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Sábado Santo, Santo entierro: No quiso tumba, sino vivir en los hombres

Sábado, 30 de marzo de 2024
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Del Blog de Xabier Pikaza:

“Jesus no quiso un buen entierro, sino que llegara el Reino”

La tumba de los santos y fundadores de religiones suele ser un lugar sagrado. Pero ni Moisés ni Jesús tienen tumba.

Jesús nunca hubiera querido tener una tumba de honor, mientras los demás no la tenían. No quiso un buen entierro, sino que llegara el Reino. Por eso, los cristianos no pueden ser ni han sido veneradores de tumbas.

Jesús no es un cuerpo para monumento, una momia incorrupta o unos huesos santos, sobre los que pueden edificarse grandes pirámides o basílicas, para enterrar así la llama de su vida.

Jesús es un muerto sin sepulcro, un Muerto Vivo, pues ha empezado a resucitar no sólo en Dios que resucita a los muertos (cf. Rom 4, 23), sino en la fe de sus discípulos, en la vida de los hombres y mujeres que le aceptan, con todos los que han muerto y han sido sepultados como él en la fosa común de la historia.

Por eso, los cristianos no van a Jerusalén a ver la tumba de Jesús, sino a descubrir que Jesús no tiene tumba, pudiendo confesar así mejor su resurrección.

Tumba vacía, un muerto sin sepultura.

Muchas religiones han sido (y son) formas de sacralizar a los muertos (para pedir que ellos asciendan a lo divino o para impedir que retornen a este mundo). Solemos echar sobre ellos una capa de tierra o una losa, les encerramos bien o los quemamos, para que no salgan, de manera que podamos seguir viviendo nosotros, como si nada hubiera pasado, hasta que al final nos entierren también o nos quemen en un horno, para que todo siga (y así continúe la historia de violencia sobre el mundo).

Pero Jesús y los que han muerto con él no han terminado de esa forma: no pudieron arrojarles a una tumba bien cerrada, sin salida, sino que han salido y viven (hacen vivir), como indicaré evocando algunos rasgos sorprendentes y gozosos de la primera tradición cristiana.

Un Mesías sin tumba. Para sus primeros seguidores, Jesús fue un muerto sin tumba; su memoria no estuvo vinculada a un monumento donde se guardaron y se siguieron venerando por siglos sus huesos, como sucede con muchos sepulcros que llenan el duro valle de Josafat, junto a Jerusalén. Los cristianos comienzan su andadura histórica con un «menos» (no tienen ni siquiera el consuelo de la tumba). Pero ese menos se ha trasformado en un «más»: no poseen una tumba porque «tienen a Jesús todo entero», animándoles a retomar el camino del Reino.

Desde ese fondo han de entenderse algunos textos centrales de los evangelios en los que Jesús había condenado la religión de los sepultureros aprovechados: «Deja que los muertos entierren a los muertos…» (Lc 9, 59-60; cf. Mt 8, 21-22). «Ay de vosotros que edificáis los sepulcros de los profetas…» (Lc 11, 47-48; cf. Mt 23, 29-32). Jesús, que protestaba contra los constructores violentos de tumbas, no había comprado en Jerusalén una parcela donde pudieran enterrarle, ni quiso que le edificaran una tumba. No murió para dejar un monumento glorioso, sino para seguir viviendo en los pobres que mueren y esperan el Reino de Dios.

Sepulcros de adorno mentiroso. Jesús criticó una religión de «sepulcros blanqueados» (Mt 23, 27), propia de aquellos que elevan tumbas hermosas para los mismos muertos a quienes ellos o sus padres han asesinado (religión de muerte) para así seguir asesinando (religión que mata). Los que edifican sepulcros suponen que están honrando la memoria de los muertos, pero hacen algo diferente: quieren enterrar mejor a los asesinados, aprovechando su memoria para continuar imponiendo su violencia (es decir, para matar a los profetas del presente). El evangelio de Mateo ha insistido en el tema, aplicándolo a los escribas y fariseos (judíos de diversas tendencias, incluso judeo/cristianos): «Con esto dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres!» (Mt 23, 31-32).

Al construir los monumentos de los profetas asesinados, diciendo así que quieren distanciarse de sus padres asesinos, los hijos siguen aprobando la violencia de esos padres y viviendo de ella. Necesitamos destruir para afirmarnos, matar para justificarnos, de manera que nuestra misma estructura social tiende a mostrarse como culto a la destrucción. Primero matamos y después (al mismo tiempo) divinizamos o sacralizamos a los muertos, para justificarnos mejor. Jesús descubrió y denunció ese mecanismo de muerte (vinculado al sistema religioso/social de Jerusalén) y por eso, entre otras cosas, le mataron.

No hubo «santo» entierro, ni Jesús tuvo sepultura honrada. La tradición más antigua es muy sobria y sólo dice que «fue enterrado» (1 Cor 15, 4), afirmando así que murió del todo y no pudo revivir en este mundo viejo (en contra de los que dicen que despertó en la tumba y salió para marchar hasta Cachemira). Algunos cristianos posteriores quisieron saber dónde se hallaba su tumba, suponiendo que debía ser «honorable», como aquellas que se hacían construir algunos ricos de Jerusalén. Pero, en contra de esa posibilidad (¡una tumba distinguida de Jesús!) se viene elevando desde antiguo un argumento muy sólido: los romanos solían dejar que los ajusticiados públicos quedaran sobre el patíbulo, para escarmiento general, o los arrojaban a una fosa común donde se consumían, sin cultos funerarios, también para escarmiento de otros posibles malhechores.

Cómo fue el entierro de Jesús.

 Muchos afirman que Jesús no fue enterrado con honor, sino arrojado por los mismos verdugos romanos a una fosa o pudridero para condenados, donde ningún hombre puro podía acercarse, pues su contacto manchaba. Pero otros piensan que, conforme a la tradición de los evangelios, resulta más probable que le enterraran “los judíos”, es decir, los delegados del Sanedrín o las autoridades israelitas de Jerusalén, que pidieron a Pilato los cuerpos de los ajusticiados, pues, quedándose al raso a lo largo de la noche, habrían manchado la tierra y corrompido la ciudad, sobre todo en una fiesta como Pascua (Jn 19, 31-37; cf. Dt 21, 22-23).

 Parece que Hech 13, 29 nos sitúa en esa misma línea, cuando afirma que «los judíos bajaron a Jesús de la cruz y lo enterraron». Sea como fuere, no hubo un “santo entierro” en el sentido piadoso del término: le bajaron de la cruz y le pusieron bajo tierra los representantes de los asesinos, para que todo pudiera seguir su curso, como si nada hubiera sucedido. Críticamente, leyendo en el fondo de los textos, se pueden trazar tres posibilidades, y las tres encuentran defensores entre los historiadores actuales, cristianos o no cristianos.

Le enterraron soldados romanos. Los judíos podrían haber pedido a Pilatos que bajara de la cruz a los tres ajusticiados, pero fueron los mismos soldados romanos quienes les enterraron, en una fosa común o sumidero para condenados, allá cerca, en algún hueco de la cantera abandonada de la crucifixión (bien analizada por los arqueólogos), llamada Gólgota o Calvario, Lugar de Calavera (cf. Mc 15, 22; Lc 23, 33). Había allí huecos abundantes para muertos.

Delegados del sanedrín. Otros investigadores piensan que los delegados del Sanedrín judío pidieron los cadáveres y ellos mismos los enterraron con prisa, antes de que llegara el sábado pascual, sin unción ni ceremonia funerarias, en una fosa común de ajusticiados e impuros, no en el Gólgota, sino al otro lado de la colina, quizá en el valle de la Gehenna (lugar asociado a la muerte). En este caso, lo mismo que en el anterior, los discípulos (mujeres) podrían haber mirado de lejos el “entierro apresurado de Jesús”, pero sin participar en él, ni poder separar después el cadáver de Jesús de los otros cadáveres, de manera que se quedaron sin su cuerpo.

Amigos de Jesús. Esta posibilidad es una ampliación de la anterior. No se puede negar la posibilidad de que Jesús hubiera tenido un amigo judío “influyente”, llamado José de Arimatea, un “aristócrata bueno”, que consiguió que le dieran el cuerpo y lo enterró de prisa, pero con cuidado, mientras las mujeres amigas miraban de lejos, sin poder acercarse a su tumba “noble y pura”, excavada en la roca. Los cristianos debieron reconocer que ellos no habían enterrado a Jesús: ¡No tenían autoridad para eso! Pero pudieron añadir que le enterró un buen judío, amigo de Jesús, y que las mujeres miraban de lejos. (Pues bien, en ese caso, si José era amigo ¿por qué no llamó a las mujeres o se acercaron ellas para acompañarle y ayudarle?). Sea como fuere, los cristianos podían decir que el sepulcro de Jesús fue limpio, propiedad de un rico (pues sólo los ricos podían tener un sepulcro así en Jerusalén)

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Sábado Santo, Santo entierro: No quiso tumba, sino vivir en los hombres

Sábado, 3 de abril de 2021
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Del Blog de Xabier Pikaza:

“Jesus no quiso un buen entierro, sino que llegara el Reino”

La tumba de los santos y fundadores de religiones suele ser un lugar sagrado. Pero ni Moisés ni Jesús tienen tumba.

Jesús nunca hubiera querido tener una tumba de honor, mientras los demás no la tenían. No quiso un buen entierro, sino que llegara el Reino. Por eso, los cristianos no pueden ser ni han sido veneradores de tumbas.

Jesús no es un cuerpo para monumento, una momia incorrupta o unos huesos santos, sobre los que pueden edificarse grandes pirámides o basílicas, para enterrar así la llama de su vida.

Jesús es un muerto sin sepulcro, un Muerto Vivo, pues ha empezado a resucitar no sólo en Dios que resucita a los muertos (cf. Rom 4, 23), sino en la fe de sus discípulos, en la vida de los hombres y mujeres que le aceptan, con todos los que han muerto y han sido sepultados como él en la fosa común de la historia.

Por eso, los cristianos no van a Jerusalén a ver la tumba de Jesús, sino a descubrir que Jesús no tiene tumba, pudiendo confesar así mejor su resurrección.

Tumba vacía, un muerto sin sepultura.

Muchas religiones han sido (y son) formas de sacralizar a los muertos (para pedir que ellos asciendan a lo divino o para impedir que retornen a este mundo). Solemos echar sobre ellos una capa de tierra o una losa, les encerramos bien o los quemamos, para que no salgan, de manera que podamos seguir viviendo nosotros, como si nada hubiera pasado, hasta que al final nos entierren también o nos quemen en un horno, para que todo siga (y así continúe la historia de violencia sobre el mundo).

Pero Jesús y los que han muerto con él no han terminado de esa forma: no pudieron arrojarles a una tumba bien cerrada, sin salida, sino que han salido y viven (hacen vivir), como indicaré evocando algunos rasgos sorprendentes y gozosos de la primera tradición cristiana.

Un Mesías sin tumba. Para sus primeros seguidores, Jesús fue un muerto sin tumba; su memoria no estuvo vinculada a un monumento donde se guardaron y se siguieron venerando por siglos sus huesos, como sucede con muchos sepulcros que llenan el duro valle de Josafat, junto a Jerusalén. Los cristianos comienzan su andadura histórica con un «menos» (no tienen ni siquiera el consuelo de la tumba). Pero ese menos se ha trasformado en un «más»: no poseen una tumba porque «tienen a Jesús todo entero», animándoles a retomar el camino del Reino.

Desde ese fondo han de entenderse algunos textos centrales de los evangelios en los que Jesús había condenado la religión de los sepultureros aprovechados: «Deja que los muertos entierren a los muertos…» (Lc 9, 59-60; cf. Mt 8, 21-22). «Ay de vosotros que edificáis los sepulcros de los profetas…» (Lc 11, 47-48; cf. Mt 23, 29-32). Jesús, que protestaba contra los constructores violentos de tumbas, no había comprado en Jerusalén una parcela donde pudieran enterrarle, ni quiso que le edificaran una tumba. No murió para dejar un monumento glorioso, sino para seguir viviendo en los pobres que mueren y esperan el Reino de Dios.

Sepulcros de adorno mentiroso. Jesús criticó una religión de «sepulcros blanqueados» (Mt 23, 27), propia de aquellos que elevan tumbas hermosas para los mismos muertos a quienes ellos o sus padres han asesinado (religión de muerte) para así seguir asesinando (religión que mata). Los que edifican sepulcros suponen que están honrando la memoria de los muertos, pero hacen algo diferente: quieren enterrar mejor a los asesinados, aprovechando su memoria para continuar imponiendo su violencia (es decir, para matar a los profetas del presente). El evangelio de Mateo ha insistido en el tema, aplicándolo a los escribas y fariseos (judíos de diversas tendencias, incluso judeo/cristianos): «Con esto dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres!» (Mt 23, 31-32).

Al construir los monumentos de los profetas asesinados, diciendo así que quieren distanciarse de sus padres asesinos, los hijos siguen aprobando la violencia de esos padres y viviendo de ella. Necesitamos destruir para afirmarnos, matar para justificarnos, de manera que nuestra misma estructura social tiende a mostrarse como culto a la destrucción. Primero matamos y después (al mismo tiempo) divinizamos o sacralizamos a los muertos, para justificarnos mejor. Jesús descubrió y denunció ese mecanismo de muerte (vinculado al sistema religioso/social de Jerusalén) y por eso, entre otras cosas, le mataron.

No hubo «santo» entierro, ni Jesús tuvo sepultura honrada. La tradición más antigua es muy sobria y sólo dice que «fue enterrado» (1 Cor 15, 4), afirmando así que murió del todo y no pudo revivir en este mundo viejo (en contra de los que dicen que despertó en la tumba y salió para marchar hasta Cachemira). Algunos cristianos posteriores quisieron saber dónde se hallaba su tumba, suponiendo que debía ser «honorable», como aquellas que se hacían construir algunos ricos de Jerusalén. Pero, en contra de esa posibilidad (¡una tumba distinguida de Jesús!) se viene elevando desde antiguo un argumento muy sólido: los romanos solían dejar que los ajusticiados públicos quedaran sobre el patíbulo, para escarmiento general, o los arrojaban a una fosa común donde se consumían, sin cultos funerarios, también para escarmiento de otros posibles malhechores.

Cómo fue el entierro de Jesús.

 Muchos afirman que Jesús no fue enterrado con honor, sino arrojado por los mismos verdugos romanos a una fosa o pudridero para condenados, donde ningún hombre puro podía acercarse, pues su contacto manchaba. Pero otros piensan que, conforme a la tradición de los evangelios, resulta más probable que le enterraran “los judíos”, es decir, los delegados del Sanedrín o las autoridades israelitas de Jerusalén, que pidieron a Pilato los cuerpos de los ajusticiados, pues, quedándose al raso a lo largo de la noche, habrían manchado la tierra y corrompido la ciudad, sobre todo en una fiesta como Pascua (Jn 19, 31-37; cf. Dt 21, 22-23).

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