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“Las doce tesis. Llamada a una nueva reforma”, por John Shelby Spong

Viernes, 12 de junio de 2015
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lumic3a8redepaquesIntroducción

Cuando se acercaba el siglo XXI, con las celebraciones del milenio, me sentí cada vez más llamado a evaluar el estado de la religión cristiana en el mundo. Por todas partes había múltiples signos de su declive y quizá, incluso, de su muerte inminente. Cada vez menos personas acudían a las iglesias en Europa, y las que lo hacían eran cada vez más ancianas. Las Iglesias de Norte América se sumían, o bien en un vacío tan liberal como insulso, o bien en un fundamentalismo anti-intelectual. Las Iglesias sudamericanas se alejaban cada vez más de las preocupaciones de la gente, y ninguno de sus líderes parecía capaz de hablar a esas preocupaciones con autoridad. Nada de esto era nuevo. A lo largo de los últimos 500 años, ante cada descubrimiento procedente del mundo de la ciencia en lo que se refiere a los orígenes del universo y de la vida misma, las explicaciones ofrecidas por la Iglesia cristiana parecían cada vez más desfasadas e irrelevantes. Los líderes cristianos, incapaces de asumir la revolución en el conocimiento, parecían creer que la única forma de preservar el cristianismo era no alterar los viejos patrones y no prestar atención a los nuevos conocimientos (ni mucho menos ponerlos en práctica).

Conforme afrontaba estas cuestiones como obispo y como cristiano comprometido, llegué a convencerme de que la única forma de salvar al cristianismo como fuerza para el futuro era encontrar en la Iglesia el coraje que la hiciese capaz de renunciar a muchos esquemas del pasado. Traté de articular este desafío en mi libro Por qué el cristianismo debe cambiar o morir, publicado justo antes de la llegada del siglo XXI. En ese libro examiné en detalle los temas que –estaba convencido- el cristianismo debía afrontar.

Poco después de la publicación de ese libro reduje su contenido a doce tesis, que puse, a la manera de Lutero, en la entrada principal de la capilla del Mansfield College, en la Universidad de Oxford, en el Reino Unido. Después envié por correo copias de esas doce tesis a todos los líderes cristianos reconocidos del mundo, incluyendo al Papa, al Patriarca de la Ortodoxia Oriental, al Arzobispo de Canterbury, a los líderes del Consejo Mundial de Iglesias, a los líderes de las Iglesias protestantes tanto en Estados Unidos como en Europa, y a las más conocidas voces televisivas del cristianismo Evangélico. Fue un intento de llamarlos a un debate sobre los verdaderos problemas que -tenía la certeza- la Iglesia Cristiana tiene ante sí hoy día. Presenté mis doce tesis con un lenguaje tan audaz como me fue posible, pensado ante todo para suscitar respuestas y debate.

Recientemente, los editores de la revista Horizonte me pidieron que explicase en su publicación en América Latina, a través del mundo de habla hispana y en definitiva para los cristianos de todo el mundo, mis razones para llamar al debate sobre estas doce tesis. Estoy encantado con esta oportunidad de hacerlo. Recibo con gozo las respuestas de cristianos de todas partes. No me presento como experto ni pretendo tener certezas cuando ofrezco mis respuestas, pero confío en que entiendo los problemas que afrontamos como cristianos que quieren conectar con el siglo XXI.

 TESIS 1

El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Ya no puede entenderse a Dios de forma creíble como un ser con poder sobrenatural, que vive por encima del cielo y está listo para interferir en la historia humana periódicamente, a fin de hacer cumplir su divina voluntad. Por tanto, hoy, la mayor parte de lo que se dice sobre Dios no tiene sentido. Debemos encontrar un nuevo modo de conceptualizar a Dios y de hablar sobre Él.

Dado que esta tesis es determinante para todas las demás, le dedicaré más tiempo y ocuparé más espacio tratándola que con cualquiera de las otras. Es importante que los cristianos admitamos la crisis de la fe en que vivimos, para entender así su origen y reconocer que esta no puede ser negada ni ignorada.

La persona que, en mi opinión, dio inicio a una nueva visión de la realidad que aún hoy sigue desafiando la credibilidad de la forma tradicional de expresar la mentalidad cristiana, fue un devoto monje polaco llamado Nicolás Copérnico, que vivió en una época tan lejana como el siglo XVI. Sin embargo, pocos en aquel momento fueron conscientes de los descubrimientos de Copérnico ni de sus conclusiones, de modo que, en realidad, murió sin haber desafiado nunca la conciencia de la Iglesia. Nadie entendió la profundidad de la revolución que él había comenzado, y así fue hasta el punto de que a su muerte se le acogió en el seno de la Madre Iglesia.

Sin embargo, el sucesor intelectual inmediato de Copérnico fue un astrónomo italiano del siglo XVII llamado Galileo Galilei, el cual, como Copérnico, era profundamente católico. No sólo tenía una hija monja, sino que él mismo era conocido en los círculos más altos del Vaticano, que confiaban en él. Era un verdadero amigo del que por entonces ejercía de Papa, sentándose en la silla de Pedro. Galileo había construido su propio telescopio y, al igual que Copérnico, estudió el movimiento de los cuerpos celestes, buscando siempre entender la relación de unos con otros y de todos con la Tierra. La teoría de Copérnico de la localización del sol en el centro del Universo era algo de lo que Galileo había llegado a convencerse. Aunque pareciese radical y revolucionario, Copérnico estaba seguro de que la relación entre la Tierra y ese Sol en el centro consistía en ser un satélite que da vueltas a su alrededor, en un ciclo anual. Esta idea se ajustaba a las conclusiones a las que Galileo había llegado, y respondía a muchas de sus preguntas, lo que, lentamente pero con seguridad, le hizo aceptar lo que luego llegaría a llamarse “la revolución copernicana”. Galileo, sin embargo, a diferencia de Copérnico, no vivía en el claustro. Era un conocido científico, toda una figura pública. Ni se le ocurriría abstenerse de escribir y publicar sobre sus hallazgos. Fue precisamente al hacerlo cuando descubrió que sus escritos estaban provocando debate y controversias que inevitablemente lo llevarían a un conflicto directo con la jerarquía de la Iglesia Católica. En aquel momento histórico, la Iglesia era aún una poderosa fuerza política. Su poder estaba en su pretensión, ampliamente aceptada, de que tenía la autoridad para hablar en nombre de Dios. Eso significaba que los líderes de la Iglesia Católica tenían tanto una necesidad política como un deseo ególatra de controlar el pensamiento, para definir la verdad y para interpretar la realidad para todo el mundo. Ciertamente, una duda que –viniese de donde viniese- pareciera erosionar esa parte del papel de la Iglesia, sería un desafío a su autoridad.

La verdad poseída y preservada por la Iglesia se decía que había sido recibida como resultado de la revelación divina. Se había enseñado a la gente a creer que esta verdad no sólo se había revelado en Jesucristo, sino que también se había plasmado en términos de lo que estaban bastante seguros que era una cosmología no cuestionada e incuestionable. Esta cosmología se podía enunciar de manera simple: Dios habita por encima del cielo; la Tierra era el centro, no sólo del universo, sino también de la atención de Dios. La mirada divina que todo lo ve en el mundo desde su reino celestial asistía a Dios en la tarea de registrar todas las acciones y fechorías de cada ser humano. Se guardaban libros de registro de las acciones humanas, los cuales constituían la base sobre la que cada existencia humana se juzgaría al final de los tiempos. Ese era también el momento en que se decidiría el destino eterno de la persona. La Iglesia y su sistema de fe funcionaban así como un sistema de control increíblemente poderoso del comportamiento humano. Eso era, en esencia, lo que tanto Copérnico como Galileo parecían cuestionar directamente. Era un desafío, no sólo a lo que se percibía como la verdad, sino también al poder político. No se podía ignorar. Así, se acusó a Galileo de Herejía. Al final, fue condenado. El castigo habitual por la herejía en aquel tiempo era la muerte por el fuego, es decir, que el hereje era quemado en la hoguera.

El juicio de Galileo tuvo mucha publicidad. Sus ideas no sólo se atacaron con severidad, sino que los eclesiásticos que realizaron la investigación las ridiculizaron. Se acusaba a la visión de Galileo de ser contraria a la “Palabra de Dios” tal como se reveló en las Sagradas Escrituras, que, en aquel momento, se creía que eran las palabras de Dios dictadas con un sentido literal. Si Galileo estaba en lo cierto, la Biblia y la Iglesia se equivocaban. Esa era la conclusión eclesiástica que sellaría el destino de Galileo. Casi en cada página de la Biblia había un relato según el cual Dios vivía por encima del cielo, en el estrato superior de un universo organizado en tres niveles. Dios había mandado la lluvia desde el cielo en tiempos de Noé y el diluvio (Gen 7). En el libro del Génesis la gente quiso construir la Torre de Babel, tan alta que alcanzaría al cielo, donde se creía que vivía Dios (Gen 28). Se decía de Moisés que había recibido la Tora de Dios, que bajó del cielo a la cima del Monte Sinaí para entregarle directamente aquellas tablas de piedra que contenían los Diez Mandamientos (Ex 20). En el libro de Josué, el sucesor de Moisés había rogado a Dios, en medio de los rigores de la batalla, que detuviese el sol en su movimiento celeste alrededor de la tierra, para que su ejército dispusiese de más horas de luz en las que destruir a sus enemigos (Jos 10). Elías fue transportado al cielo, al reino de Dios, en un carro mágico ardiente tirado por caballos igualmente mágicos, y fue impulsado hacia la gloria por un poderoso torbellino que, enviado por Dios, venía del cielo (2 Re 2). Leer más…

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