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Humanizar es curar: A propósito de la película “Medecin de campaigne”

Martes, 11 de octubre de 2016
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medecin_de_campagne_cadre-3El cine francés puede gustar más o menos pero tiene la virtud de producir de vez en cuando alguna película dedicada a dignificar y reconocer el trabajo de maestros, médicos, trabajadores sociales… ¿Quién no recuerda el film de Bertrand Tavernier “Hoy empieza todo” (1999) con la imponente figura del profesor Daniel Lefebvre (Philippe Torrenton), un maestro dedicado en cuerpo y alma a educar en una guardería de una zona deprimida social y culturalmente del norte de Francia? Saber reconocer el papel de estas personas dignifica el cine y la sociedad que lo produce.

Pues hace unos meses, otro cineasta  Thomas Lilti quiso retratar el trabajo de un médico rural, el veterano doctor Jean-Pierre Werner (Françoise Cluzet) -él mismo afectado por un tumor cerebral- y su joven y recién llegada ayudante, la doctora Nathalie Delezia (Marianne Denicourt). Ya advierto desde el principio que no haré ningún comentario técnico sobre la película, entre otras razones porque no sé. Si diré que verla y volverla a ver hace poco, despertó en mí alguna reflexión que me gustaría compartir.

Durante la película aparecen muchos temas que afectan directamente a la medicina de atención primaria. La confianza que se genera entre pacientes y médico es una de las claves que mantienen la salud de esta pequeña comunidad rural. No, no es que estén más sanos, ni más preservados de contraer enfermedades que el resto de la sociedad, sino que por el conocimiento que el médico tiene de cada una de las personas, puede actuar de manera personalizada, incluso por encima de unos protocolos con frecuencia demasiado rígidos y deshumanizados. Como por ejemplo, ante la decisión de ingresar en el hospital a un paciente de 92 años con una enfermedad  crónica cuando empeora su salud. Entre la alternativa de morir tranquilamente en casa, o hacerlo anónimamente en un hospital, el médico se compromete con el paciente y de ahí la confianza y el vínculo.

Todo esto no es posible sin aquello que desde la atención primaria se llama “longitudinalidad”, y que un servidor que no es médico traduce como el hecho de acompañar la vida de las personas, lo que significa que la “longitudinalidad” es también la del mismo médico que envejece con sus pacientes y a veces enferma con ellos, sin llegar a ser nunca uno de ellos. Y aquí precisamente está el quid de la cuestión, y la gran dificultad y sacrifico. El médico juega en la comunidad un determinado papel. Seguramente esto es más fuerte y evidente en un ambiente rural que en un ambiente urbano, pero alguna cosa es trasladable a un CAP. Al médico (lo quiera o no) le toca ser espectador de todo aquello que afecta a sus pacientes: situación económica, aislamiento familiar, relaciones afectivas, condiciones del piso o casa donde viven… Les acompaña, ve como todo eso afecta de un modo u otro a su salud. El médico está en el centro de este torbellino de humanidad y esta situación lo convierte en alguien especialmente solitario. Él sostiene la salud de los otros… ¿pero a él quién lo sostiene? El médico interpretado por Cluzet cura con medicinas pero cura sobre todo con el vínculo, la escucha y la confianza. Hay un momento en el que dice a su ayudante: “Escuche al paciente, el 95% del diagnóstico lo realiza el mismo paciente”. No es que cure aquello que es incurable (“nuestra lucha es un alucha contra la naturaleza, y la naturaleza acaba siempre venciendo”), sino que “humaniza”, reconociendo al otro una dignidad, poniéndolo en el centro. Y esto también es curar.

En un mundo donde lo comunitario casi no existe, y donde los vínculos (incluso los más fuertes) son débiles, ¿quién se atreve a hacer del vínculo un factor de curación? ¿Quién se atreve a ligar su “longitudinalidad” o sea su vida a la de sus pacientes?  Está claro que estamos hablando entonces de vocación, y si me apuráis también de heroísmo. Más heroísmo aún, cuando el sistema no cree demasiado ni en vocaciones ni en heroísmos, y se dedica a fragmentar la atención tanto como puede, que es lo mismo que fragmentar la vida.

En todo esto, juega un papel muy importante la médico primeriza que se acerca al veterano. Nos permite ver como este último inicia a su aprendiz no sin tener que superar él mismo los egoísmos y el instinto de posesión que ha acabado generando sobre su comunidad este vínculo tan fuerte. Sí, porque el vínculo tan sanador puede convertirse para el médico en egoísmo, en posesión (“mis” pacientes…) Aprendiendo a ceder y a desprenderse a favor de la doctora recién llegada, resulta que el médico acaba por llevar a plenitud su vocación. Su vida y profesión han tenido sentido, han generado vida alrededor suyo, y esto a pesar de la soledad, la dureza, el mal carácter de los pacientes, los caminos llenos de fango de aquel campo francés entre la Bretaña y Normandía… Nos movemos sin embargo, en un terreno que no es el de la racionalidad sino el del sentido, un terreno de una profundidad que no es traducible en números, en objetivos, en protocolos…

Acostumbrados a ver las series sensacionalistas siempre centradas en la espectacularidad de urgencias y hospitales, esta película reconoce y dignifica la vocación del médico de atención primaria. Recomendaría que la vieran regidores, consejeros y ministros de sanidad, para que se dieran cuenta hasta qué punto se ha perdido el norte en sanidad, como en otros tantos campos. La deberían ver los mismos médicos por una cuestión de autoestima, y la deberían de ver los pacientes no siempre conscientes del papel que juega un médico de familia, en su vida y en la de los suyos.

Sin figuras como el doctor Werner y la doctora Delezia, no solamente no hay salud, sino que no hay comunidad, no hay sociedad, no hay civilización… sino la pura fragmentación, el atomismo social, el sálvese quien pueda. Confianza, vínculo, vida, longitudinalidad, acompañamiento, aquí están los pilares de una vocación siempre amenazada.

(P. S: Y yo que he sido de pueblo y que he tenido un médico así… doy fe de ello).

Santi Torres

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