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Virgen de Guadalupe

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  • Iniciado hace 7 años por jose ruben
  1. jose ruben
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    (Texto original de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego)
    Relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe.
    En orden y concierto se refiere aquí de qué maravillosa manera se apareció poco ha la
    siempre Virgen María, Madre de Dios, Nuestra Reina, en el Tepeyac, que se nombra
    Guadalupe.
    Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció su
    preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga. También (se
    cuentan) todos los milagros que ha hecho.
    PRIMERA APARICIÓN
    Diez años después de tomada la ciudad de México se suspendió la guerra y hubo paz entre
    los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien
    se vive. A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de
    diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego según se dice, natural
    de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales aún todo pertenecía a Tlatilolco.
    Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. al llegar
    junto al cerrillo llamado Tepeyácac amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto
    de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el
    monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitosos, sobrepujaba al del COYOLTOTOTL
    y del TZINIZCAN y de otros pájaros lindos que cantan.
    Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: "¿Por ventura soy digno de lo que oigo? ¿Quizás
    sueño? ¿Me levanto de dormir? ¿Dónde estoy? ¿Acaso en el paraíso terrenal, que dejaron
    dicho los viejos, nuestros mayores? ¿Acaso ya en el cielo?"
    Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto
    celestial y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba
    del cerrillo y le decían: "Juanito, Juan Dieguito".
    Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy
    contento, fue subiendo al cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio
    a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara.
    Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era
    radiante como el sol; el risco en que se posaba su planta flechado por los resplandores,
    semejaba una ajorca de piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el arco iris.
    Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de
    esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.
    Se inclinó delante de ella y oyó su palabra muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima
    mucho. Ella le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?" Él respondió:
    "Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir cosas divinas,
    que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor".
    Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad, le dijo: "Sabe y ten entendido, tú, el más
    pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios
    por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra.
    Deseo vivamente que se me erija aquí un templo para en él mostrar y dar todo mi amor,
    compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros
    juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí
    confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.
    Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás
    cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un
    templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído.
    Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho
    que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que
    ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo".
    Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por
    ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo" Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió
    a la calzada que viene en línea recta a México.
    Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo, que
    era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga,
    religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a
    anunciarle y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo
    que entrara.
    Luego que entro, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora
    del Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después de oír toda su plática y su
    recado, pareció no darle crédito; y le respondió: "Otra vez vendrás, hijo mío y t e oiré más
    despacio, lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has
    venido".
    Él salió y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje.
    SEGUNDA APARICIÓN
    En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del
    Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera.
    Al verla se postró delante de ella y le dijo: "Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía,
    fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré a donde es el
    asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió
    benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no la tuvo
    por cierto, me dijo: "Otra vez vendrás; te oiré más despacio: veré muy desde el principio el
    deseo y voluntad con que has venido..."
    Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es quizás
    invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya;
    por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales,
    conocido, respetado y estimado le encargues que lleve tu mensaje para que le crean porque
    yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy
    gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar
    por donde no ando y donde no paro.
    Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía". Le
    respondió la Santísima Virgen: "Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son
    muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y
    hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con
    tu mediación se cumpla mi voluntad.
    Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana
    a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por enero mi voluntad, que tiene que
    poner por obra el templo que le pido.
    Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”.
    Respondió Juan Diego: ”Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré
    a cumplir tu mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino.
    Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me
    creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo
    que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora.
    Descansa entre tanto”.
    Luego se fue él a descansar a su casa. Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió
    de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse en las cosas divinas y estar presente
    en la cuenta para ver enseguida al prelado.
    Casi a las diez, se presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó el
    gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo
    empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies; se entristeció y
    lloró al exponerle el mandato de la Señora de Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la
    voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.
    El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él
    refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con precisión la figura de ella
    y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser ella la siempre Virgen
    Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo
    que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; que, además, era
    muy necesaria alguna señal; para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora
    del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: “Señor, mira cuál ha de ser la señal que
    pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envía acá”. Viendo el obispo
    que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar nada, le despidió.
    Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa en quienes podía confiar, que le vinieran
    siguiendo y vigilando a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino
    derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del
    puente Tepeyácac, lo perdieron; y aunque más buscaron por todas partes, en ninguna le
    vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les
    estorbó su intento y les dio enojo.
    Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera, le dijeron que no más
    le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo que decía
    y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían de coger y castigar con
    dureza, para que nunca más mintiera y engañara.
    TERCERA APARICIÓN
    Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del
    señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo: “Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana
    para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso e creerá y acerca de esto ya no
    dudará ni de ti sospechará y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y
    cansancio que por mí has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo”.
    Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya
    no volvió, porque cuando llegó a su casa, un tío que tenía, llamado Juan Bernardino, le había
    dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a llamar a un médico y le auxilió; pero
    ya no era tiempo, ya estaba muy grave.
    Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar un
    sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era tiempo
    de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. El martes, muy de madrugada, se vino Juan
    Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que
    sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre
    de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me
    detenga, para que llevase la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra
    aflicción nos deje y primero llame yo deprisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está
    ciertamente aguardando”.
    Luego, dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar
    pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo.
    CUARTA APARICIÓN
    Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes.
    La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió
    a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde
    vas?” ¿Se apenó él un poco o tuvo vergüenza, o se asustó?.
    Juan Diego se inclinó delante de ella; y le saludó, diciendo: “Niña mía, la más pequeña de
    mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud,
    Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre
    siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de
    México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y
    disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte.
    Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña
    mía, perdóname; tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña;
    mañana vendré a toda prisa”. Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la
    piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te
    asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad
    y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu
    salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te
    inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está
    seguro que ya sanó”.
    (Y entonces sanó su tío según después se supo). Cuando Juan Diego oyó estas palabras de
    la Señora del Cielo, se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le
    despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba; a fin de que le creyera.
    La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía.
    Le dijo: “Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me vise y te di
    órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; Enseguida baja y
    tráelas a mi presencia”.
    Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que
    hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se
    dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas de rocío, de la
    noche, que semejaba perlas preciosas.
    Luego empezó a cortarlas; las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a
    la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió
    con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el más pequeño, esta
    diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo.
    Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi
    embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo
    despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé
    subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste y admiraste; para
    que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el
    templo que he pedido”.
    Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que
    viene derecho a México: ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo
    que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la
    fragancia de las variadas hermosas flores.
    Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del
    prelado. Les rogó le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo como
    que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los
    molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros,
    que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento.
    Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie,
    cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba
    en su regazo, se acercaron a él para ver lo que traía y satisfacerse.
    Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que tría y que por eso le habían de molestar,
    empujar o aporrear, descubrió un poco que eran flores, y al ver que todas eran distintas
    rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron
    muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan
    preciosas.
    Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a
    tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no se veían verdaderas
    flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.
    Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas
    veces había venido; el cual hacía mucho que aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo el
    señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera
    lo que solicitaba el indito. Enseguida mandó que entrara a verle.
    Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo
    que había visto y admirado, y también su mensaje. Dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste,
    que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que
    pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo
    erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba,
    que me encargaste, de su voluntad.
    Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para
    que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le
    pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo
    cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar
    varias rosas de Castilla.
    Después me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi
    regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la
    cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos,
    espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo
    miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de
    Castilla, brillantes de rocío que luego fui a cortar.
    Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal
    que pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de
    mi mensaje. He las aquí: recíbelas”.
    Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se
    esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de
    repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera
    que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra Guadalupe.
    Luego que la vio el señor obispo, él y todos los que allí estaban se arrodillaron; mucho la
    admiraron; se levantaron; se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron
    con el corazón y con el pensamiento.
    El señor obispo, con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón de no haber puesto en obra su
    voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego, del que
    estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la señora del Cielo.
    Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa
    del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: “Ea, a mostrar dónde es voluntad de la
    Señora del Cielo que le erija su templo”.
    Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo. No bien Juan Diego señaló dónde había
    mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse.
    Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando
    le dejó y vino a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le
    dijo la Señora del Cielo que ya había sanado.
    Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que
    estaba muy contento y que nada le dolía.
    Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino, a quien preguntó
    la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho.
    Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y
    dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; La que, diciéndole que no se
    afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a
    ver al señor obispo para que le edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser
    cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino;
    sabiendo por ella que le había enviado a México a ver al obispo.
    También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que
    vio y de qué manera milagrosa le había sanado; y que bien la nombraría, así como bien
    había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
    Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y
    atestiguara delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa
    algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyácac, donde la vio Juan
    Diego.
    El Señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo; la
    sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su
    bendita imagen.
    La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración.
    Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona
    de este mundo pintó su preciosa imagen.

    Publicado hace 7 años #

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