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“El ascensor II: Descender”, por Gema Juan OCD

Viernes, 13 de junio de 2014
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14044052317_1eda925f7b_mLeído en su blog Juntos Andemos:

«No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb».

Así explicaba Teresita lo que había sentido al recibir lo que ella llamaba el «sacramento de amor», la confirmación. Esa «brisa tenue» le llevará a descubrir, poco a poco, qué es el amor y a unirse al Espíritu que desciende.

Años después de esa experiencia, diría a sus hermanas, Inés y María, dos cosas: que solo «la confianza puede conducirnos al amor» y que es «propio del amor abajarse». Si fiarse es ascender, confiar también va a ser descender, dejándose llevar por el Espíritu.

Teresita ha entendido muy bien la doctrina de su querido Juan de la Cruz, que decía: «En este camino el bajar es subir, y el subir, bajar» y añadía que, para enseñar al alma, «suele Dios hacerla subir por esta escala para que baje, y hacerla bajar para que suba». Así se avanza por el camino del amor.

Juan de la Cruz no estaba haciendo un juego de palabras, sino poniendo de manifiesto algo que Teresita ha captado, y que pertenece al alma del evangelio: Jesús revela al Dios que invierte los términos, que busca a los últimos y para quien los pobres son bienaventurados.

Con frecuencia, en sus escritos, ella misma dice que se ha visto inspirada. Detrás de esas inspiraciones está el que ella llamaba «Espíritu de amor». Recordará las palabras de Jesús: «Nadie puede venir a mí, si no lo trae mi Padre que me ha enviado», y las de Pablo: «Sin ese Espíritu de amor, no podemos llamar “Padre” a nuestro Padre que está en el cielo».

Jesús había dicho que el Espíritu Santo animaría la fe de sus discípulos, los de la primera hora y los que vendrían después. El Espíritu «hará que recordéis… os lo explicará todo… os iluminará para que podáis entender la verdad completa». Esa parece ser la experiencia de Teresita, que recupera la esencia del evangelio y comprende qué es el amor.

Sus intuiciones son muy hondas. Hablará de confianza y amor, de desprendimiento, lucidez y generosidad. Hablará de cómo el Espíritu activa el modo de ser de Jesús, en quien se deja conducir. Pero ella misma decía: «Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras». Por eso, buscaba al Espíritu en lo cotidiano y vivía con Él, en las más pequeñas cosas.

De esta manera, habla con naturalidad de comunión y desprendimiento, a la vez. No como un esfuerzo o como resultado de heroísmos imposibles, sino como quien ve a los demás dignos de tener y compartir todo lo que parece propio, porque son hermanos e hijos de un mismo Padre.

Comprende que «las intuiciones de la inteligencia y del corazón» son riquezas, por eso, llega a decir cosas tan radicales como que: «Si alguna vez me ocurre pensar y decir algo que les gusta a mis hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí».

Entendía, también, que está lejos del Espíritu rehuir al que pide, esquivar, en cualquier circunstancia, la necesidad ajena. Sobre todo, cuando esta no aparece con humildad. Con agudeza, explicaba cómo la propia soberbia no soporta la altivez ajena, mientras que renunciar a cualquier tipo de superioridad une al Espíritu de Jesús.

Es este Espíritu de amor el que le hace descubrir lo que llamaba «derechos imaginarios» que, por supuesto, no tocan ningún derecho humano fundamental sino lo que, tal vez, es menos humano: el egoísmo. Teresita ve, con lucidez, lo que desgasta el inútil afán de que a uno se le dé la importancia que cree merecer. Y cuánto ciega para ver lo que importan los demás.

Le gustaba rezar con una oración muy sencilla. Decía: «Atráeme». Con ella resumía sus deseos, sabía que esa atracción era ir hacia la comunión plena, y lo que quería «identificarse con el fuego… hasta parecer una sola cosa con él».

Lo hizo progresivamente, alentando con su vida la idea de que el camino es posible para todos. Muy pronto había sentido que entraba en ella la caridad, «la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás», pero con el tiempo entendió que «cuanto más adelanta uno en este camino, más lejos se ve del final».

Tan lejos y tan cerca, podrá escribir que Dios es el lugar definitivo de todo, el auténtico punto de apoyo, «Él mismo, Él solo». Llegará a compenetrarse con el Espíritu y a descender con Él: «No me abalanzo al primer puesto, sino al último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la humilde oración del publicano».

Teresita comprende que «la única cosa necesaria» es unirse a Jesús y dejar actuar a su Espíritu. Decía: «Cuanto más unida estoy a Él, más amo a todas mis hermanas». Así pudo «penetrar en las profundidades misteriosas de la caridad» y vivir con «amorosa audacia», infundiendo esperanza.

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“El ascensor I: ascender”, por Gema Juan OCD

Jueves, 12 de junio de 2014
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levitacion4Leído en su blog Juntos Andemos:

Poco antes de dejar caer el lápiz con el que anotaba en su último cuaderno, Teresa de Lisieux –Teresita– escribió una página que impresiona, por el exceso de confianza. Confiar tanto parece una osadía. Supone, además, una valentía extraordinaria cuando esa confianza se sostiene, intacta y crecida, en el momento en que se afronta el paso de la muerte, en medio del dolor.

Decía ella que, «aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse», confiaría en Jesús. Sentía que era pura gracia no haber caído en los abismos del mal humano, y añadía: «No es esa la razón de que yo me eleve a Él por la confianza y el amor». Esas fueron las últimas palabras que apuntó.

Quien escribía esas líneas era una mujer joven, que había ingresado, siendo casi una niña, en un monasterio de carmelitas descalzas. Antes, había vivido rodeada de cariño, en un ambiente sumamente espiritual y bondadoso… Teresa apostaba por la confianza y el amor como camino de vida, pero ¿qué sabía de los seres humanos, cuando proponía su «caminito»?

Como ella misma decía, había hecho su «estudio del mundo», sabía que estaba lleno de riberas diferentes. Conocía ya algo del misterio del mal, que después experimentaría desde lo más profundo, y sabía que hay quien queda atrapado en la oscuridad, generando dolor alrededor.

No era tan ingenua como podría insinuar el lugar que ocupaba en el mundo. Un realismo sorprendente acompaña sus palabras y sus pasos. También las responsabilidades que irá asumiendo y sus opciones más personales.

Teresita entronca de lleno con su madre Teresa de Jesús. Por ese realismo y por la conciencia que tiene de lo que ha recibido; por lo enamorada que vive y por el imperioso deseo de comunicar y contagiar a los demás la fuerza, la alegría y la esperanza que regala vivir con Dios.

Escribía, en cierta ocasión, a su hermana Celina: «aprovechémonos de esa predilección de Jesús que en tan pocos años nos ha enseñado tantas cosas, no descuidemos nada que pueda agradarle». Muy pronto comprende que cuando hay una elección por parte de Dios es, únicamente, para el servicio, para el bien de los demás.

Y pronto, también, se hace cargo de dos cosas: de que la única manera de alimentar la paz común es salir de uno mismo, y de que muchas «enfermedades morales son crónicas». Ella va a tomar una decisión: «desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano».

Sabe que hay enfermedades que no se curan y psicologías rotas. Que la reincidencia forma parte de la naturaleza humana y que hay quienes, aunque vean y experimenten la bondad, no pueden unirse a ella y vivir bien. Lo reflejará diáfanamente en su obrita La huida a Egipto donde, quien ha sido sanado y colmado de bendiciones, vuelve a romper la armonía. Ella no va a cejar: la misericordia de Dios y la salvación que trae Jesús son más fuertes que todo.

Con ese equipaje, en un tiempo de bosques espesos, con un ramaje moral y religioso abigarrado, Teresita da con el claro del bosque, el único lugar desde donde podía verse el cielo abierto: la confianza.

No la encontró ni recibió de golpe. La fue amasando en el tiempo, buscando continuamente en la Palabra de Dios, auscultando su propia vida, haciéndose cargo de lo que la rodeaba, mirando a Jesús. Y esa confianza la llevará a comprender que la misericordia de Dios es absoluta: lo precede y lo acompaña todo, y ella es el juicio que Dios hace.

La confianza era para ella «abandono y gratitud». Significaba vivir sabiendo que Dios es hogar, que es «más tierno que una madre» y cobija, pero que impulsa a la vez y, por eso, decía: «Comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón». El abandono que vive y al que incita es el de la gratuidad.

Abandonarse era aceptar la maduración propia de la vida, manteniendo la fe, que pierde todo brillo en muchos sucesos de la vida. Y era buscar el bien, a través del amor concreto y continuo. Ambas cosas le llevan a escribir: «Mis deseos infantiles han desaparecido… es el amor lo único que me atrae».

Teresita intuía que había algo de «audaz y temerario» en su camino y, sin embargo, lo veía abierto a todos, porque decía de sí misma: «Soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección». Y, con aquel sano realismo que la caracterizaba, añadía: «Agrandarme es imposible». De modo que tenía que haber un modo de subir.

Buscó y, para hacerlo, se habituó a una buena compañía: «Siento que [Jesús] está dentro de mí, y que me guía momento a momento». Así comprendió que ascender es fiarse y que, si había que subir una escalera en la fe, sería dejándose llevar por Jesús. Por eso habló del invento del ascensor.

En la página final de sus manuscritos, aún añadió: «Dado que Jesús ascendió al cielo, yo solo puedo seguirle siguiendo las huellas que Él dejó… Solo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio». Así tomó Teresita el ascensor de subida: siguiendo a Jesús, fiada en su palabra.

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