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“Lo que se esconde bajo la sotana” por José Ramón Blázquez, víctima de abusos: “Munilla mintió”…

Jueves, 19 de enero de 2017
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kruz-mendizabal-con-munilla_560x280Juan Kruz Mendizábal con el obispo José Ignacio Munilla

Pederastia y “la vieja ley del silencio”

“Mendizábal pensaba que sus acciones de depredador sexual permanecerían ocultas”

“Un sacerdote que abusa de un menor es un delincuente. Y un sinvergüenza”

Juan Kruz Mendizábal, hace un mes: “La Iglesia ha pasado por encima del tema de la pederastia”

No hay pederastas “progres” o “carcas”

(José Ramón Blázquez, en Deia).- Se creía impune. Como todos quienes han vivido amparados por poderes absolutos como la Iglesia católica, Juan Kruz Mendizabal, el cura pederasta puesto al descubierto en la diócesis de San Sebastián, pensaba que sus acciones de depredador sexual permanecerían ocultas.

Por eso, encadenó varias, tres, de las que de momento se tienen noticia cierta. Se sabe que los tipos como él, con conciencia de su inmunidad, no tienen freno. Son insaciables, mienten, manipulan y suelen ser encantadores en su entorno. Y, lo peor de todo, carecen de empatía y dejan un rastro de sufrimiento infinito en las vidas de sus víctimas, a quienes consideran objetos de su deseo. Bajo la sotana de este sujeto había una historia desconocida de maldades infringidas a los seres humanos más indefensos, los niños, y la vieja ley del silencio que, finalmente, le ha dado patente de corso para sus fechorías, envuelto en una leyenda de carisma y admiración popular. Ese silencio cómplice hizo que Mendizabal llegara a ser el número dos en el escalafón del obispado.

¿Qué nos enseña este suceso? Incontables lecciones. La primera es la perenne ingenuidad de la sociedad vasca. La sensación de sorpresa con que los medios de comunicación locales han narrado este brutal episodio pone de manifiesto una enorme carencia de información sobre la naturaleza de la pederastia y de hasta qué punto el sector profesional de la fe está atravesado por su práctica. ¿Qué tiene de raro un cura que abusa sexualmente de los niños en Euskadi? Contándose por miles los hombres y las mujeres que siendo menores fueron violentados por sacerdotes, ¿cómo se entiende la enfurecida extrañeza de la gente? ¿Tan potente es el olvido y tan indigna es la justificación de lo que ocurrió durante décadas en parroquias, colegios, seminarios e instituciones benéficas?

El caso Mendizabal pone en evidencia que el miedo reverencial que suscita la Iglesia sigue instalado entre nosotros, a pesar de la marginalidad del catolicismo real en Euskadi. Es una herencia cultural, y no sé si genética, para cuya superación necesitaríamos mucho más que el conocimiento de escándalos como este y la valentía de examinar lo que fue aquí la tragedia de la pederastia eclesiástica y sus devastadores efectos. Es como si haber sido creyentes alguna vez nos hubiera proporcionado la negación de la verdad humana a cambio de la divina. No comprendo esta flojera moral en una Euskadi crítica.

La estrategia Munilla El espectáculo de la prelatura de San Sebastián en este asunto, coherente con la personalidad de Munilla, es digno de análisis. Tenemos al obispo oficial, el indignado y justiciero, que castiga al depredador y dice apartarlo de la comunidad cristiana, obligándole a “un proceso terapéutico psicológico y espiritual, colaborando en la reparación de lo ocurrido”. Y tenemos al obispo real, el auténtico Munilla, desde cuyo despacho se comunicó que Mendizabal, una vez destituido como vicario general y párroco de San Vicente, se tomaba “un año sabático”. Munilla mintió. Lo de menos es el octavo mandamiento y su quebranto; lo que importa es la falsa estrategia del prelado, que consiste en aparentar una cosa -la indignación, el perdón y el castigo- y hacer otra, dejando a Mendizabal seguir ejerciendo como sacerdote, casi sin control, hasta que se conoció el tercer caso de pederastia de quien fuera su mano derecha. Lejos de ser un obispo identificado con el Papa Francisco, Munilla está tratando de apagar el incendio de su diócesis con mentiras y una actuación permisiva con el depredador sexual, bajo el disfraz de la contundencia verbal y el semblante sombrío. En ningún caso el sacerdote abusador de niños debería haber seguido como cura ni un día más después de conocerse tan miserables hechos.

Lo peor no han sido las mentiras de Munilla y sus dobleces. Es que se ha hurtado a la justicia civil lo que le corresponde al amparo de la ley de enjuiciamiento criminal española, que data de 1882, ¡y aún vigente!, el año en que nacieron Igor Stravinski y James Joyce, que excluye de la obligación de la denuncia de delitos cometidos por eclesiásticos que hubieran sido relevados en el ejercicio de sus funciones. Este privilegio, absolutamente inconstitucional, es en el que se ha amparado Munilla para no cumplir su obligación de acudir a la justicia ordinaria en cuanto conoció estos delitos, ni siquiera presuntos, puesto que han sido reconocidos por su mismo autor.

Por mucho que los chicos, víctimas de Mendizabal, hubieran decidido no comunicar a la Ertzaintza o al juzgado los abusos sexuales a los que fueron sometidos y que optaran por la vía eclesiástica, ello no quita a Munilla su responsabilidad por haber ocultado a la justicia civil estos delitos. ¿Cuál era el propósito del obispo? Aplicar la ley del silencio y negar la verdad a la sociedad conforme a la creencia de que la Iglesia no es de este mundo. ¿Qué grado de libertad real dispusieron las víctimas para que el cura fuera juzgado exclusivamente en el ámbito de la comunidad religiosa? ¿Por qué han tenido que transcurrir más de veinte años en un caso y más de diez en los otros dos para que se denunciaran los hechos? Por el mismo motivo por el que miles de adultos ocultan hoy la humillación sufrida en colegios y parroquias: por vergüenza y sentimiento de culpa, poderosas emociones, aliadas de los pederastas para encubrir su carrera delictiva. Cuando se entienda que la vergüenza y la culpabilidad son formas de cobardía, quizá podamos emprender una regeneración histórica, largamente aplazada.

Victimismo sin compasión Cualquiera que haya leído Instrumental, del pianista y escritor británico James Rhodes, violado por su profesor de boxeo entre los 5 y 10 años en un colegio de élite, quien visitó Bilbao en septiembre pasado y volverá en junio al Arriaga, puede hacerse una idea de las secuelas psicológicas y emocionales, prácticamente incurables, que dejan los abusos sexuales sufridos en la infancia. Si la sociedad tuviera conciencia de esta tragedia, no la escondería bajo un manto de silencio y, por qué no decirlo también, envuelta en la disculpa tácita hacia los sacerdotes católicos. Es mucho más grave si el autor es un cura, porque su delito aumenta por su posición de confianza y autoridad sobre los menores.

No, Euskadi tampoco hace justicia a las víctimas de la pederastia. Aquí somos mucho de callar y sentir vergüenza de lo que nos han hecho. Somos muy de sentimientos de culpa. El peso específico de la Iglesia en nuestras vidas ha sido demoledor, con su prédica de la resignación y su perverso sentido del perdón universal. En medio del escándalo Mendizabal, hemos oído que la información sobre el caso está inspirada y motivada por la irreligiosidad y el odio a la Iglesia. La intocabilidad de esta institución antes estaba garantizada por el silencio impuesto por su rígido sistema de valores y su vínculo con la autoridad civil, por dos miedos que se complementaban. Y ahora, cuando una gran parte de la sociedad se ha liberado del yugo de la fe y la tutela eclesiástica, el argumento de defensa es el victimismo. Vuelve la persecución religiosa, dicen.

¿Y quién ha pensado en las víctimas de verdad, esos niños, todos los niños cuya inocencia fue profanada? ¿Quién se ha preocupado de cómo se encuentran, de cuáles son sus necesidades, de qué se puede hacer por ellas? Sí, el fiscal de Gipuzkoa va a intervenir ahora, una vez que los hechos han transcendido a los medios. Dicen desde la Fiscalía que se ha iniciado una investigación contra Mendizabal, aun sabiendo que los delitos han prescrito. Una justicia que prescribe en una organización lenta y perezosa: esa es la justicia en España. La Iglesia exhibe su victimismo para salir impune. Sin compasión. La compasión es el mínimo ético que cabe en una sociedad humana digna de tal nombre. Sí, la compasión, el último vestigio de Dios en el mundo.

N. de la R.: José Ramón Blázquez fue víctima de abusos en los años sesenta en un internado en Euskadi

Fuente Religión Digital

 

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