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J. Agustín Franco: “La eutanasia no es un desprecio a la dignidad humana”

Sábado, 24 de julio de 2021
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despenalizacion-eutanasia-debate-Congreso_EDIIMA20180508_0733_4Una reflexión crítica y caritativa sobre la oposición al derecho a la eutanasia

“Sorprende entre los opositores a la eutanasia la nula crítica al capitalismo como estructura de muerte planificada. Sería algo coherente ante las aguerridas posturas supuestamente ‘pro-vida'”. En el mismo sentido deberían liderar o acompañar en primera fila a los movimientos en favor de la sanidad pública y en contra de las fronteras y las medidas lesivas como las concertinas y otros dispositivos de disuasión contra los inmigrantes”

“La doctrina oficial católica contra la muerte, ya sea el aborto o la eutanasia, responde a un paradigma moral premoderno. Por lo que en pleno siglo XXI, para una ética cívica de mínimos que posibilite la convivencia, debería valorarse más la autonomía de la conciencia como elemento básico de cualquier planteamiento doctrinal ulterior y no al revés”

“Resulta curioso que una institución que venera y santifica a los mártires por razón de su fe y que aceptan en cierto sentido una muerte eutanáusica, sea incapaz de reconocer igualmente a los mártires laicos que ejercitan su derecho a la eutanasia en circunstancias también muy dolorosas”

“¿Por qué oponerse entonces al carácter real de una ley de la eutanasia? ¿Dónde están los manifiestos católicos y pastorales contra la pena de muerte y la objeción de conciencia al ministerio sacerdotal en cuarteles y ejércitos?”

Me acerco a la cuestión de la eutanasia con serenidad y caridad, tratando de arrojar luz no tanto para los demás como para mí mismo, aunque con ánimo de dialogar y pensar juntos. Descubriendo varias cosas: 1) que desde el ateísmo se ilumina más que desde el teísmo. 2) que en gran medida es un debate artificial e ideologizado contra los valores sociales universales que representa la izquierda política. Incluyo al final, además, una reflexión conclusiva desde la específica espiritualidad camiliana, extensiva a toda la pastoral sobre la salud.

No puedo ignorar la existencia y testimonio de ciertos referentes públicos que me han ayudado a plantear esta cuestión, desde Ramón Sampedro hasta María José Carrasco, pasando por la protagonista de Million dollar baby. Recojo también en este texto la reflexión al respecto que han compartido amablemente conmigo algunos amigos y amigas, personas buenas y comprometidas, trabajadoras en el sector sanitario, con quienes he colaborado ocasionalmente en proyectos sobre salud y desarrollo personal, siempre en aras de la dignidad humana.

Un apunte previo. Sorprende entre los opositores a la eutanasia la nula crítica al capitalismo como estructura de muerte planificada. Sería algo coherente ante las aguerridas posturas supuestamente “pro-vida”. En el mismo sentido deberían liderar o acompañar en primera fila a los movimientos en favor de la sanidad pública y en contra de las fronteras y las medidas lesivas como las concertinas y otros dispositivos de disuasión contra los inmigrantes. Además de ser antifascistas y defensores de la memoria histórica, exigiendo la exhumación de fosas comunes y entierros dignos de los represaliados por la dictadura franquista. Amén de animalistas y antitaurinos.

A riesgo de equivocarme, que podría ser, mucho me temo que no hay ninguna correlación directa entre la oposición a la eutanasia y todos los demás aspectos sociales mencionados. Como reconoce un amigo mío, filósofo y ex-sacerdote, la doctrina oficial católica contra la muerte, ya sea el aborto o la eutanasia, responde a un paradigma moral premoderno. Por lo que en pleno siglo XXI para una ética cívica de mínimos que posibilite la convivencia debería valorarse más la autonomía de la conciencia como elemento básico de cualquier planteamiento doctrinal ulterior y no al revés.

Juan Masiá, teólogo proscrito, autor de Tertulias de bioética se sorprende “al oír voces de alarma ante el supuesto peligro de que se generalice un uso irresponsable” de la eutanasia, puesto que es mucho mayor el peligro de que el exceso tecnológico no nos deje morirnos cuando nos llegue la hora”. Una reseña a este libro se puede ver aquí.

Desde una concepción errónea sobre la laicidad (que presume antirreligiosa) Masiá propone una cuarta vía que supuestamente se sale de la dicotomía entre ética religiosa y anti-religiosa (que él llama “laicidad”), incluida la vía intermedia de consenso entre ambas, proponiendo dos claves básicas (que ignoran precisamente el terreno que más podría arrojar luz sobre este tema, el ateísmo): 1) las religiones pueden sumarse al movimiento de diálogo interdisciplinar de la  bioética, en la búsqueda común de valores, pero sin imponer sus normas de moralidad a la sociedad civil. 2) la bioética puede sumarse al movimiento de diálogo interreligioso para ayudarle a transformar, a la vista de nuevos datos, sus paradigmas y  conclusiones, pero sin imponer interpretaciones de sentido sobre la vida y la muerte, el dolor, la salud y la enfermedad.

Ambas claves han funcionado bien respecto al tema del trasplante de órganos, aunque no en el caso de otras confesiones religiosas que prohíben incluso la transfusión de sangre. Pero en la teología católica funciona mal o regular respecto a otros temas, especialmente sobre la sexualidad. Y así lo vemos tristemente con el reciente manifiesto camiliense “el más difícil vivir”. Una apología soterrada de la agonía en la muerte.

Resulta curioso que la Iglesia sea incapaz de salir de la mentalidad inquisitorial. Quizá sea lógico después de siglos de persecución y autos de fe. Así, en la primera etapa inquisitorial para salvar el alma torturaban el cuerpo y ahora en la segunda etapa para salvar el cuerpo torturan el alma; resulta curioso que una institución que venera y santifica a los mártires por razón de su fe y que aceptan en cierto sentido una muerte eutanáusica, sea incapaz de reconocer igualmente a los mártires laicos que ejercitan su derecho a la eutanasia en circunstancias también muy dolorosas y con la fe firme en la dignidad humana y en los valores éticos mínimos de bondad y compasión; resulta curioso que la jerarquía y teología católica desconozca e ignore que la propia muerte de Jesús en la cruz mediante la lanza en el costado fue mediante un acto de compasión eutanásica; resulta curioso que se utilice de forma impropia y demagógica la parábola del buen samaritano para oponerse al derecho a una muerte digna. Si las condiciones del herido al borde del camino hubiesen sido irreversibles e insufribles, qué hubiera hecho el samaritano sino asistirle en una muerte digna.

Otra vida plena de sentido

El propio mensaje cristiano de amor es un mensaje eutanásico, morir a una vida sin horizonte para renacer a otra nueva plena de sentido. Una muerte asistida dignamente, poniendo en valor lo eterno de cada persona y descubriendo lo que es accesorio, lo que puede y debe dejarse morir: los apegos, los miedos, el ego, la venganza, la violencia, la misoginia, la homofobia, etc.

La propia resurrección sería irrelevante teológicamente sin la mediación de la eutanasia, de la muerte digna. La indignidad de la muerte en la cruz se revierte mediante la última lanzada contra el costado. Pero es que no hace falta una visión teológica de la eutanasia, porque la visión atea es mucho más rica en símbolos y espiritualidad. No necesita del concepto teísta de Dios para resolver la ecuación del Misterio de la vida en el acto de acogida y asistencia de una muerte digna.

La muerte en la cruz de Jesús sería defendida por aquellos de sus seguidores que se oponen a la eutanasia desde la óptica paliativa del modo en que fue crucificado para que no se desgarraran sus pies y manos. Y mucho antes mediante la justificación de la ayuda del Cirineo. Resulta curioso que se refieran a la eutanasia como “suicidio asistido”. Siguiendo el paralelismo deberíamos llamar al “bautismo” de menores como “manipulación asistida”. Y así podríamos seguir con cada sacramento.

¿Nadie ve que el sacramento de la eutanasia es la unción de los santos óleos? ¿Nadie ve el carácter simbólico eutanásico de la unción de enfermos? ¿Por qué oponerse entonces al carácter real de una ley de la eutanasia? ¿Dónde están los manifiestos católicos y pastorales contra la pena de muerte y la objeción de conciencia al ministerio sacerdotal en cuarteles y ejércitos?

Hay mucha hipocresía en dar la comunión a dictadores bajo el pretexto de ciertas citas bíblicas que afirman que el sol sale para justos e injustos y en cambio negar esa misma realidad de iluminación a quienes ejercen su derecho a una muerte digna; hay mucha hipocresía “pro-vida” en la defensa del matrimonio indisoluble a ultranza, ignorando la muerte en vida de millones de mujeres sometidas a la violencia machista. El ateísmo aquí es de nuevo más interesante que el teísmo. La fe aquí hiere –porque difumina la compasión– y oscurece más que una visión atea que ilumina –aunque sea tenuemente– y mantiene el signo de algo nuevo que amanece.

En este contexto de sufrimiento en la enfermedad incurable e irreversible, la objeción de conciencia ante el último acto compasivo de la eutanasia es injusto e insolidario. Supone prorrogar la tortura un poco más en aras de una mal entendida sacralidad de la vida. Resulta raro que estar alineado con la Iglesia católica suponga una posición inequívoca y contraria frente a la eutanasia. Hay muchos creyentes y católicos que se quedarían fuera de semejante definición, especialmente si entendemos con rigor la “iglesia” como la asamblea del pueblo.

Sin mencionar otros interrogantes gravísimos: ¿Son menos humanos y misericordiosos los no creyentes o los creyentes que defienden la eutanasia? ¿Quién se atreve a juzgar lo que hay en el corazón de otras personas? El uso del precepto no matarás” no tiene nada que ver con el derecho a la eutanasia. El principio de proteger la vida tampoco es incompatible con el derecho a la eutanasia. Por coherencia se puede tanto apoyar como no apoyar el derecho a la eutanasia, lo que es un requisito mínimo para el debate sobre cuestiones controvertidas o discutibles. Como decía San Agustín: “en lo dudoso, libertad”. No existe pérdida de identidad católica por apoyar el derecho a la eutanasia. En todo caso, es preferible perder identidad religiosa si con ello se gana en humanidad, que a fin de cuentas es lo que predicó Jesús.

La objeción de conciencia frente a la eutanasia es una intromisión en el legítimo derecho a una muerte digna. Y mucho peor cuando se da entre los profesionales sanitarios. Quienes trabajan en las UCIs ya saben que la eutanasia ya se ejerce bajo la denominación de “ayudar a morir”, administrando morfina a aquellos pacientes que ya no son recuperables. Negarse a la eutanasia es más sinónimo de apología del encarnizamiento que una profesión de fe en el dios que es amor y vida.

Es injusto y demagógico hablar de suicidio u homicidio. Al menos habría que contar con la experiencia y testimonio de otras personas enfermas que han vivido situaciones irreversibles y que han optado con pleno raciocinio, ética y humanidad por la eutanasia. La eutanasia no es un desprecio a la dignidad humana. Hay defensas de la vida mucho más indignantes, como sería el caso de las torturas, la esclavitud o la privación de libertad. Y la oposición integrista contra la eutanasia es puro encarnizamiento.

Otra reflexión necesaria e iluminadora es la de José Antonio Pérez Tapias publicada en la revista Contexto, titulada La piedad de la eutanasia”, de cuya reflexión he recogido la referencia de Masiá.

En definitiva, incluyendo la espiritualidad camiliana, no parece posible excluir de la familia camiliana a quienes defienden el derecho a la eutanasia. Es un derecho que no obliga a nadie, sino que se habilita la opción legal para quien desee ejercerlo, para hacerlo con dignidad y no con clandestinidad, con los peligros que ello comportaría. Como ocurre con el aborto.

Incluso entre las confesiones evangélicas, más dogmáticas que la católica, se proponen jornadas formativas sobre la eutanasia que al menos incluyen una mesa de trabajo con argumentos a favor y en contra. Es por ello inaudito e indefendible la posición católica oficial contraria a la eutanasia y la negación doble, tanto del derecho a la pluralidad de pensamiento como del derecho a la existencia de quienes disienten y con quienes es insustituible la convivencia y el diálogo fraterno y tolerante.

Posiblemente el fundador de los camilos sería menos rigorista que sus seguidores, como sucede tantas veces en otras cuestiones de la vida. Como no podemos preguntarle directamente a él, sí que podemos inspirarnos en su legado y en su espiritualidad. Y desde ahí, sin negar el necesario alivio del dolor y el acompañamiento incondicional en la enfermedad, y a la vista de la entrega de la propia vida de tantos camilianos (por ejemplo, durante la “gripe española”), puede decirse que la eutanasia es asumida en el propio espíritu y vocación de la congregación camiliana, no tanto por asistirla en otros como en sí mismos, arriesgando sus vidas en el cuidado de enfermos que podrían contagiarles. Poniendo su propio costado para recibir la lanzada final.

Esa entrega de la propia vida por amor es un principio básico del reconocimiento de la eutanasia, del derecho a la eutanasia. Entrego mi vida por la tuya, es mi decisión. Y en una relación recíproca de amor, el que así es asistido puede pedir lo mismo: entrego mi vida por la tuya, no deseo seguir más con mi vida así, no por mí, sino porque la entrego para que tú tengas más vida. Valoro tus cuidados, déjame que yo también te cuide, asísteme en mi deseo de una muerte digna.

El martirio básico exigible y entregable a cualquiera es la eutanasia, la muerte digna. El martirio no exigible es la santificación por muerte indigna. Sin olvidarnos del gran debate sobre el alargamiento artificial de la vida gracias a la tecnología. ¿En qué momento se convierte en tortura ese artificio vital? ¿En qué momento la vida digna deja de existir para alargar la agonía silenciosa y tecnologizada? ¿En qué momento el tránsito por el puente hacia la muerte se derrumba y caemos en el limbo de una existencia agónica, de una caída al abismo sin fondo?

Y aquí no cabe la objeción de conciencia, más parecida a un lavarse las manos a lo Poncio Pilatos: que lo haga otro. Aquí la objeción de conciencia muestra un prurito de fariseísmo, amén de un delito al no acatar la legalidad vigente propia de un Estado de Derecho democrático, autónomo e independiente de la autoridad religiosa.

Fuente Religión Digital

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