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Relato del beso al leproso

Lunes, 12 de febrero de 2024
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Reflexionando acerca de Marcos 1, 40-45:

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Tardecita de la Umbría
en un mes de primavera
huele el viento a menta fresca,
a viñedos, a hojas nuevas,
a granados florecidos
y a rocío entre la hierba.

Por un camino musgoso
que hacia Asís derecho lleva,
va Francisco Bernardone
de regreso de una fiesta,
silencioso y pensativo,
con su alazán de la rienda.

Gusta de andar, paso a paso,
en la penumbra creciente,
y una emoción nueva y pura,
entre su pecho se enciende,
como una rosa purpúrea,
que lo perfuma y lo hiere.

Tristeza que no se explica,
dulzura desconocida,
desgano de lo que era
hasta ese instante su vida,
entretejida de fiestas
y de mundana alegría.

Mozo gallardo es Francisco,
rico, elegante, lujoso,
galanteador de doncellas,
culto y fino como pocos.
¿Por qué ese hastío que llega
a morderle como un lobo?
¿Por qué tan joven ya siente
que sus caminos son otros?

Hace mucho que unas voces
entre sus sueños le hablan
con acentos misteriosos
que no precisan palabras,
y anda intranquilo Francisco
sin comprender qué le pasa.

Y esa tarde, tan inquieto,
que dejó temprano el baile,
va por la senda ya en sombras
pensando en cosas distantes.

Paso a paso va Francisco,
paso a paso su caballo,
y una dulzura sin nombre
desciende desde lo alto.
Paso a paso anda Francisco,
triste, intranquilo, callado.

De pronto, desde el ribazo
se alza una voz plañidera:
-¡Dadme, por Cristo, una ayuda
antes que de hambre me muera!

Sorprendido paró el mozo,
miró hacia abajo asombrado,
y vio una cara de monstruo
surgiendo junto al vallado.

Y una mano tumefacta,
terrible mano leprosa,
le interceptaba el camino
tendida hacia la limosna.

Hurgó bolsillos y cinto,
abrió la bolsa vacía,
en tanto la boca horrible
desesperada gemía:
-¡Ved, señor, cuanta miseria!
¡Qué interminable agonía!
¡Dios prueba a sus criaturas
en esta tierra de Umbría!

Ni una moneda quedaba
en la escarcela de seda.
Francisco cerró los ojos
pensando en otras monedas
de mayor valor que aquellas
con que pagaba sus fiestas.

Y de súbito inclinóse,
tomó entre sus manos finas
la enorme cara monstruosa
toda de llagas roída,
y un beso, signo celeste,
puso en su horrenda mejilla.

Dio el mendigo un alarido,
mezcla de sollozo y risa
de asombro y deslumbramiento
de gratitud y de dicha,
y palpándose extasiado
la mejilla carcomida,
gritó: -¡Señor, este beso,
Dios en su reino os lo pague!
sólo un divino elegido
limosna tal pudo darme.

Y del rostro de Francisco,
en la noche ya caída
una luz como de aurora
resplandeciente fluía,
en tanto un olor a nardos
por los aires se esparcía,
y un ángel, sin que él le viera,
en la sombra le seguía.

Continuó andando Francisco
sin saber lo que pasaba.
Era feliz como nunca
pensó que a serlo llegara.
¡Y sintió que en ese instante
toda su vida cambiaba!

San Francisco, San Francisco,
que diste un beso al leproso,
¡Cuán grande eres por ello!
¡Cómo eres bello y heroico!
¡Oh San Francisco de Asís,
dulce misericordioso!

*

Juana de Ibarbourou

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***

Juana de Ibarbourou (Juana Fernández Morales, 1895-1979), poetisa de ascendencia gallega, natural de Melo, departamento de Cerro Largo (Uruguay).

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Jesús y el leproso

Miércoles, 31 de agosto de 2022
Comentarios desactivados en Jesús y el leproso

curacion de un leprosoMaite Parga
Monforte de Lemos (Lugo).

ECLESALIA, 18/07/22.- Es bien conocido el texto de la curación del leproso que se acerca a Jesús, le dice desde lejos “Señor, si quieres puedes curarme” y Jesús se acerca y le toca diciendo, “quiero, queda curado” (Marcos 1,40-45).

Confieso que durante mucho tiempo lo vi como un relato tierno, bonito, que mostraba el poder de Jesús, que es Dios además de hombre, y ya. Otras veces oía a sacerdotes aprovechar para hablar de la necesidad de convertirse, de ir a confesarse. Tampoco les daba para más. Pero cuando empecé a estudiar en serio la Biblia y cuando entré en contacto con el ecumenismo y con los otros hermanos, la cosa cambió radicalmente, esta historia se actualiza a cada momento.

Hay dos hombres, el leproso y Jesús. Me quedo primero con el leproso. En aquella época cualquier enfermedad de la piel era considerada como una lepra, desde la soriasis a la misma lepra. Solían ser enfermedades casi mortales y la lepra, además era muy  destructiva. Como no se conocían los virus, se achacaba al pecado, así que la persona leprosa era considerada pecadora, impura, y tenía que ser expulsada de la sociedad, vivir aparte, no podía acercarse a una persona sana, pues la volvía impura. Por eso este leproso, que sabe que está enfermo (no importa si era lepra de verdad o no), va porque tiene fe en Jesús. No va a Caifás, ni a los fariseos, va Jesús y le llama Señor, Adonai, palabra que en la Biblia griega sustituye al nombre de Yahveh. Lo cierto es que eso lo pone la comunidad en la que se escribe el Evangelio, que está compuesto por relatos pascuales en los tiempos en los que se reconoce que Jesús es el Señor, y es eso lo más interesante.

El leproso, no ruega ser curado, no manda, dice simplemente “si quieres puedes”. El decir si quieres, implica que acepta que no quiera; no hay exigencias, el enfermo no va acompañado de un grupo para hacer presión, ni pretende sobornar diciendo, si me curas te doy… no, dice simplemente, “si quieres”, si no quiere tendrá que aguantarse. Lo segundo que dice es “puedes”; él no piensa si no me cura es que no puede, no, él sabe que puede, sabe que Jesús le puede sanar. Seguramente las personas que redactaron este relato estuvieran pensando en la “lepra” que suponía entonces el imperio romano.

El leproso no toca a Jesús, ni se le acerca, sabe que lo volvería impuro. Quiere curarse para integrase en la sociedad, para poder ir al templo, para ser un judío más, y ese debería ser el motivo de toda conversión, vivir de nuevo en la comunidad.

Y ahora voy con Jesús. Jesús es un hombre modelo. Como judío que es, Jesús sabe que si un leproso le toca accidentalmente, lo vuelve impuro, tiene que quemar su ropa, bañarse, dar una ofrenda al templo, ponerse ropa limpia. Jesús respeta la ley, no duda que la ley fuese necesaria para evitar contagios, pero él no tiene miedo. Aquel que tiene delante es su hermano, hijo del Padre, es imagen del Padre, del Espíritu, y, del él mismo, en cuanto Dios; es un ser humano, un judío como él, por eso, no le grita desde lejos, “quiero queda curado”, se acerca y le toca, no le importa que los demás lo consideren impuro, no le hace impuro tocar la obra de su Abba, Él es la pureza infinita, nada lo puede volver impuro.

Jesús no obedece una ley que, pese a estar escrita en la Torá, ya no era justa. Nos enseña a no tener miedo de acércanos a los demás, a los que es posible que veamos aún algo lejanos, a no tener miedo a tocarles, a tratarlos, a verlos como lo que son, hermanas y hermanos. Porque no hay seres humanos impuros, solo es impuro el pecado.

Podemos aprender de Jesús a actualizar la fe y la Palabra, a no vivir anclados en el pasado, a acercarnos unos a otros, pues todas y todos tenemos algo de leprosos y todas y todos somos parte de Jesús, el Cristo.

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