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Hacia la construcción de puentes entre la Iglesia y la comunidad LGTB

Jueves, 4 de mayo de 2017

homo-768x662Agradecemos al autor y a Cristianismo y Justicia el conocer este artículo al habernos mencionado en su twitter

Juanjo Peris. “Nací en la última generación de homosexuales que creció preguntándose si era el único en todo el planeta que sentía como yo”.  La frase es de  Cleve Jones en sus memorias  sobre los años de militancia en el movimiento “que salvo mi vida” en el San Francisco de Harvey Milk, pero me la podría haber atribuido a mí mismo ya que, una generación más tarde, sigue existiendo contextos de exclusión.

Crecer en un contexto de ausencia de referentes y rechazo no es fácil. Es conocido que las tasas de depresión y suicidio son más alta en la población homosexual que en el resto de población. Alan Downs, en base a las entrevistas con sus clientes, defiende, que muchos de los varones homosexuales pasan por tres etapas: una primera de estar invadidos por la vergüenza, donde aprenden a cortarse en pedazos, mostrando a los demás aquello que sería aceptable, y autocensurándose ocultando aquello que no se considera aceptable en el entorno social (algunos de sus clientes llegaron incluso a tener puestos destacados en organizaciones e iglesias homófobas durante esta etapa). Una segunda, de compensación, soledad y adicción. Y una tercera de aceptación completa, de desaprender lo erróneamente aprendido y de aprender a cultivar autenticidad. 

En un reciente estudio con profesores LGTB (Lesbianas, Gais, Bisexuales y Transexuales) en USA, al ser estos preguntados sobre si sus alumnos y compañeros conocían su identidad, mayoritariamente admitían que tenían muy clara la separación entre vida pública y vida privada. No obstante, al preguntarles qué pensaban sobre que sus compañeros heterosexuales tuvieran fotos de sus parejas en el despacho, y acudieran con ellas a las recepciones y fiestas del colegio, se daban cuenta que cuando decían “tener clara la separación entre vida pública y vida privada” se refería exclusivamente a la población LGTB.

No se trata solamente de un tema de autoaceptación personal, se trata de vivir en autenticidad, y más allá de escapar a la tentación permanente de obtener validación de los demás, vivir en espacios de libertad. De ahí el error de los aparentemente tolerantes con las personas LGTB que piden que vivan “con discreción” fomentando “doble vida” y falta de utenticidad.

Cuando comencé a relacionarme con grupos LGTB, me llamó bastante la atención que muchos de sus líderes provenían de ámbitos cristianos. Muchos de ellos habían sido personas muy activas en sus comunidades, con algún tipo de responsabilidad hasta que algún día, al ser descubierta o revelar su homosexualidad, fueron expulsados o relevados de sus cargos. Algunos decidieron iniciar andadura de militancia en otros ámbitos de defensa de derechos humanos. Al no tener cabida en las estructuras eclesiales, algunos decidieron iniciar grupos de oración o de reflexión sobre el Evangelio en locales de colectivos LGTB, lo cual no siempre era comprendido por el resto de miembros que lo veían como una especie de autoexclusión interiorizada.

En este tiempo en Londres, con mayor pluralidad de iglesias cristianas, me he podido encontrar con personas LGTB que “por coherencia” abandonaron la iglesia católica para abrazar otras tradiciones cristianas “inclusivas”. Personalmente entendía que participaran en comunidades donde se sienten acogidos, pero ¿cambiar por algo que puede cambiar en el futuro?

En una clasificación, que leí hace bastante tiempo, sobre de la postura de distintos grupos cristianos ante  la “homosexualidad” encontramos una primera que niega la existencia misma de la homosexualidad: la “atracción hacia personas del mismo sexo” es una patología y en consecuencia los “actos homosexuales” son malos. Una segunda postura, sí que admite la existencia de personas LGTB, pero no acepta la relación sexual entre dos personas del mismo sexo (las personas LGTB estarían, por tanto, llamadas a la vida en celibato). Y una tercera, admitiría tanto la existencia de personas LGTB, como aceptaría las relaciones, bendiciendo uniones entre personas del mismo sexo.

Iglesias “cristianas” patrocinadoras de campañas como “God hates fags”, o de clínicas de curación a personas homosexuales pertenecerían a la primera postura. Exodus Internacional era una de esas clínicas que tras 37 años ofreciendo programas de “curación y reconversión” cerró sus puertas, no sin antes reconocer el nulo efecto de sus terapias y pedir perdón a las víctimas por el “daño y sufrimiento provocado”.

La postura de la iglesia Católica no es uniforme, se ha movido con cierta ambigüedad entre el primer y el segundo grupo. La conocida frase del Papa Francisco, “Quién soy yo para juzgar a un gay”, me alegró de manera muy especial porque personalmente lo consideraba un reconocimiento de la existencia de las personas LGTB y por lo tanto un distanciamiento de la postura más excluyente.

La brecha entre la comunidad LGTB y la comunidad cristiana se ha fraguado durante mucho tiempo sin que hubiera voces en el interior de la iglesia que promovieran un acercamiento. No faltaba quienes reconocían en privado, pero no defendían en público. El reconocimiento y la visibilidad es el primer paso. La construcción de puentes entre las personas LGTB y la comunidad cristiana es urgente. Es necesario caminar hacia una iglesia absolutamente no excluyente que entienda que hay diversas formas de amar. Debemos desterrar fantasmas y propiciar el encuentro. Lo contrario priva a las personas LGTB de la comunidad cristiana y a la comunidad cristiana de los dones y regalos de la comunidad LGTB. Se trata al fin, para las personas LGTB, de vivir, de reconocerse y abrazarse como su creador les soñó, a su imagen y semejanza, viviendo en autenticidad y en verdad. Se trata, para el resto de comunidad cristiana, de abrirse a la diversidad, haciendo que la iglesia sea un verdadero recinto de verdad y de amor.

Imagen extraída de: Si las tortugas hablaran…

Fuente Cristianismo y Justicia

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