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Viernes Santo, meditando ante la Cruz

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  • Iniciado hace 6 años por Mudejarillo
  1. LECTIO

    Primera lectura: Isaías 52,13-53,12

    Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto.

    Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos. Los reyes se quedarán sin palabras al ver algo que no les habían contado y comprender algo que no habían oído.

    ¿Quién hubiera creído este anuncio? ¿Quién conocía el poder del Señor?

    Creció ante el Señor como un retoño, como raíz en tierra árida. No había en él belleza ni esplendor, su aspecto no era atractivo.

    Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado por los dolores y familiarizado con el sufrimiento; como alguien a quien no se quiere mirar, lo despreciamos y lo estimamos en nada.

    Sin embargo, llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos.

    Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado,eran nuestras rebeliones las que le traspasaban y nuestras culpas las que le trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó.

    Andábamos todos errantes como ovejas, cada cual por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas.

    Cuando era maltratado, se sometía y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca.

    Sin defensa ni justicia se lo llevaron y nadie se preocupó de su suerte.

    Lo arrancaron de la tierra de los vivos, lo hirieron por los pecados de mi pueblo; lo enterraron con los malhechores, lo sepultaron con los malvados. Aunque no cometió ningún crimen ni hubo engaño en su boca,el Señor lo quebrantó con sufrimientos.

    Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días, y por medio de él, tendrán éxito los planes del Señor.

    Después de una vida de aflicción, comprenderá que no ha sufrido en vano.

    Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas.

    Le daré un puesto de honor, un lugar entre los poderosos, por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los pecadores.

    Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores.

    ***

    Del Siervo doliente nos hablan los oráculos de YHWH que abren y concluyen este fragmento (52,13-15; 53,1 ls) mostrando el éxito glorioso de su padecer humilde, que se convierte en fuente de salvación para las multitudes. De él nos habla la comunidad de la que el profeta es portavoz ("nosotros", v. 4), confesando la total incomprensión en la que se consumó el dolor del Siervo: incomprensión que pasó de la indiferencia al desprecio, del juicio al abuso legitimado (vv. 3-4.8a).

    Pero él calla.

    No atrae precisamente por el esplendor de su aspecto (signo de bendición divina), ni por su doctrina brillante: "Familiarizado con el sufrimiento", pero no es ésta materia de enseñanza. Callado en la humillación, en la opresión, en la condena a muerte (v. 7) hasta la sepultura infame (v. 9), sólo cuando su sacrificio de expiación se consuma la comunidad -purificada por él- comprende el inconcebible designio de Dios.

    El castigo, como sufrimiento purificador, presupone una culpa; pero aquí, por primera vez, aparece abiertamente algo distinto: el misterioso sufrimiento vicario. El pecado es nuestro -nos reconocemos fácilmente en el nosotros del texto-, pero quien sufre para expiarlo no somos nosotros, sino el Siervo inocente.

    Ésta es la voluntad de Dios que se cumple en el Siervo. Es la justicia divina que se llama "misericordia".

    Es la promesa -que brilla como un relámpago en el Antiguo Testamento- de la luz y la glorificación tras las tinieblas y la humillación.

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    Segunda lectura: Hebreos 4,14-16; 5,7-9

    Y ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, mantengámonos firmes en la fe que profesamos.

    Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas, excepto el pecado.

    Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un socorro oportuno.

    El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente;

    y precisamente porque era Hijo aprendió a obedecer a través del sufrimiento.

    Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

    ***

    La perícopa, de una importancia central en la carta a los Hebreos, nos invita a considerar el valor definitivo del sacrificio de Cristo, que cumple como sumo sacerdote y le hace ser, como verdadera víctima, puro y santo. La figura de Cristo sobresale así en toda su majestad. Pero esta realidad no le aleja o le lleva a un mundo inaccesible. Más bien, como ha compartido todas nuestras pruebas (4,15), sabe compadecerse de nuestra debilidad. Se ha acercado a nosotros para que nosotros pudiéramos acercarnos con total confianza al Padre, Dios de misericordia y gracia que nos concede la ayuda necesaria en todas nuestras tribulaciones (4,16) para que cualquier prueba se convierta en una situación en la que brille en todo su esplendor su providencia admirable.

    La sufrida adhesión de Cristo al designio del Padre obtiene una acogida que supera infinitamente nuestros horizontes: su obediencia filial, que le llevó a "entregarse a sí mismo a la muerte" (ci. Is 53,12), le ha convertido en "causa de salvación eterna" para todos los que obedecen su Palabra (5,7-9) y se convierten de esta forma en esa descendencia inmensa prometida al Siervo de YHWH: la nueva prole de los hijos de Dios, renacidos de la sangre de Cristo.
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    Evangelio: Juan 18,1-19,42

    Cuando terminó de hablar, Jesús y sus discípulos salieron de allí. Atravesaron el torrente Cedrón y entraron en un huerto que había cerca.

    Este lugar era conocido por Judas, el traidor, porque Jesús se reunía frecuentemente allí con sus discípulos. Así que Judas, llevando consigo un destacamento de soldados romanos y los guardias puestos a su disposición por los jefes de los sacerdotes y los fariseos, se dirigió a aquel lugar. Iban armados y equipados con linternas y antorchas.

    Jesús, que sabía perfectamente todo lo que le iba a ocurrir, salió a su encuentro y les preguntó:

    - ¿A quién buscáis?

    Ellos contestaron:

    - A Jesús de Nazaret. Jesús les dijo:

    - Yo soy-

    Judas, el traidor, estaba allí con ellos.

    En cuanto les dijo: "Yo soy", comenzaron a retroceder y cayeron a tierra.

    Jesús les preguntó de nuevo:

    - ¿A quién buscáis?

    Volvieron a contestarle:

    - A Jesús de Nazaret.

    Jesús les dijo:

    - Ya os he dicho que soy yo. Por tanto, si me buscáis a mí, dejad que éstos se vayan.

    (Así se cumplió lo que él mismo había dicho: "No he perdido a ninguno de los que me diste".)

    Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó e hirió con ella a un siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha (este siervo se llamaba Malco).

    Pero Jesús dijo a Pedro:

    - Envaina de nuevo tu espada. ¿Es que no debo beber esta copa de amargura que el Padre me ha preparado?

    La tropa romana, con su comandante al frente, y la guardia judía arrestaron a Jesús y lo maniataron. Acto seguido, lo condujeron a casa de Anás, el cual era suegro de Caifás, que era sumo sacerdote aquel año. Caifás era el que había aconsejado a los judíos: "Conviene que muera un solo hombre por el pueblo".

    Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo, que era conocido del sumo sacerdote, entró, al mismo tiempo que Jesús, en el patio interior de la casa del sumo sacerdote. Pedro, en cambio, tuvo que quedarse fuera, a la puerta, hasta que el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera y consiguió que le dejasen entrar. Pero la portera preguntó a Pedro:

    - ¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre?

    Pedro le contestó:

    - No, no lo soy.

    Como hacía frío, los criados y la guardia habían preparado una hoguera y estaban en torno a ella calentándose. Pedro estaba también con ellos calentándose.

    El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y sobre la enseñanza que impartía. Jesús declaró:

    - Yo he hablado siempre en público. He enseñado en las sinagogas y en el templo, donde se reúnen todos los judíos. No he enseñado nada clandestinamente. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a mis oyentes y ellos podrán informarte.

    Al oír esta respuesta, uno de los guardias, que estaba junto a él, le dio una bofetada diciéndole:

    - ¿Cómo te atreves a contestar así al sumo sacerdote?

    Jesús le replicó:

    - Si he hablado mal, demuéstrame en qué, pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?

    Entonces Anás lo envió, atado, a Caifás, el sumo sacerdote.

    Mientras Simón Pedro estaba en torno a la hoguera, calentándose, uno le preguntó:

    - ¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre?

    Pedro lo negó:

    - No, no lo soy.

    Uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le replicó:

    - ¿Cómo que no? Yo mismo te vi en el huerto con él.

    Pedro volvió a negarlo. Y en aquel momento cantó el gallo.

    Después condujeron a Jesús desde la casa de Caifás hasta el palacio del gobernador. Era muy temprano. Los judíos no entraron en el palacio para no contraer impureza legal y poder celebrar así la cena de pascua. Pilato, por su parte, salió a donde estaban ellos y les preguntó:

    - ¿De qué acusáis a este hombre?

    Ellos le contestaron:

    - Si no fuese un criminal, no te lo habríamos entregado.

    Pilato les dijo:

    - Lleváoslo y juzgadlo según vuestra ley.

    Los judíos replicaron:

    - A nosotros no nos está permitido condenar a muerte a nadie.

    Así se cumplió la palabra de Jesús, que había anunciado de qué forma iba a morir.

    Pilato volvió a entrar en su palacio, llamó a Jesús y le interrogó:

    - ¿Eres tú el rey de los judíos?

    Jesús le contestó:

    - ¿Dices eso por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?

    Pilato replicó:

    - ¿Acaso soy yo judío? Son los de tu propia nación y los jefes de los sacerdotes los que te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?

    Jesús le explicó:

    - Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo.

    Pilato insistió:

    - Entonces, ¿eres rey?

    Jesús le respondió:

    - Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente para eso nací y para eso vine al mundo. Todo el que pertenece a la verdad escucha mi voz.

    Pilato le preguntó:

    - ¿Y qué es la verdad?

    Después de decir esto, Pilato salió de nuevo y dijo a los judíos:

    - Yo no encuentro delito alguno en este hombre.

    Pero como tenéis la costumbre de que os ponga en libertad un prisionero durante la fiesta de la pascua, ¿queréis que deje en libertad al rey de los judíos?

    Y en medio de un gran clamor, gritaban:

    - ¡No, a ése no! ¡Deja en libertad a Barrabás! (el tal Barrabás era un bandido).

    Entonces Pilato ordenó que lo azotaran. Los soldados prepararon una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza. También le echaron sobre los hombros un manto de púrpura. Y se acercaban a él, diciendo:

    - ¡Salve, rey de los judíos!

    Y le daban bofetadas.

    Pilato salió, una vez más, y les dijo:

    - Escuchad; os lo voy a sacar de nuevo, para que quede bien claro que yo no encuentro delito alguno en este hombre.

    Salió, pues, Jesús fuera. Llevaba sobre su cabeza la corona de espinas y, sobre sus hombros, el manto de púrpura. Pilato se lo presentó con estas palabras:

    - ¡Éste es el hombre!

    Los jefes de los sacerdotes y los guardias, al verlo, comenzaron a gritar:

    - ¡Crucifícalo, crucifícalo!.

    Pilato insistió:

    - Tomadlo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro delito alguno en él.

    Los judíos replicaron:

    - Nosotros tenemos una ley y, según ella, debe morir, porque se ha presentado a sí mismo como Hijo de Dios.

    Al oír esto, Pilato sintió más miedo todavía.

    Entró de nuevo en el palacio y preguntó a Jesús:

    - ¿De dónde eres tú?

    Pero Jesús no le contestó.

    Pilato le dijo:

    - ¿Te niegas a contestarme? ¿Es que no sabes que yo tengo autoridad tanto para dejarte en libertad como para ordenar que te crucifiquen?

    Jesús le respondió:

    - No tendrías autoridad alguna sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto; por eso, el que me entregó a ti tiene más culpa que tú.

    Desde ese momento Pilato intentaba ponerlo en libertad. Pero los judíos le gritaban:

    - Si pones en libertad a este hombre, no eres amigo del César. Porque cualquiera que tenga la pretensión de ser rey es enemigo del César.

    Pilato, al oír esto, mandó sacar fuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el lugar conocido con el nombre de "Enlosado" (que en la lengua de los judíos se llama "Gábbata").

    Era la víspera de la fiesta de la Pascua, hacia el mediodía. Pilato dijo a los judíos:

    - ¡He aquí a vuestro rey!

    Ellos se enfurecieron y comenzaron a gritar:

    - ¡Quítalo de en medio! ¡Crucifícalo!

    Pilato insistió:

    - ¿Cómo voy a crucificar a vuestro rey?.

    Pero los jefes de los sacerdotes replicaron:

    - Nuestro único rey es el César.

    Así que, por fin, Pilato se lo entregó para que lo crucificaran. Se hicieron, pues, cargo de Jesús, que, llevando a hombros su propia cruz, salió de la ciudad hacia un lugar llamado La Calavera (que en la lengua de los judíos se dice "Gólgota"). Allí lo crucificaron y crucificaron con él a otros dos, uno a cada lado de Jesús.

    Pilato mandó escribir y poner sobre la cruz un letrero con esta inscripción: "Jesús de Nazaret, el rey de los judíos". La inscripción fue leída por muchos judíos, porque el lugar donde Jesús había sido crucificado estaba cerca de la ciudad. Además, estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Los jefes de los sacerdotes se presentaron a Pilato y le dijeron:

    - No pongas: "El rey de los judíos", sino más bien: "Este hombre ha dicho: Yo soy el rey de los judíos".

    Pero Pilato les contestó:

    - Quede escrito lo que yo mandé escribir.

    Los soldados, después de crucificar a Jesús, se apropiaron de sus vestidos e hicieron con ellos cuatro lotes, uno para cada uno. Dejaron aparte la túnica. Era una túnica sin costuras, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Los soldados llegaron a este acuerdo:

    - No debemos dividirla; vamos a sortearla para ver a quién le toca.

    Así se cumplió este texto de la Escritura: Dividieron entre ellos mis vestidos y mi túnica la echaron a suertes. Eso fue lo que hicieron los soldados.

    Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la mujer de Cleofás, y María Magdalena.

    Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo a quien tanto amaba, dijo a su madre:

    - Mujer, ahí tienes a tu hijo.

    Después dijo al discípulo:

    - Ahí tienes a tu madre.

    Y desde aquel momento, el discípulo la recibió como suya.

    Después, Jesús, sabiendo que todo se había cumplido, para que también se cumpliese la Escritura, exclamó:

    - Tengo sed.

    Había allí una jarra con vinagre. Los soldados colocaron en la punta de una caña una esponja empapada en el vinagre y se la acercaron a la boca. Jesús gustó el vinagre y dijo:

    - Todo está cumplido.

    E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.

    Como era el día de la preparación de la fiesta de Pascua, los judíos no querían que los cuerpos quedaran en la cruz aquel sábado, ya que aquel día se celebraba una fiesta muy solemne. Por eso pidieron a Pilato que ordenara romper las piernas a los crucificados y que los quitaran de la cruz. Los soldados rompieron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús. Cuando se acercaron a Jesús, se dieron cuenta de que ya había muerto; por eso no le rompieron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza y, al punto, brotó de su costado sangre y agua.

    El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es verdadero. Él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Esto sucedió para que se cumpliese la Escritura, que dice: No le quebrarán ningún hueso. La Escritura dice también en otro pasaje: Mirarán al que traspasaron.

    Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque lo mantenía en secreto por miedo a los judíos, solicitó de Pilato el permiso para hacerse cargo del cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Entonces él fue y tomó el cuerpo de Jesús.

    Llegó también Nicodemo, el que en una ocasión había ido a hablar con Jesús durante la noche, con unos treinta kilos de una mezcla de mirra y áloe. Entre los dos se llevaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas de lino bien empapadas en la mezcla de mirra y áloe, siguiendo la costumbre judía de sepultar a los muertos.

    Cerca del lugar donde fue crucificado Jesús había un huerto y, en el huerto, un sepulcro nuevo en el que nadie había sido enterrado. Allí, pues, depositaron a Jesús, dado que el sepulcro estaba cerca y era la víspera de la fiesta de la Pascua.

    ***

    La Iglesia celebra la pasión del Señor con la seguridad de que la cruz de Cristo no es la victoria de las tinieblas, sino la muerte de la muerte. Esta visión de fe aparece manifiestamente subrayada en la narración joanea, donde se presenta a Jesús como rey que conoce la situación, la domina y, por así decir, se señorea de ella aun en sus mínimos detalles. La hora de Jesús -que ha llegado- se describe a través de los hechos como hora de sufrimiento y de gloria: el odio del mundo condena a muerte de cruz a Jesús, pero desde lo alto de la cruz Dios manifiesta su amor infinito. En esta espléndida revelación, en esta total entrega divina, consiste la gloria.

    La narración de la pasión comienza y termina en un huerto -recuerdo del Edén- queriendo indicar que Cristo ha asumido y redimido el pecado del primer Adán y el hombre recobra ahora su belleza original. La narración no se detiene en el sufrimiento de Jesús; Juan sólo hace alusión a la agonía de Getsemaní (18,11; cf. 12,27s), mientras que subraya insistentemente la identidad divina de Cristo, el "Yo soy" que aterra a los guardias (18,5s). Del mismo modo, menciona como de pasada los escarnios y golpes, mientras evidencia -sobre todo ante Pilato y en la crucifixión- la realeza de Jesús. El término rey aparece doce veces (dieciséis en todo el cuarto evangelio). En los interrogatorios, la palabra de Cristo, el acusado, domina sobre la de los acusadores. En el momento en que Jesús es juzgado se cumple más bien el juicio sobre el mundo.

    Cuando es elevado en la cruz, se cumple no un acto humano, sino la Escritura (19,28.30), y se revela la gloria de Dios. Precisamente en el momento de la muerte, nace el nuevo pueblo elegido, confiado a la Virgen Madre (19,25-28). Del agua y la sangre que manan del costado traspasado nace la Iglesia, que regenerada en el Bautismo y alimentada con la Eucaristía celebrará a lo largo del tiempo la Pascua del verdadero Cordero (19,33; cf. Ex 12,16), hasta que también se cumpla el tiempo (cosummatuni) en la eternidad (19,30).

    MEDITATIO

    Como el Espíritu Santo había conducido a Jesús al desierto en el comienzo de su vida pública, así impulsa con fuerza a Jerusalén hacia "su hora", la hora del encuentro definitivo y de la manifestación definitiva del amor de Dios. El Espíritu Santo es quien da a Jesús la fuerza para mantener la lucha de Getsemaní, para adherirse a la voluntad del Padre y llegar hasta el final de su camino, a pesar de la angustia que le ocasiona sudor de sangre.

    Luego, en el Calvario, aparece una escena casi desierta: en el cielo se dibujan las tres cruces y abajo -como dos brazos de una sola cruz- están María y Juan. En el profundo silencio del indescriptible sufrimiento se oye un grito: "Tengo sed". Es un grito que recuerda el encuentro de Jesús con la Samaritana. "Dame de beber", le había pedido, y siguió la revelación de que la sed de Jesús era de la fe de la Samaritana, sed de la fe de la humanidad, deseo de dar el agua viva, de saciar a todos con su gracia.

    La hora de la crucifixión y muerte de Jesús se corresponde con la hora de máxima fecundidad en el Espíritu. Cuando el amor de Jesús llega al culmen de la inmolación, de su total anonadamiento, como del hontanar de un manantial subterráneo surge la Iglesia, la nueva comunidad de creyentes, nuevo Israel, pueblo de la nueva alianza. Y allí está María como cooperadora de la salvación, junto a Juan, que representa a los discípulos del Nazareno y a toda la humanidad, constituyendo el núcleo primitivo de la Iglesia naciente.

    ORATIO

    Al extender tus manos en la cruz, oh Cristo, colmaste al mundo con la ternura del Padre. Por eso entonamos un himno de victoria.

    Te dejaste clavar en la cruz para derramar sobre todos la luz de tu perdón, y de tu pecho traspasado fluye hasta nosotros el río de la vida.

    Oh Cristo, amor crucificado hasta el fin del mundo en los miembros de tu cuerpo, haz que hoy podamos comulgar con tu pasión y muerte para poder gustar tu gloria de Resucitado. Amén.

    CONTEMPLATIO

    "¡Ah, Teótimo, Teótimo! El Salvador nos conocía a todos por los nombres y apellidos, pero, sobre todo, pensó en nosotros con un amor particular cuando ofreció sus lágrimas, sus oraciones, su sangre y su vida por nosotros. "Padre eterno, tomo sobre mí y cargo con todos los pecados del pobre Teótimo, para sufrir tormentos y muerte, a fin de que él se vea libre de ellos y no perezca, sino que viva. Muera yo con tal de que él viva; sea yo crucificado con tal de que él sea glorificado".

    La muerte y pasión de nuestro Señor es el motivo más dulce y más violento que puede animar nuestros corazones y llevarnos a amar. Los hijos de la cruz se glorifican en su admirable enigma, que el mundo no acaba de comprender: de la muerte, que todo lo devora, ha salido la vida; de la muerte, más fuerte que todo, ha nacido el panal de miel de nuestro amor[...].

    El monte Calvario es, Teótimo, el monte de los amantes. El amor que no tiene su origen en la pasión de Jesús es frívolo y peligroso. Desgraciada es la muerte sin el amor del Salvador; desgraciado es el amor sin la muerte de Jesús. Amor y muerte están tan íntimamente unidos en la pasión del Señor que no pueden estar en el corazón uno sin otro. En el Calvario no se alcanza la vida sin el amor, ni el amor sin la muerte del Redentor; fuera de allí todo es muerte eterna o amor eterno; la plena sabiduría cristiana consiste en saber elegir bien (san Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, XII, 13).

    ACTIO

    Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: "Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz- Por eso Dios lo exaltó" (Flp 2,8-9a).

    PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

    "Hoy la Iglesia nos invita a un gesto que quizás para los gustos modernos resulte un tanto superado: la adoración y beso de la cruz. Pero se trata de un gesto excepcional. El rito prevé que se vaya desvelando lentamente la cruz, exclamando tres veces: "Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo". Y el pueblo responde: "Venid a adorarlo".

    El motivo de esta triple aclamación está claro. No se puede descubrir de una vez la escena del Crucificado que la Iglesia proclama como la suprema revelación de Dios. Y cuando lentamente se desvela la cruz, mirando esta escena de sufrimiento y martirio con una actitud de adoración, podemos reconocer al Salvador en ella. Ver al Omnipotente en la escena de la debilidad, de la fragilidad, del desfallecimiento, de la derrota, es el misterio del Viernes Santo al que los fieles nos acercamos por medio de la adoración.

    La respuesta "Venid a adorarlo" significa ir hacia él y besar. El beso de un hombre lo entregó a la muerte; cuando fue objeto de nuestra violencia es cuando fue salvada la humanidad, descubriendo el verdadero rostro de Dios, al que nos podemos volver para tener vida, ya que sólo vive quien está con el Señor. Besando a Cristo, se besan todas las heridas del mundo, las heridas de la humanidad, las recibidas y las inferidas, las que los otros nos han infligido y las que hemos hecho nosotros. Aún más: besando a Cristo besamos nuestras heridas, las que tenemos abiertas por no ser amados.

    Pero hoy, experimentando que uno se ha puesto en nuestras manos y ha asumido el mal del mundo, nuestras heridas han sido amadas. En él podemos amar nuestras heridas transfiguradas. Este beso que la Iglesia nos invita a dar hoy es el beso del cambio de vida.

    Cristo, desde la cruz, ha derramado la vida, y nosotros, besándolo, acogemos su beso, es decir, su expirar amor, que nos hace respirar, revivir. Sólo en el interior del amor de Dios se puede participar en el sufrimiento, en la cruz de Cristo, que, en el Espíritu Santo, nos hace gustar del poder de la resurrección y del sentido salvífico del dolor"

    (M. I. Rupnik, Homilías de Pascua. Viernes Santo, Roma 1998, 47-53).

    Publicado hace 6 años #

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