de cultura muy cercana. Pero las diferencias son mucho mayores: en contra de Qumrán, Jesús y Pablo han entendido el Espíritu como principio de gratuidad y universalidad, que rompe las fronteras del judaísmo legal (mientras Qumrán reforzaba esas fronteras).

MESAJE DE JESUS. PASCUA Y PENTECOSTÉS.

Los movimientos judíos del tiempo de Jesús tenían formas distintas de entender la acción y presencia del Espíritu, pero tendían a mirar esa presencia en claves “judiciales”, conforme a los principios de ley. De esa forma podían centrarse en un sistema religioso, que se funda en la gracia de Dios (como sabe el Génesis), pero la concretiza y expresa en formas de Ley nacional y juicio.
Ciertamente, sitúan en la base el don de Dios, pero lo concretan luego en una Ley o alianza que el pueblo ha de cumplir, instaurando así un sistema de juicio. No oponen gracia y ley, espíritu y letra, pues gracia y espíritu se muestran y realizan por la letra; pero tienden a mirar esa letra como ya fijado, para siempre. Pues bien, la visión de Jesús será distinta, trazando con respecto al judaísmo nacional una escisión que sigue todavía abierta, en una línea que Pablo ha destacado con gran fuerza.

1. Jesús se ha presentado como portador del Espíritu, y en eso no se distingue de otros grupos (apocalípticos o sapienciales). Pero es distinta su forma de entender la presencia y acción del Espíritu en gestos y experiencias de gracia sanadora, en apertura a los impuros y en búsqueda de universalidad que le llevará a ser condenado. Sus primeros cristianos dirán que Dios le ha resucitado por su Espíritu.
2. Pablo afirmará que el Espíritu de Dios nos ha librado de la Ley por Cristo: el Hijo de Dios no ha venido a sancionar la identidad israelita (distinguiendo por ley a buenos y perversos), sino a ofrecer salvación a todos los humanos. Asé entiende Pablo la apertura de Jesús a los marginados y pecadores como punto de partida de una misión salvadora abierta a todos los gentiles y pecadores de la tierra.

Este es el principio, el núcleo de las distinciones posteriores. El judaísmo nacional ofrecía también una promesa de gracia, pero pensaba que aún no había llegado el tiempo de la unión de todas las naciones. Jesús, en cambio, afirma que ha llegado, y así inicia un camino de apertura universal, desde los pobres y excluidos de su pueblo.

1. Jesús, profeta del Espíritu

El Espíritu pertenece a la intimidad de Dios (es lo más profundo de su vida, su gracia originaria). Pues bien, Jesús lo expresa y actualiza como poder liberador, que actúa ya, curando y animando, perdonando y vinculando en amor a los humanos. En esa línea se puede afirmar que, la venida y presencia de ese Espíritu de Dios es el Reino, que se expresa en las obras del Cristo: dar salud a los enfermos y bienaventuranza a los pobres (cf. Mt 11, 2-6 par). El mismo Espíritu es poder de sanación, libertad personal (auto-presencia) y apertura en comunión (cf. Mt 12, 15-21).

Otros profetas del tiempo, en la línea apocalíptica, anunciaban como Juan Bautista el juicio justiciero de Dios que destruye a los perversos, cumpliendo así la Ley antigua (cf. Mt 3, 7-12 par). Los rabinos perfeccionaban la Ley, los sabios buscaban formas mejores (elitistas) de presencia de la Sabiduría de Dios. Pues bien, entre ellos, de un modo especial, vino Jesús, mensajero del Reino de Dios y portador del Espíritu Santo, y su gesto primero fue curar con su poder a los excluidos del sistema social y sagrado, superando una línea de interioridad elitista o juicio. Así ha podido unir Espíritu y Reino, como supone una variante famosa del Padrenuestro (en Lc 11, 2): el Texto común dice: Venga tu Reino; una Lectura antigua traduce: Venga a nosotros tu Espíritu Santo.

Según eso, el Espíritu es poder y presencia de Reino: acción de Dios que viene como amor radical por Jesús. No es sólo promesa de futuro, transformación para el fin de los tiempos, según Ley, sino experiencia actual de salud y libertad, perdón y acogida gratuita que se abre a todos los humanos. Jesús no teoriza sobre el Espíritu, lo vive (vive inmerso en él) y lo expande, en gesto extático de libertad y comunicación sanadora, ofreciendo palabra (bienaventuranzas, sermón de la montaña) a los carentes de palabra y salud o curación, a los que yacen expulsados del sistema (leprosos, prostitutas, publicanos, enfermos, posesos…). Estos son para Jesús los espacios del Espíritu:

1. Espíritu y Palabra: ¡Tú eres mi Hijo!. Había soplado Dios en otro tiempo sobre el caos y el barro, para crear al hombre, llamado “barroso” (Adán). Ahora “sopla” de manera más intensa, en creación definitiva, expresándose de un modo total, en Palabra de gracia. Culminando una experiencia israelita de juicio, anunció el Bautista el viento-espíritu de Dios como huracán destructor, fin de la historia (cf. Mt 3, 7-11). Jesús, en cambio, volviendo al origen de la creación y fundándose en el Dios creador, anuncia el despliegue final del Espíritu, superando así el juicio de Adán (árbol del conocimiento del bien-mal), para instaurar el perdón y la gracia, por encima de un juicio de condena (cf. “no juzguéis”: Mt 7, 1 par). Así lo ratifica la tradición del bautismo (cf. Mc 1, 9-11 par), que vincula el Espíritu de Dios con su Palabra, cuando el mismo Dios dice a Jesús. ¡Tú eRes mi Hijo!

2. Espíritu y curación. La misma Palabra de Jesús era portadora del Espíritu y presencia de Vida: en sentido todavía más intenso, la Palabra era perdón para los pecadores, salud para los enfermos, bienaventuranza para los pobres y acogida para los antes expulsados de la alianza. Por eso ha llamado Jesús a publicanos y pecados al Banquero del Reino; cura a posesos y expulsados, acoge a pobres y perdidos. Así realiza la obra del Espíritu santo (=puro) en un mundo dominado por espíritus impuros, como indicarán los exorcismos (cf. Mt 12, 28 par). Esta acción curadora y esta lucha contra el espíritu perverso se expresa en las tentaciones (Mc1, 23-13; Mt 4, 1-11 par).

El tema del Espíritu nos lleva, según eso, al centro de la novedad evangélica, a la crisis mesiánica, donde se anuncia la caída del mundo antiguo, amenazado por el rigor de la Ley y el poder satánico. Precisamente allí donde Jesús anuncia el reino como fuerza creadora, curación y libertad humana (perdón, curaciones), se revela en plenitud el Espíritu de Dios, que así aparece como Espíritu cristiano (=del Cristo o Mesías). Se decía desde antiguo que el Espíritu de Dios (prudencia y sabiduría, consejo y valentía; cf. Is 11, 1-2) reposaría sobre el rey final. Así lo repetían los discursos mesiánicos y apocalípticos: el mesías de Dios actuará con la fuerza de su Espíritu, para destruir a los perversos e instaurar el reino. Pues bien, la tradición cristiana sabe que Jesús ha recibido el espíritu mesiánico (cf. Mc 1, 9-11 par), aunque de modo distinto, como “servidor de los pobres”, no como señor impositivo (cf. Mt 12, 18).

Este servicio del Espíritu aparece por los exorcismos, cuando Jesús lucha contra la impureza y muerte. Otros podían suponer que el Diablo (compendio-jefe de los espíritus perversos) está encarnado en Roma o en las grandes estructuras de la política o del cosmos (como hará en cierto sentido el libro del Apocalipsis). Jesús no ha combatido expresamente esa opinión, pero ha descubierto la presencia de Satán de un modo muy particular en los enfermos y expulsados del sistema sagrado de su tiempo, en los posesos, realizando una labor especial como exorcista. Pero los escribas de la pura Ley le acusan, diciendo que actúa con la fuerza de Satán, como un poseso peculiar del Diablo, pues su gesto constituye una amenaza contra el orden de la Ley (que distingue a buenos y malos). Jesús se defiende y responde:

Pero si yo expulso a los demonios con el Espíritu de Dios
es que el Reino de Dios está llegando a vosotros (Mt 12, 28).

La variante anterior del Padrenuestro (venga tu Espíritu) podía completarse con la petición final: más líbranos del Malo (=Perverso o Diablo). Esto hace Jesús: quiere librarnos del Perverso, conducirnos hacia el Reino. Satán es lo que oprime y perturba al ser humano, haciéndole esclavo de sí mismo, de la conflictividad social y de la muerte. El Espíritu, en cambio, es poder de creación, Vida de Dios que actúa por el Reino (en curación, acogida, salud, esperanza), a favor de los humanos. Así expresa Jesús la lucha escatológica del judaísmo (en especial de Qumrán): la batalla entre Satán-Espíritu perverso (con sus demonios) y el Espíritu de Dios (gracia universal).

1. Demonios son lo que destruye a los humanos. Muchos judíos pensaban que debían ser expulsados (curando a los posesos), pero debía hacerse según Ley, guardando la estructura nacional.
2. Jesús ha descubierto que la Ley ayuda al pueblo en su conjunto (al sistema sacral), pero oprime a los más débiles y rechaza a los impuros, pecadores, diferentes. Así ha visto que Satán se esconde y actúa en el sistema. Por eso cura a los enfermos y expulsados. Lógicamente, su gesto es polémico: acusa de diabólico al sistema legal del judaísmo. Es normal que el sistema responda declarándole poseso.

Por eso, al rechazar la acusación de los escribas, Jesús defiende, por encima de la Ley, su acción por los proscritos de Israel (los posesos e impuros), declarando que el mismo Espíritu de Dios le avala. No acepta el control de los escribas, con sus purezas nacionales, sino que actúa como portador del Espíritu, para acoger a los excluidos del sistema. Así se definen los frentes. Demoníaco es aquello que oprime y excluye al ser humano. Del Espíritu aquello que libera y comunica. De esa forma eleva Jesús, sobre la nación-ley de Israel, el don poderoso del Espíritu (reino de Dios), en favor de todos y de un modo especial de aquellos a quienes el sistema rechaza o condena. Esta es su tarea, la clave de su vida y mensaje: como portador del Espíritu de Dios, suscita una comunidad abierta a los necesitados y proscritos, por pura gracia, sobre toda ley. Así ofrece libertad de Dios a los oprimidos, iniciando la obra escatológica anunciada por los profetas:

El Espíritu del Señor está sobre mí;
– por eso me ha ungido para ofrecer la buena nueva a los pobres,
– me ha enviado para proclamar la libertad a los cautivos
‒ para dar vista a los ciegos… y anunciar el año agradable al Señor
(Lc 4, 18; cf. Is 61, 1-2; 58, 6).

Los que toman al Espíritu en clave nacional, como poder divino al servicio de sus intereses religiosos y sociales, acusan a Jesús y quieren despeñarle, en talión de linchamiento (Lc 4, 29). Le condenan porque ofrece salud, esperanza y libertad a los enfermos, expulsados, deshonrados, y así rompe las fronteras y normas nacionales. El mismo Espíritu de amor (que incluye a los excluidos y cura a los incurables) se vuelve causa de rencor y venganza para aquellos que quieren mantener sus ventajas. Esa es la tarea, ese el misterio. Jesús quiere ofrecer a los excluidos, por medio del Espíritu, un espacio de vida y comunión (perdón y gratuidad). Pero los que viven de excluir a los demás quieren matarle y él escapa, por ahora (cf. Lc 4, 28-30). En este contexto se entiende el pecado contra el Espíritu, propio del contexto anterior (Mt 12, 31-32):

1. Apertura del Espíritu. Todos los pecados se perdonan, porque el Dios de gracia acoge a pequeños y expulsados: su Espíritu es perdón, comunión y reino que supera las fronteras de los privilegios legales y sacrales. Esto suscita el rechazo de quienes pretenden conservar su identidad sacral por ley divina.
2. Autoexclusión de los excluyentes. Los que rechazan el perdón (no acogen ni perdonan a los rechazados) se condenan a sí mismos, se separan de la gracia: excluyen toda salvación, pecando contra el Espíritu Santo, que es perdón y gratuidad de Dios o Reino (cf. Mc 3, 28-30 par).

Este es el escándalo más fuerte, la novedad que han detectado los adversarios de Jesús cuando le acusan de romper el orden de la Ley de Dios, que ellos reclaman como propia. Pero Jesús no les acepta: es un carismático, hombre de experiencia, gozo fuerte y admirado. Así le vemos en alabanza y oración (cf. 11, 25-27), descubriendo la caída de Satán (Lc 10, 18), como un transfigurado (cf. Mc 9, 2-9 par). No es carismático visionario, arrastrado por un fluir de revelaciones interiores del Espíritu, sino liberador, hombre de acción fuerte, que ha en que ha visto y cultivado la presencia del Espíritu de Dios en el amor, que ofrece de manera fuerte, contagiosa, a los enfermos y expulsados del sistema. Siendo poderoso es débil, pues no se impone y debe aceptar la persecución de los prepotentes. En este contexto, como en las bienaventuranzas (cf. Lc 6, 22-23), puede hablar de persecución y presencia del Espíritu:

Y cuando os lleven para entregaros (a los sanedrines y juicios del mundo…)
no andéis pensando lo que habéis de decir,
pues diréis aquello que Dios os inspire en aquella hora:
porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo (Mc 13, 11).

El Espíritu es la fuerza de los débiles: presencia de Dios que sostiene a los derrotados de la historia, ofreciendo una palabra que desborda todos los discursos de violencia y juicio de este mundo, como recordará Juan hablando del Paráclito

2. Pascua de Jesús. Espíritu y resurrección

Parece que la muerte de Jesús ha puesto a prueba y refutado los aspectos anteriores de su vida y mensaje: en nombre del Dios de su Templo le condenan los sacerdotes de Jerusalén; con la autoridad del Imperio sagrado le ejecutan los romanos, como a esclavo rebelde, en la cruz, y su cadáver se eleva sobre el suelo, en signo de maldición (cf. Gal 3, 13). Ha pedido ayuda a Dios, ha preguntado con angustia, pero nadie le responde sobre el mundo (cf. Mc 14, 36; 15, 34). Los representantes oficiales de templo pueden ridiculizarle, trenzando una danza macabra de burla: “había confiado en Dios, que Dios le salve”… (cf. Mc 15, 26-32 par).

El tema cristiano del Espíritu Santo se define y culmina en la cruz. Vimos que Dios sopló su Espíritu al Adán en el principio. Ahora, Jesús expira, “entrega su Espíritu”, muere (cf. Mc 15, 39), elevando ante Dios la gran protesta de la humanidad, el grito de los asesinados de la historia: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). Humanamente no puede comprender, y así protesta: ¿dónde está el Espíritu de Dios? Pero en la raíz de su lamento late la fe suprema del creyente que confía en Dios desde su abandono, la fe del enviado mesiánico, amigo de los pobres, que ha ofrecido el Espíritu (curación, perdón y comunión) a los excluidos de su pueblo. Así muere, elevando una pregunta que puede responderse de tres formas:

1. Sacerdotes y soldados piensan que Jesús no tenía Espíritu de Dios. Su mensaje era contrario a los principios sacrales de templo judío, al imperio romano. Templo e imperio han triunfado. Jesús está bien muerto.
2. Creyentes apocalípticos afirman que el Espíritu de Dios vencerá sólo al final. Muchos judeocristianos y judíos afirman que el Reino sólo puede llegar en el mundo nuevo (cf. Rom 4, 17); este tiempo sigue dominado por la violencia: el ideal del Espíritu-Reino de Jesús no puede cumplirse en la historia (cf. Hech 1, 6).
3. Cristianos pascuales: es tiempo de Espíritu. Confiesan que Dios ha resucitado ya a Jesús por su Espíritu (cf. Rom 1, 3-4; 4, 24), inaugurando la nueva creación, la plenitud escatológica. La Cruz es para ellos ofrenda amorosa de Jesús (se ha entregado por el Espíritu eterno: Hebr 9, 14) y don de Dios “que estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo mismo” en el Espíritu (cf. 2Cor 5, 19).

Esta es la crisis, el impulso creador, que ha transformado la mente y conducta de Pablo, el primer escritor cristiano conocido, cuando afirma: el Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu está la libertad, la creación escatológica (cf. 2Cor 3, 19). Sacerdotes y rabinos pudieron condenar a Jesús porque tenían un velo ante sus ojos, por miedo de mirar a Dios y de asumir la muerte en libertad y entrega amorosa por el reino (cf. 2Cor 3, 12-16; cf. Ex 34, 33.35). Pues bien, Jesús lo ha rasgado: ha traspasado en gracia y claridad la frontera de la muerte y así nos permite mirar con ojos abiertos al Dios del Espíritu, que ha dado su Vida (Resurrección) al Señor crucificado.

En un plano, la cruz es fracaso: derrota y sufrimiento del mensajero del Espíritu. Pero allí donde ha fracasado en amor (mostrando que este mundo no se puede redimir y humanizar por Ley) eleva Dios su gracia superior y da su Vida al Cristo muerto. Ya no “sopla” simplemente con su aliento al primer de barro (Adán; cf. Gen 2), sino que ofrece su Espíritu total y resucita (en Vida plena, trinitaria), al Cristo derrotado por amor, que ha dado su vida por el Reino y cuelga del madero en el Calvario (cf. 1Cor 15, 42-45). La pascua es expresión suprema del Espíritu. Lo que empezó en Adán (viviente del mundo) culmina en Cristo (Espíritu de vida). Este es el acontecimiento del Espíritu de Dios, que despliega su Vida resucitando a Jesús de la muerte. Se ha instaurado así el Encuentro pleno (Jesús- Padre), Dios se ha revelado del todo a los humanos:

1. Jesús, Espíritu en la muerte, amor pleno. Podía parecer que el Espíritu actuaba a través de un triunfo externo del Mesías: No sólo por la curación de los enfermos y por exorcismos, sino también y sobre todo por el cambio externo de la sociedad. Pues bien, ahora sabemos que Dios ha expresado su poder supremo en el Calvario, por la entrega de Jesús, en debilidad de amor, siendo derrotado por el poder de los sacerdotes de Jerusalén y del Imperio de roma. Ésta ha sido la gran “batalla” de Jesús, su verdadero exorcismo, este su triunfo: El ha permanece fiel, poniéndose en manos de Dios, para bien de los más pobres, siendo derrotado por el sistema de templo y del imperio. Pero precisamente a través de esa derrota ha derrotado al poder de lo diabólico. En esa línea, Hebr 9, 14 dirá que ha muerto en el Espíritu y el evangelio de Juan añadirá que “emitió el Espíritu”, lo entregó en manos de Dios, poniéndolo en manos de los hombres (cf. Jn 19, 30).

2. Dios Padre, Espíritu pascual, respuesta de amor. Jesús se ha puesto en manos de Dios por el Espíritu (en impotencia de amor). El Padre le acoge y libera de la muerte (le desclava de la cruz, le arranca del sepulcro, le saca del infierno: Liturgia del Sábado Santo), desplegando y realizando su amor trinitario. De esa forma se vinculan e identifican Espíritu de Jesús (que da su vida al Padre, al regalarla a los humanos) y Espíritu del Padre (que le acoge en la muerte, para darle de nuevo a los humano). Son estando unidos en amor, se abrazan en amor, al mismo tiempo, y así culmina en ellos todo tiempo.

3. Espíritu de Dios, Espíritu de Cristo: Vida para los hombres. La pascua, que es diálogo de amor entre el Padre y su Hijo Jesús, que supera a la muerte en la muerte, no es pura acción externa de Dios, sino esencia y presencia del Espíritu divino (eterno), que penetra en la historia haciendo que en Jesús tengamos Historia salvadora. Así lo han proclamado y vivido los cristianos, descubriendo que la misma Pascua (triunfo de Jesús) se vuelve Pentecostés: reunidos como iglesia, los creyentes han recibido el Espíritu divino y mesiánico del Cristo, en comunión de amor, entrega mutua, culminada por la muerte, abierta a la resurrección. No hay que esperar al fin del mundo (Ap 21-22) para descubrir al Espíritu de Dios, pues podemos acogerlo, desde ahora, en el camino de amor de la iglesia.

El libro de Hechos sitúa la experiencia de Pentecostés a los cuarenta días de Pascua, con el surgimiento de la iglesia, vinculando y separando así, de forma pedagógica y clara, triunfo de Jesús e irrupción de su Espíritu. Desde otra perspectiva, tanto Mateo como Pablo y Juan han unido ambos momentos (el día de pascua vino Jesús a sus discípulos miedosos… y alentó sobre ellos, diciendo “recibid el Espíritu santo…”: Jn 20, 21-22; cf. Mt 28, 16-20). Sea como fuere, la Pascua se expande en Pentecostés, “día” de nueva creación, presencia del Espíritu a través de la iglesia. Antes podía parecer aislado, lejos de la lucha y esperanza humana. Ahora se humaniza por el evangelio: es Espíritu de Cristo, verdad de su mensaje en la historia, amor universal:

1. Historia. Muchos judíos pensaban que Espíritu y Reino llegarían sólo al fin, cuando el tiempo terminara y no hubiera más cojos y pobres, enfermos y muertos sobre el mundo. Por la pascua de Jesús, descubren los cristianos que Dios se hace presente en la historia, para enriquecerla y no acabarla. ¡El Espíritu ha llegado, pero el tiempo no termina, sino empieza de manera nueva, como tiempo de vida-curación y gracia, en medio de una humanidad externamente dominada por la muerte!

2. Universalidad. La ley era propia de un pueblo: sancionaba su elección y santidad particular. El Espíritu de Pentecostés abre un espacio de gracia donde todos pueden convivir, no en imposición (como sistema), sino en transparencia y libertad. Lo más fácil sería cambiar todo por fuerza; pero en ese caso, el Reino sería imposición contra la gracia; no sería universal, pues la unión de todos los hombres y mujeres de la historia sólo puede conseguirse en amor gratuito, por encima de los sistemas globales de imposición.

Este es la novedad del evangelio: Jesús resucitado ofrece el agua del Espíritu, río de Vida, en concordia, a todos los humanos, superando la ley particular del viejo templo (cueva de una banda particular de hombres sagrados: cf. Mc 11, 15-19 par). Todos pueden ya venir, beber el agua del Espíritu, pues Cristo, mesías del amor en cruz (no impositivo) ha sido ya glorificado. Globalizar aquel templo de Jerusalén hubiera sido dictadura; Jesús ofrece por su Espíritu el agua de gracia y unión universal que esperaba en verdad el judaísmo (cf. Jn 7, 37-39).

3. Pentecostés. Espíritu e iglesia

La presencia pascual del Espíritu se hace visible en una iglesia o comunión escatológica de perdonados (liberados) que celebran la victoria de Jesús sobre la muerte, apareciendo como expresión privilegiada de la Vida de Dios, en libertad; es signo del Espíritu de Dios que actúa por Jesús, aquí y ahora, en el camino que brota de la pascua:

1. Los judeo-cristianos de Jerusalén, aun aceptando a Jesús como Señor, tenían miedo de perder su identidad al “globalizarse”, es decir, al abandonar su identidad especial y unirse a todos los pueblos antes de tiempo. Preferían esperar. Así se mantenían como grupo de renovación escatológica, al interior del judaísmo, hasta que viniera Jesús de un modo glorioso. Pensaban que no había llegado el tiempo de la misión universal.
2. Los judeo-helenistas cristianos y después Pablo (cf. Hech 6-15) han comprendido que el Espíritu de Cristo ha roto las barreras nacionales de Israel, suscitando una comunión escatológica, es decir, universal pero no global (no impositiva), de fieles liberados de la ley y abiertos por la fe y amor del Cristo a todos los humanos. Con ellos se inicia la iglesia verdadera (cf. Ef 2, 14-22).

Los hombres por sí no podían formar una comunión universal: su afán de conquista, el deseo de elevar una gran Torre frente a Dios, como sistema de seguridad global, les había llevado a enfrentarse, confundirse y dividirse, creando naciones y estados (cf. Gen 11: Torre de Babel). Pues bien, para unificar a los humanos en amor y gratuidad, no por la Torre global, había elegido Dios al pueblo de Abraham, portador de bendición y unidad pacificada para todas las naciones (cf. Gen 12, 1-3).

Como plenitud de esa promesa, inversión de Babel y cumplimiento de Abrahán, ha surgido la iglesia donde el gesto sanador de Jesús (que vence a los demonios) se vuelve Espíritu católico, de unidad universal, creyente (cf. Gal 3-4; Rom 3-4).

Esta es la novedad y tarea de la iglesia, que Lucas presenta en Hech 2 como principio de concordia para todos los hombres. No busca la unidad como sistema o Torre que resguarda y unifica por la fuerza a los humanos, pues ello sería confusión y dictadura (cf. Gen 11). Tampoco por ley, imponiendo una organización sacral planificada, como la del viejo Templo. Al contrario, ella ofrece la unidad del evangelio, que se expresa y concreta en el Espíritu, pasando de la Torre y de la Ley particular, al amor liberador que puede vincular gratuitamente a todos los humanos en la historia. En ese fondo se ilumina el texto ya citado (Hech 2):

1. Experiencia de Dios: signos carismáticos. El Espíritu de Dios es viento y terremoto, lenguas de fuego, calor hecho palabra de anuncio o misión universal (cf. Gen 1, 1-4). Este pasaje condensa una experiencia común de la iglesia: los primeros cristianos no empezaron teorizando, sino que se descubrieron transformados por la presencia amorosa del Espíritu, recreados en amor y gozo, en plenitud y misterio, por su fuerza (cf. Hech 4, 31; 10, 44-48). El Don de Jesús se vuelve experiencia da creación interior compartida: animados por su Espíritu, los fieles se vuelven capaces de hablar otras lenguas (glosolalia), en comunión de amor abierto a todas las culturas y naciones de la tierra (cf. Hech 2, 4).

2. Apertura universal. La experiencia carismática suele ser individual o de pequeños grupos que se cierra en sí mismos. En contra de eso, Lucas sabe que el Espíritu de Pentecostés se hizo palabra de comunión y comunicación (misión para todos los pueblos). El templo de Jerusalén se había vuelto Babel de robo y rechazo (cf. Mc 11, 17; Hech 7, 44-53) donde venían gentes de todas las naciones (cf. Hech 2, 5), sin lograr comunicarse. En contra de eso, los cristianos reciben en su propia casa (no en un templo) una experiencia de gracia y comunicación católica: de esa manera, aquello que parece más personal e intransferible (nuestro Espíritu) se vuelve Palabra para todos los humanos. Esta es la experiencia germinal de la nueva humanidad: Pentecostés es raíz y principio de unión para los pueblos (partos, medos, elamitas: cf. 2, 9).

El Espíritu se vuelve en Cristo Reconciliación (cf. 2Cor 5, 19) que desborda las fronteras de la Ley, abriendo desde el mismo judaísmo (desde Jerusalén) un camino hacia todos los humanos:

recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, y en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra (Hech 1, 8).

Esperaban y querían la restauración nacional (cf. Hech 1, 6-7). Jesús les ofrece su Espíritu, para que sean testigos de amor universal en todas las naciones, abriendo así un espacio de vida compartida gratuita, no global, mientras siga la historia (cf. Hech 1, 11):

1. Jesús había superado un tipo de estructura nacional de Israel, en línea de ley, al convocar para su reino a los perdidos-pecadores-expulsados, judíos que se hallaban fuera de la alianza. Sin el recuerdo de su gesto, sin su acercamiento a los impuros, sobre de la Ley nacional, pierde sentido el evangelio, se niega el Espíritu cristiano.
2. Los discípulos pascuales de Jesús convocan para el reino, por la iglesia, a todos los humanos. Así rompen la barrera israelita, para abrirse a quienes crean de todas las naciones, uniéndoles en una iglesia, sin más condición de entrada que la fe, sin más compromiso de vida que el amor en el Espíritu.

Los creyentes pueden ser y siguen siendo muy distintos, de razas y pueblos, lenguas y naciones diferentes, sin uniones violentas (en la línea de la Torre), pues les vincula una fe común en Dios que ha liberado por Cristo a los humanos, un amor concreto, una experiencia de Vida compartida, un mismo Espíritu. Superando una Ley nacional (pueblo elegido) emerge el Espíritu de Cristo, que es “amor, gozo, paz” (cf. Gal 5, 22) para todos los humanos, elegidos a la Vida. En esta línea se sitúa Lucas al contar en Hech la historia de la iglesia en sincronía (el Espíritu es principio de unidad comunitaria, superando las barreras de judíos y gentiles, en diálogo de amor) y diacronía (el Espíritu es unión final en libertad de todos los creyente). Así puede proclamar Ef 4, 4 su palabra: “un Cuerpo y un Espíritu”, pues habéis sido llamados a una misma esperanza.

Los nuevos cristianos pascuales (y pentecostales), no querían crear una nueva religión, una iglesia separada de la comunidad judía. Pero, de hecho, profundizando en su experiencia pascual, han abierto en el Espíritu un espacio de comunicación (en Cuerpo y Espíritu, pan y misterio) para todos los humanos. Pentecostés no es experiencia de la inmortalidad divina del alma, negación de la materia (contra la gnosis), pura esperanza futura o afirmación del eterno retorno de la vida, sino descubrimiento y despliegue universal de la Pascua, que se abre como espacio de comunión concreta (en Cuerpo y Espíritu) para todos los humanos:

1. Pascua. Jesús vivió y murió por los excluidos del sistema, entregándose así a Dios, que le recibió en su Vida (=Espíritu) de amor. Este es su milagro: un amor abierto en gratuidad a todos los humanos. Al principio, sus discípulos no lo comprendieron: escapan, fracasados y se escandalizan, atrapados en las mallas de su muerte. Pero después vuelven en sí (=vuelven a Jesús, en Dios) por el Espíritu y descubren que la Pascua cumple la “lógica” de reino: es Amor universal que triunfa de la muerte.
2. Pentecostés. El Amor la pascua es el Espíritu: el mismo Amor de comunión de Dios (el Espíritu del Padre y de Jesús, su Hijo), que se abre a todos los humanos, como experiencia salvadora y comunión universal. Jesús no ha recorrido su camino para si, sino por todos los humanos (a partir de los excluidos del sistema). Por eso, su resurrección se expande y expresa a través del pentecostés misionero de la iglesia, que lleva su mensaje y vida (su amor de comunión) a todas las naciones.

Esto significa que la pascua es un haz de misterios que expresan y condensan todo el cristianismo. Así lo ha ido mostrando (descubriendo) la tradición eclesial, que ha estructurado el mensaje y vida de Jesús en forma trinitaria (cf. Mt 28, 19):

1. El centro es Jesús, pretendiente mesiánico crucificado a quien el Padre engendra como Hijo (en Vida pascual), haciéndole principio y germen de comunión para los humanos. Ciertamente, muchos judíos aguardaban la Resurrección para el fin del tiempo, como sabe Marta (Jn 11, 24), pero los seguidores de Jesús han descubierto y confesado que ella se expresa y anticipa en la pascua de Jesús. Por eso ya no hablan de resurrección en general, sino de Jesús resucitado. No proclaman un dogma para el fin del mundo, sino una experiencia de recreación, realizada en Jesús, en el centro de la historia humana.
2. En el principio está Dios Padre, que ha resucitado a Jesús: le ha recibido por su Espíritu, ofreciéndole su Vida, en gratuidad, por siempre. Por eso, la resurrección no es una propiedad aislada de Jesús, algo que él tiene para sí, sino un momento de su diálogo con Dios. Así se manifiesta Dios por la resurrección como Padre verdadero, que le ha resucitado de los muertos (cf. Rom 4, 24). Jesús es “mesías”, Hijo de Dios, porque ha dado su vida (Espíritu) en amor a Dios Padre (al darla a los humanos); Dios es Padre porque ha recibido a Jesús en su Vida (Espíritu), al resucitarle de los muertos. La Pascua es así la expresión y plenitud de comunión divina, revelación plena del Padre. Dios no da su Vida (Espíritu) a uno cualquiera, a un rey o general del mundo, sino a Jesús crucificado.
3. Todo culmina en el Espíritu santo, experiencia de amor íntimo y comunión universal que brota de la pascua. La resurrección no pertenece al Padre aislado, no es tampoco una propiedad individual de Jesús, sino hondura y plenitud de su Encuentro en el Espíritu, que se abre a los humanos en la historia. En esa línea, podemos añadir que la resurrección de Jesús se identifica con el despliegue del Espíritu divino (inmanencia trinitaria), que se expresa y manifiesta en el mismo camino de la historia (en la misión y comunión universal de los cristianos). Así lo saben y dicen de formas convergentes Lc 24, Hech 1-2 y Jn 20, 19-23: cesan las limitaciones anteriores y la iglesia, que los primeros cristianos habían entendido como meta de peregrinación universal para los pueblos, se convierte por el Espíritu en punto de partida de un camino misionero abierto a todas las naciones. Allí donde parecía que la historia ha terminado empieza verdaderamente el tiempo del Espíritu, la misión pascual de los creyentes.

Los cristianos saben por un lado que todo se ha cumplido con la pascua Por otro descubren que todo está empezando: la pascua es principio de nueva creación, fuente de unidad (salvación) para todos los humanos. La primera creación (Gen 1) fue obra del Espíritu universal de Dios (que se cernía sobre las aguas del abismo), haciéndose Palabra creadora que separa y vincula (coloca en su lugar) a cada uno de los elementos. La segunda (cf. Hech 2) es obra del Espíritu de Cristo, que se posa como lenguas de fuego sobre todos los creyentes, para que experimenten el misterio de Dios, y expandan su Palabra a los pueblos de la tierra (glosolalia).
El Espíritu Primero era fuerza cósmica, energía creadora que se expresa en el surgimiento de la luz y de los astros, de las plantas y animales. El Espíritu Segundo es amor gratuito y creador, que se expande y actúa por Cristo, como principio de vinculación universal. Por eso es esencialmente misionero: amor ofrecido a todos los humanos, sin distinción de raza o pueblo, no como de globalización impuesta a favor o desde los prepotentes del sistema

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