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¿Actualizar la Iglesia católica? SÍ. Pero ¿en qué y hasta dónde?

Martes, 8 de agosto de 2023
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Actualizar-Iglesia-catolica-SIPero_2575552421_16622330_660x371Teología para una Iglesia en salida

Reflexiones tras el XIII Coloquio Abierto del Foro “Curas de Madrid y Más”

Relato del “Porqué” y del “cómo” del XII y XIII Coloquio del Foro “Curas de Madrid y Más”, respuesta indirecta a la “Carta abierta” de José María Vigil al Foro hablando sobre ellos

05.07.2023 | Jesús María López Sotillo

El pasado día 19 de junio celebramos el XIII Coloquio Abierto del Foro “Curas de Madrid y Más”. Unas horas antes del inicio del acto, el teólogo José María Vigil dirigió a nuestro Foro una carta abierta, publicada en Religión Digital, comentando la información sobre el mismo que daba este medio. A título personal, pero con el conocimiento del asunto que me proporciona ser miembro de la Comisión Permanente del Foro, contesto a la carta mencionada, al tiempo que doy cuenta del “porqué” y del “cómo” de nuestro coloquio del día 19 de junio y, también, del “porqué” y “cómo” del que celebramos el día 27 de febrero, ya que a ambos se refiere Vigil en su escrito.

Debo empezar manifestando a José María Vigil la gratitud de los miembros del Foro y, expresamente, la mía propia, por habernos dedicado tiempo, pensamiento y palabras. Los dos coloquios que comenta, pese a que, curiosamente, han resultado ser los menos concurridos de la serie, han sido también los que han abordado problemas teológicos más complejos y difíciles de plantear y de resolver. Quisiera que estas palabras mías sirvieran para mostrar lo cierto de esta afirmación.

En el que celebramos el  27 de febrero la pregunta en torno a la que intercambiamos puntos de vista fue “¿Tiene la Iglesia libertad para actualizarse?”. En el del día 19 de junio  la cuestión a debatir ha sido “¿Se puede ser hoy a la vez fieles al Evangelio y a los signos de los tiempos?”. Al proponer sendos diálogos en torno a ambas cuestiones el objetivo era suscitar un debate sobre asuntos teológicos que en los lejanísimos tiempos del Concilio Vaticano II suscitaban enorme interés en millones de personas, dentro y fuera de la Iglesia Católica. Hoy muchas personas desconocen qué asuntos eran aquellos. Y otras no tienen interés alguno en dedicarles ni un segundo de su tiempo o de su pensamiento.

Son asuntos que tienen que ver con los numerosos y profundos cambios que la Iglesia Católica, para actualizarse, debería introducir en su doctrina teológica y moral, en su liturgia, en su estructura organizativa y en su articulación canónica de todo ello. A finales de los años cincuenta y durante los años 60 y 70 del siglo pasado, gracias a la convocatoria y a la celebración del Concilio Vaticano II, esos asuntos eran conocidos. Y se hablaba de ellos con claridad. Y había esperanza de que los cambios se produjeran. Y se trabajó mucho para que tal cosa acabara pasando. El adjetivo “nuevo” o “nueva” acompañaba a casi todos los ámbitos de la teoría y de la práctica del catolicismo: Nueva liturgia, Nueva Historia de la Iglesia, Nueva lectura de los textos bíblicos, Nueva moral… Y ese adjetivo era sustituido con frecuencia por el sustantivo “secularización”: Secularización de la liturgia, Secularización de la Acción caritativa, Secularización de la Teología, Secularización de la moral… Pero la llegada en 1978 del cardenal Karol Józef Wojtyła a la sede pontificia trajo consigo el empeño de acabar sin contemplaciones y hasta de forma cruenta con ese afán renovador y secularizador. Y, poco a poco, Juan Pablo II, el nuevo papa, y el cardenal Joseph Ratzinger, luego Benedicto XVI, prefecto desde 1981 de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo consiguieron. Y, a la vez, el joven papa no dejaba de proclamar que era necesario emprender y llevar a cabo con éxito una “nueva evangelización de Europa”, llamada a culminar con una nueva evangelización del resto del planeta. Aunque, pese al nombre, pronto se vio que no era para enseñar nada nuevo, sino para enseñar y asentar de nuevo la antigua doctrina preconciliar de la Iglesia.

Fruto de este exitoso empeño cercenador, a día de hoy es muy reducido el número de personas que guarda memoria viva de las ilusiones que despertó el Vaticano II. Su edad es avanzada. Y les pesa el cansancio acumulado en muchos años de lucha por materializar aquellos sueños de antaño sin obtener apenas éxito alguno. A la sociedad en general ya le da igual que la Iglesia cambie o no cambie. Bastantes católicos piensan que está bien cómo está. Muchos otros, por su parte, creen que los cambios a introducir están relacionados fundamentalmente con la moral individual o institucional. Y no entienden por qué la jerarquía eclesiástica no accede a ello. No entienden por qué no acepta la democratización de órganos de gobierno eclesial. No entienden por qué no acepta el celibato  opcional de los clérigos o la ordenación sacerdotal de las mujeres o una liturgia menos ritualista y más participativa y encarnada en la vida, o el divorcio o los anticonceptivos o la desculpabilización de la homosexualidad o la reproducción asistida o el aborto o la eutanasia. Ese tipo de cuestiones es el que aparece con frecuencia en las respuestas a los cuestionarios preparatorios del Sínodo de la Sinodalidad.

Ese era el objetivo de nuestro XII Coloquio abierto: sacar a relucir que lo que frena los cambios en la Iglesia, no sólo los de tipo moral, sino también y sobre todo los de tipo teológico, litúrgico, institucional y canónicos

Sabiendo que ese es el clima que reina en la Sociedad y en la Iglesia Católica, está justificada la pregunta “¿Tiene la Iglesia libertad para actualizarse?”. Muchos católicos conservadores dicen “NO”. Pero la mayoría contesta “SÍ”, y, como acabamos de señalar, no entiende por qué la Jerarquía se niega a ello. Desconoce que detrás hay razones teológicas que el papa y el resto de los obispos esgrimen como justificadoras de su cerrazón. La mayoría no cae en la cuenta de que esas razones “teológicas” son las que hay que poner en cuestión. La mayoría no comprende que hay que confrontándolas con otras razones que justifican pedir y promover los cambios demandados. En los tiempos conciliares y durante los primeros años del postconcilio todo esto sí se sabía. Ahora hay que volver a enseñarlo. Hay que volver a comprenderlo. Ese era el objetivo de nuestro XII Coloquio abierto: sacar a relucir que lo que frena los cambios en la Iglesia, no sólo los de tipo moral, sino también y sobre todo los de tipo teológico, litúrgico, institucional y canónicos, es la aceptación de que existe un conjunto de enseñanzas inmutables, porque son palabra divina revelada o que se sustenta en ella y la desarrolla.

El Concilio Vaticano II abordó este problema desde sus inicios. Finalmente volvió a proclamar como verdad cierta que la Revelación divina existe y que el contenido de la misma es en concreto el que la Iglesia, mediante su Magisterio, designa como tal. Pero instó a estudiar en profundidad los textos bíblicos, la “Palabra de Dios” por antonomasia, para conocer y comprender cuál es exactamente la palabra divina que contienen y transmiten. Y, además, frente a la tesis protestante, reafirmó la doctrina del Concilio de Trento de que mediante su Tradición y su Magisterio, la Iglesia, sus obispos, pueden interpretar y desarrollar el contenido de la palabra revelada. E instó a estar atentos a lo que dio en llamar “los signos de los tiempos”, pues pueden contener como un susurro divino, que, sin ponerla en cuestión, justifique nuevas interpretaciones o desarrollos de la Palabra revelada. Es una solución de consenso que sirvió para que el 18 de noviembre de 1965, recibiera el voto casi unánime de los padre conciliares y fuera promulgada por Pablo VI, la Constitución Dogmática “Dei verbum”. Habían pasado más de tres años desde que empezó a debatirse, y quedaban solo dos semanas para la clausura del Concilio.

Tomando esa vía de escape, que hoy nos parece muy estrecha, fue posible entonces llevar a cabo un cierto aggiornamento de la Iglesia, una cierta actualización. Pero inmediatamente se abrió otro debate. Tuvo inmerso en él a los padres conciliares y a sus asesores teológicos durante las cuatro sesiones del Concilio y entre los espacios intermedios. Y no hizo más que incrementarse en los primero años del postconcilio: ¿Actualización? SÍ. Pero ¿en qué y hasta dónde? Los documentos conciliares son un testimonio patente de los equilibrios, a veces totalmente forzados, a los que llegaron los padres conciliares en torno a los diferentes asuntos que fueron objeto de actualización. En nuestro XIII Coloquio abierto nos planteamos ese mismo problema. Aunque lo planteamos con otro tipo de pregunta, “¿Se puede ser hoy a la vez fieles al Evangelio y a los signos de los tiempos?

Hay muchos católicos que consideran que la fidelidad no debe ponerse ni en uno ni en otro extremo, ni en “el Evangelio” ni en el supuesto susurro divino que puedan contener “los signos de los tiempos”, sino en la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, proclamados solemnemente y principalmente en los Concilios ecuménicos del siglo IV, en el Concilio de Trento y en el Concilio Vaticano I. Pero entre los católicos que consideran que la Iglesia tiene libertad para actualizarse y que hay motivos bien fundados para hacerlo las posiciones sobre el “en qué” y en el “hasta dónde” son diversas y hasta contrapuestas. En la Introducción al Coloquio pusimos sobre la mesa, para dialogar sobre ellas, tres de dichas posiciones. Primero, la que defienden José María Vigil y el resto de autores del libro “Después de Dios. Otro modelo es posible”. Luego, la que ha defendido el profesor José María Castillo en muchos de sus libros, de la que ofrece una síntesis contundente en el último de ellos, “Declive de la Religión. Futuro del Evangelio”. Y, en tercer lugar, la que practican, por ejemplo, Javi Baeza y la comunidad de San Carlos Borromeo. En el curso del diálogo salió a relucir otra más, de la que luego hablaré.

José Manuel Vigil, autor de la Carta abierta al Foro, y el resto del grupo de teólogos y pensadores espirituales al que pertenece se sitúan claramente entre quienes piensan que hoy ya no es posible mantener de forma simultánea las dos fidelidades, al Evangelio y a los Signos de los tiempos, a los que ellos designan con otro nombre. Piensan y enseñan que la fidelidad a lo que hoy en día nos enseñan sobre el universo y sobre el ser humano las ciencias físicas y biológicas lleva a romper con buena parte de la doctrina eclesial, incluida la que encontramos en lo que Castillo llama “El Evangelio” o, dicho más precisamente, en la que encontramos en los escritos neotestamentarios. Hay que hacer emerger, piensan y enseñan, “otro modelo” de espiritualidad. Ha de ser un modelo en el que no tiene cabida, entre otras imágenes, la figura de un Dios personal y providente, pero en el que, curiosamente, se ha de mantener como un pilar fundamental la preocupación por los más necesitados, aunque las ciencias positivas no puedan decir nada definitivo al respecto. Pero eso sí, desprovista de las fundamentaciones y de las motivaciones mitológicas que, a su juicio, ofrecen los relatos bíblicos.

José María Castillo está en el polo contrario. En 2021 hizo en Religión Digital un comentario crítico al libro “Después de Dios. Otro modelo es posible”. A los autores les pareció infundado y ofensivo. Y dos de ellos, José Arregui y José María Vigil le respondieron públicamente en ese mismo medio. José María Castillo solo admite la fidelidad a lo que él, en singular, llama “el Evangelio”, no a la Tradición ni al Magisterio posteriores ni tampoco a los Signos de los tiempos actuales. Fidelidad única y exclusivamente a  los orígenes del cristianismo. Fidelidad a la palabra viva que fue y que transmitió Jesús de Nazaret. Una palabra opuesta por completo a la religión judía de su tiempo y, en general, a cualquier tipo de religión institucionalizada y regida por clérigos. Una palabra que induce a una vivencia de la fe sin ritos ni obligaciones religiosas inventadas por la clase sacerdotal para dotarse de poder y autoridad y acumular dinero. Fidelidad únicamente a la fe en Dios, en el Dios del que Jesús es “Verbo encarnado”, y al amor al prójimo, para aliviar en cada tiempo y lugar sus padecimientos. Todo lo que dentro de la Iglesia se salga de ahí debe ser desmontado.

El querido y admirado Javi Baeza y su asombrosa comunidad de San Carlos Borromeo huyen de los debates teológicos. Tanto si son del estilo del que suscitan los autores de la obra “Después de Dios. Otro modelo es posible” como si son del estilo del que abre la obra “Declive de la Religión. Futuro del Evangelio”. Y, también, por supuesto, huyen de los que suscitan quienes sostienen que por encima de todo hay que ser fieles a la Tradición y al Magisterio, tal como los conservan, transmiten e interpretan el Papa y el resto de los obispos en comunión con él. A ellos, como a muchos otros cristianos dentro de la Iglesia Católica, lo que les preocupa sobre todo es el sufrimiento de las personas, el maltrato que muchas padecen, la pobreza, el abandono, la marginación, la explotación… que menoscaban su dignidad y les hacen mucho daño. Lo que buscan por todos los medios es hacer algo para quitar o aminorar ese dolor. Y lo hacen en nombre de Dios. Seguros de que esa es su voluntad y de que les ayuda en dicha empresa. No tienen, sin embargo, interés en debatir si realmente ese Dios es el Dios del que habló Jesús o si existe realmente o si es como creen que es. Han abrazado y practican y enseñan como dadora de sentido esa fe. Y, coherentes con ella, aunque celebran liturgias, entienden que el verdadero culto a Dios es el ejercicio de la caridad y la defensa de la justicia. Sin querer enredarse en disputas teológicas o metafísicas, dirían ellos, sobre cómo fueron las cosas en los orígenes o cómo evolucionaron después o sobre qué nuevas mutaciones piden los signos de los tiempos que se lleven a cabo ahora.

Yo creo, y ésta es la otra postura que salió a relucir a lo largo del diálogo, que la Iglesia Católica, como las otras iglesias cristianas y las demás religiones vivas, confrontada con los saberes modernos, tanto de las ciencias positivas como de las ciencias históricas o filológicas, debe asumir que necesita una renovación profunda. Y considero que ha de llevarla a cabo mirando a sus orígenes, pero sin quedarse sólo en ellos, sino mirando, también, hacia lo que podemos aprender de los llamados “signos de los tiempos”. Pero, a la vez, sin prescindir por completo del resto de la historia cristiana, que se ha desarrollado entre uno y otro extremo. Creo, además, que a la hora de  transmitir todo esto se debiera hacer mostrando a quienes viven apoyados en una fe que llamaríamos tradicional que hay cierta continuidad entre dicha fe y la fe renovada que se les propone. Considero que no es necesario romper con todo, sino que algo importante se puede conservar. “El Evangelio” en singular, contrariamente a lo que da a entender José María Castillo, no ha existido nunca. Siempre, tras la muerte de Jesús, existieron diferentes modos de entender, de vivir y de transmitir la fe que él hizo suya y comenzó a esbozar con palabras y obras en su corta vida pública. El modo de articular el seguimiento de Jesús de los llamados “cristianos helenistas”, de quienes aprendió el cristianismo San Pablo, a quien tan duramente critica Castillo y de cuyas posiciones da testimonio en su Carta a los Gálatas, podría ponerse en valor. A mi juicio, permite establecer puentes entre el que pudo ser el núcleo central de la predicación de Jesús y lo que hoy demanda de nosotros la toma en consideración de lo que nos enseñan las ciencias modernas.

Son, como espero haber mostrado, cuestiones profundas y complejas las que nos planteamos en nuestros dos últimos coloquios. El debate sobre sus respuestas sigue vivo y habría de relanzarse con claridad y sin miedo.

Fuente Religión Digital

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El Foro “Curas de Madrid y Más” denuncia la obsesión eclesial con la liturgia y el pecado

Lunes, 22 de julio de 2019
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Asistentes-Coloquio-Abierto-Curas-Madrid_2140895944_13777563_660x371“La escucha y el alivio de los quejidos de la humanidad doliente no forme parte esencial de la espiritualidad de muchos miembros de la Iglesia”, critica

“Aún nos duele más que, con ojos que no ven y oídos que no oyen, perciban como molestos o injustificados los clamores de la humanidad doliente”

El pasado día 17 de junio el Foro “Curas de Madrid y Más”celebró su 6º Coloquio abierto. El saludo inicial corrió a cargo de Jesús Copa, miembro de la Comisión Permanente. “Muchos o pocos, comenzó diciendo, lo importante es que volvemos a estar juntos”. Juntos y dispuestos, añadió, a que el grueso del encuentro lo empleemos en expresar y en escuchar lo que queramos decir sobre las cuestiones planteadas.

Y así fue. Antes, sin embargo, hubo unos minutos de oración en común, dirigida por María Jesús (Chus) Martínez. La escucha de un pasaje del Evangelio de San Juan y de un texto de José Antonio Pagoda nos trasladó al ámbito de la fiesta de Pentecostés, entonces recientemente celebrada, y a reflexionar sobre esos “dones del Espíritu” que enardecen e iluminan. Además de los que mencionan los textos bíblicos, Chus nos habló de otros con los que les gustaría verse enriquecida y pidió al resto de los asistentes que, en forma de oración de súplica, manifestara cuáles son los que le gustaría recibir. A la reflexión nos ayudó la música del grupo de religiosas AIN KAREN, cuya canción Ruah, del disco “Alégrate”, oímos y tatareamos juntos.

Acto seguido, Jesús Sastre, miembro también de la Comisión Permanente, con una breve intervención, llevó a cabo la tarea de recordarnos cuál era el asunto sobre el que debíamos hacer girar nuestras reflexiones. Para ello fue comentando el contenido del cartel de convocaría: las frases del Éxodo que van insertas en la imagen que contiene y las dos preguntas que, por encima y por debajo de ella, quedan formuladas:

“He observado la aflicción de los israelitas en Egipto. Su clamor ha llegado hasta mí” 

“Ahora, pues, ¡anda! Te envío a faraón: ¡Saca de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel!” 

¿Qué clamores de dolor lanzamos al Cielo los hombres y las mujeres de hoy?

¿De qué “Egiptos” habríamos de ayudarnos a salir? 

Nos dijo que, a su juicio, Moisés, antes de vivir la experiencia de la zarza, ya debía andar sumido en su propia reflexión sobre qué postura tomar ante el padecimiento de su pueblo, del que estaba empezando a ser consciente. Ajeno durante años al mismo, por haber vivido bajo la protección de la hija de Faraón en su palacio, se ha topado con él y piensa que debe hacer algo para aliviarlo.

La voz ardiente de Yahveh que escucha tras la zarza le lleva a la conclusión de que ha de asumir como una misión divina la tarea de librar de la esclavitud a Israel, para cuyo éxito espera contar con su auxilio.

Es, continuó explicando Jesús Sastre, una esperanza similar a la de Jesús de Nazaret, cuando, desde su fe en Dios, del que cree y enseña que es Abba, asume el reto de aliviar a los cansados y agobiados, cuyos lamentos escucha y le hacen llorar. Y lo hace siendo consciente de que a él y a quienes le sigan les va a costar sudor y sufrimiento.

¿Qué clamores son los que hoy brotan de las gargantas de los hombres y de las mujeres que sufren? ¿De qué esclavitudes deberíamos ayudarles a salir? Moisés y Jesús, en sus diferentes circunstancias históricas escucharon los gemidos de las personas sufrientes y se pusieron en macha para ayudarlas.

¿Qué tareas liberadoras deberíamos emprender también nosotros? El coloquio quedaba planteado y abierto.

Hubo muchas intervenciones, cerca de veinte. Se consiguió, pues, que ocuparan la mayor parte del encuentro. No pudimos, sin embargo, pasar de la expresión y la escucha de respuestas a la primera de las cuestiones planteadas, la relativa a los clamores de dolor y súplica que brotan hoy de nuestras gargantas.

Además, se vio enseguida que no es posible dar una respuesta única y simple. Aunque no fue la primera en intervenir, María Ángeles Rodríguez Grajera cuando tomó la palabra señaló con exactitud este problema. Nos dijo que son perceptibles numerosos y muy distintos gritos de queja lanzados a lo alto, porque son muchas y diversas las causas que los provocan. Pero que hay algo que comparten, todos tienen que ver con “la dignidad” o, más exactamente, con la falta de respeto a la dignidad de quienes los profieren. Gritamos lo seres humanos cuando percibimos que nuestra dignidad está siendo mancillada. Gritan, aunque lo hagan sin palabras o con las que nosotros empleamos en su nombre, los otros seres vivos, a los que los humanos masacramos, y la naturaleza, a la que expoliamos o contaminamos.

Rafael Rojo Sastre compartió con nosotros el elenco de “retos” o “propuestas urgentes y necesarias” que recoge Miguel Ángel Vázquez, Director de Publicaciones de la revista Alandar, en su “Carta al nuevo Gobierno”, que acababa de aparecer publicada en el número de junio, el nº 359. La mayor parte de ellos son retos vinculados a problemas de nuestros contemporáneos más pobres, débiles, marginados o maltratados.

El resto de las intervenciones, sin embargo, pronto dejé de moverse en esa línea. Enseguida quienes fueron tomando la palabra comenzaron a referirse no a lamentos de “los otros” sino a sus propios lamentos. A uno, sobre todo, que muchos de los presentes también manifestamos sentir como propio.

Es un clamor que comenzó a cobrar cuerpo en nuestro interior hace ya mucho tiempo, a finales de los años setenta del siglo pasado, cuando Juan Pablo II asumió el máximo poder eclesial y comenzó a ejercerlo. Es un clamor que día tras día, con palabras o sin ellas, brotando del fondo de nuestras entrañas cristianas, elevamos a lo alto, a modo de queja y súplica deseando que pudiera ser escuchado y atendido por el Padre nuestro, que está en los cielos. Es un lamento que tiene que ver con la manera con que numerosos miembros de la jerarquía eclesial, obispos y clérigos, nos tratan o con la que vemos que tratan a otros hombres y a otras mujeres, personas la mayoría que forman parte del grupo que más razones tiene para quejarse por su situación personal y social.

Es una queja que planteamos en muchas ocasiones, es una queja conocida, como expresó algo airado Rafael Rojo, al que antes he mencionado. Pero es una queja, como también queda dicho, muy compartida  en el grupo que constituye el Foro “Curas de Madrid y Más”. Es, desdichadamente, además, una queja que no parece que pronto vaya a dejar de tener sentido. Tiene mucha importancia para nosotros y para las personas a las que amamos o por cuyo sufrimiento sufrimos. Por eso siempre está lista para brotar de nuestros labios. Aunque a muchos jerarcas, obispos o curas, y también a muchos seglares católicos les canse y hasta moleste seguir escuchando.

Nos duele que, aparte de tener Los evangelios, que son muy claros al respecto, teniendo como tenemos la Gaudium et Spes, con su famoso comienzo, Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”, cincuenta y tres años después de su publicación, la escucha y el alivio de los quejidos de la humanidad doliente no forme parte esencial de la espiritualidad de muchos miembros de la Iglesia.

Nos duele que piensen y enseñen y establezcan como verdad cierta e incontrovertible que la esencia del cristianismo es otra, más vinculada al culto que se debe dar a Dios en la liturgia y a refrenar lo que llaman nuestra natural inclinación a obrar el mal. Pero aún nos duele más que, con ojos que no ven y oídos que no oyen, perciban como molestos o injustificados los clamores de la humanidad doliente y que condenen como pecaminosas e ilegítimas las vías que la sociedad y, dentro de ella, algunas personas y grupos eclesiales vamos buscando y poniendo en uso para remediar o para, al menos, hacer más llevaderos los sufrimientos personales, familiares y sociales de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo.

Habremos de seguir reflexionando sobre todas estas estas cuestiones, pero nuestro 6º Coloquio, con el que cerramos este curso, sirvió para ponerlas sobre la mesa una vez más.

Fuente Religión Digital

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