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Cuando Jesús de Nazaret habla de paz…

Miércoles, 15 de junio de 2022

medio-rostro-de-jesusA propósito de  Jn 14,23-19*

José Rafael  Ruz Villamil
Yucatán (México)

ECLESALIA, 06/06/22.- En el año 63 a.C., el general romano Cneo Pompeyo Magno toma y declara Siria provincia romana bajo la administración de un gobernador. Poco después y en el mismo año, Pompeyo llega a Jerusalén de algún modo convocado por dos hermanos de la dinastía de los asmoneos —Hircano II y Aristóbulo II— para dirimir sus diferencias en relación con el título de rey de Israel. Pompeyo pone fin al conflicto de los tales hermanos con la conquista y anexión de Jerusalén y Judea a la provincia de Sira —y, por consiguiente, a Roma— y con la designación de Hircano como sumo sacerdote del templo de Jerusalén y, a la vez, como etnarca de lo que a partir de entonces vendría a ser el reino vasallo de Judea. Lo anterior viene a ser como el final de una campaña exitosa emprendida por Pompeyo bajo el pretexto de someter a los piratas que, en el Mediterráneo, saquean las naves cargadas de trigo egipcio para la todavía nominalmente república de Roma.

En realidad, Pompeyo no hizo otra cosa que someter y anexar a Roma algunos países de Oriente que habían resistido su dominio, en el contexto del proceso globalizador del Mundo Antiguo que acabara siendo sometido a lo que, a partir de finales del primer tercio del siglo I, viene a ser llamada la pax romana: “Las victoriosas campañas de Pompeyo en Oriente fueron el catalizador de la vasta expansión no sólo de territorios y de pueblos controlados por Roma, sino también de cuantiosos bienes y riquezas canalizados hasta ella. Se trataba de una muy significativa extensión de lo que los romanos entendían como su imperium…” (así R. A. Horsley, Jesús y el Imperio, Estella 2003).

En efecto, la situación del antiguo reino de Israel a partir de la conquista de Pompeyo vino a resultar un tanto similar a otros momentos de su larga historia de sometimiento, pero ahora con las particularidades propias de Roma. De este modo, la ahora llamada provincia de Judea pasa a ser un estado semindependiente: Hircano, sumo sacerdote y etnarca, se convierte en un gobernante cliente que, en su caso, está más bien controlado por un tal Antípatro, soldado idumeo que resulta designado como gobernador militar al lado del etnarca. A partir de entonces, Judea paga tributo a Roma y se obliga a prestar apoyo a las directrices y acciones militares romanas que se efectúen en el Mediterráneo Oriental, a cambio de la protección y del respeto de una autonomía muy relativa dentro de sus fronteras.

Para efecto económicos, la administración romana recurre a la institución de los publicanos creada en un alarde de hipocresía política como recurso para recaudar los abundantes impuestos de Pérgamo —reino que Roma recibe en 133 a.C. como legado o donación— al tiempo que el Senado sostiene que es el respeto el único tributo que la República necesita y exige. Es a partir de entonces cuando se subastan los contratos de recaudación al sector privado que avanza al Estado el total de lo esperado por recaudar. Esto supone sumas astronómicas que sólo algunos ciudadanos extraordinariamente pudientes pueden pagar individualmente, aunque suelen entre ellos crear empresas —en el sentido más estricto del término— que, en las provincias, contratan a soldados, marineros y carteros para obtener la recaudación directa, en la que el beneficio lo es todo y cuanto más obsceno, mejor. Y es que no se trata únicamente de conseguir el tributo oficial, sino la mayor cantidad posible como ganancia: de hacer falta, los publicanos prestan dinero a los deudores con intereses ruinosos para, después, arrebatarles todo dejándolos como aparceros o jornaleros en el mejor de los casos, o como mendigos en el peor; aunque siempre queda, en el caso de los judíos, unirse a las filas de la resistencia armada que opera en forma de guerrillas.

Tales son, pues, los componentes esenciales de la pax romana: el sometimiento del aparato politico-religioso por la vía de las armas, y la expoliación económica de la sociedad: una paz asentada en la punta de las lanzas y en el filo de las espadas, una estabilidad socioeconómica consecuencia de la violencia. Tal es, por consiguiente, el contexto socioeconómico del cuarto evangelio cuando recuerda a Jesús de Nazaret hablando de paz.

No resulta, entonces, difícil inferir a que se refiere el Maestro cuando puntualiza la diferencia de la paz que da el mundo —la pax romana— con la paz que él ofrece a los suyos. Y es que la referencia primera de Jesús es, desde luego, el concepto de paz encerrado en el término shalom que evoca mucho más que la mera ausencia de violencia. Y es que “para los antiguos hebreos, la palabra shalom significaba un estilo de vida personal y social que no se agota en la simple ausencia de conflictos armados […]. Shalom designa unas condiciones positivas de paz, alegría, reciprocidad humana, armonía social, justicia […]shalom implica abundancia, buena salud, cercanía y calor humanos. Shalom es algo que abraza la entera vida comunitaria; es algazara y música y danza en las calles” (así H. Cox, El cristiano como rebelde, Madrid 1968). O bien y de manera más sintética, shalomes fundamentalmente el bienestar en el sentido más amplio de la palabra.

Ahora bien, el shalom de Jesús hunde sus raíces en la tradición profética de Israel que piensa en el enviado de Yahvé como un príncipe de la paz: “Grande es su señorío, y la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia.” (Is 9,6); que “proclamará la paz a las naciones” (Zac 9,10); que hará una alianza de paz: “Concluiré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna…”(Ez 37, 26). Así, la paz que Jesús deja a sus discípulos tiene su origen en los intereses de Dios que, por definición y por naturaleza, están orientados a la restauración de la dignidad del hombre como consecuencia del reconocimiento del mismo Dios como Padre Creador y origen de cuanto existe, y, correlativamente, como la referencia única y absoluta para entender al mundo y al hombre mismo.

Es así que la paz que Jesús ofrece acaba siendo como una derivación de la adhesión y el seguimiento a él mismo para continuar, como discípulo y en los conceptos propios del evangelio de Juan, la obra del Padre, esto es su presencia en el mundo y en la historia de los hombres como un desafío y, al mismo tiempo, como una genuina alternativa al establishment global que viene a ser el continuador —en términos asombrosamente similares tanto en lo referente a la dominación y al sometimiento sociopolítico como al expolio económico— de la pax romana.

*«Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Les he dicho estas cosas estando entre ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, se lo enseñará todo y se recordará todo lo que yo les he dicho. Les dejo la paz, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo. No se turbe su corazón ni se acobarde. Han oído que les he dicho: Me voy y volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y se lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda crean».

JN 14,23-19

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