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Dom 3.10.21 (27 TO) ¿Puede el hombre expulsar a la mujer por cualquier causa?

Domingo, 3 de octubre de 2021

1575D863-A8DD-4912-A5D0-6619A74B9DDD-576x1024Del blog de Xabier Pikaza:

Este pasaje de Mc 10, 2-12, ha sido y sigue siendo entendido y resuelto de diversas formas, personales y sociales, jurídicas e incluso dogmáticas. Aquí sólo puedo evocar sus presupuestos. ¿Puede el hombre expulsar a su mujer?

En principio, el tema no era la indisolubilidad del matrimonio, sino el poder que el marido tenía en ciertos momentos de expulsar a la mujer dándole un “libelo” (documento) de repudio, según ley (Dt 24, 1-3)

Jesús responde diciendo que éste no es asunto de ley, sino de vida: Dios ha hecho que hombre y mujer sean personas, y puedan unirse formando una carne (sarx), proyecto y camino de convivencia en amor y libertad. Lo primero no es fijar leyes, sino impulsar “convivencias”, maneras gozosas, gratuitas, fecundas de comunicación.

La ley se cumple en el amor; por eso, el hombre no puede expulsar a la mujer ni la mujer al hombre, pues ambos deben vincularse en amor, y amorosamente han buscar lo mejor, uno para el otro (juntos o por separado).

(Pero la historia real es más compleja. Así lo muestra la primera imagen: Abraham expulsa a Agar, por envidia de Sara… En la segunda imagen, tomada de mi libro sobre el tema, las dos mujeres de Abraham cabalgan sobre camellos, mientras Abraham da la mano a los dos hijos, uno de cada mujer).

Mc 10, 2-9

 Y acercándose unos fariseos, para ponerlo a prueba, le preguntaron si era lícito al varón despedir a su mujer. Y respondiendo les dijo: ¿Qué os prescribió Moisés?  Ellos contestaron: Moisés ordenó escribir un documento de divorcio y despedirla. Jesús les dijo: Por la dureza de vuestro corazón escribió Moisés para vosotros este mandato. Pero al principio de la creación Dios los hizo macho y hembra.  Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una carne.  Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre (Mc 10, 2-9).

 Introducción 

            Mc 10, 2  afirma que los fariseos “quieren tentarle”. Esto supone, según el contexto, que ellos conoce la actitud de Jesús, que se ha opuesto al derecho que cierta “ley” concede a los varones, afirmando que ellos pueden “expulsar” a sus mujeres, con tal de darles un documento o “libelo” de repudio.  Ésta es la pregunta que Marcos  plantea en un lugar abierto, en medio de camino de Jesús, que va pasando por las fronteras entre Judea y Perea (Mc 10, 1): Los fariseos preguntan, y él responde, mostrando que su forma de actuar (¡niega a los varones el derecho de expulsar a las mujeres!) forma parte de su doctrina abierta, conocida por todos (cf. Mc 10, 2-9). El texto ofrece después una profundización eclesial, que tiene lugar en la casa, es decir, en el ámbito privado de la comunidad (10, 10-12).

Ésta es una pregunta con trampa, para tentar a Jesús (peiradsontes auton: 10, 2). Si él dice que el hombre no puede expulsar a la mujer, le acusarán de oponerse a la Escritura que lo permite (cf. Dt 24, 1.3). Por el contrario, si dicen que puede expulsarla le acusarán de laxista pues deja desamparada a la mujer. En el fondo está el hecho de que la tradicióntiende a concebir el matrimonio como un contrato de dominio: el varón adquiere a la mujer y puede repudiarla (divorciarse de ella). Parece que los fariseos tientan a Jesús, para mostrar que su ideal de fidelidad resulta imposible y que, además, va en contra de la Ley, que concede al varón el poder de “expulsar” a su mujer, dentro de un orden jerárquico donde el marido (que está arriba), puede y debe dominar a la mujer (que es inferior).

Ellos piensan así que el matrimonio debe regularse a través de una ley que está en manos del varón (no del Estado, como en tiempos posteriores), suponiendo que allí donde esa ley jerárquica pierde importancia y el varón pierde su derecho preferencial, el matrimonio quiebra y queda a merced del puro deseo cambiante de los hombres (varón y mujer); precisamente para asentarlo de manera firma, ellos reconocen al varón el poder de divorciarse. El tema no es en general el divorcio, sino si el varón (anêr) puede expulsar (apolysai), a la mujer (gynê), conforme a una la ley o concesión bíblica (Dt 24, 1-3).

Interpretación de la Escritura. La Familia en la Biblia

Los fariseos tientan a Jesús con un texto bíblico y Jesús les responde con otro más profundo, para fundamentar así el carácter básico de la fidelidad matrimonial, suponiendo que Gen 1, 27, tiene primacía sobre unas leyes posteriores que Moisés habría formulado sólo para hombres que son duros de corazón, como suponen estos fariseos que le tientan (cf. hymin: 10, 3). Jesús supera así una ley particular (restrictiva, al servicio de algunos), para buscar la voluntad original de Dios, en una línea cercana a la de Rom 5 (que pone la promesa universal de salvación antes del cumplimiento de la ley israelita).

Como buen hermenéutica, este Jesús de Marcos busca la palabra original de Dios (Gen 1-2) por encima de la ley particular y patriarcalista de Moisés (Dt 24), recuperando de esa forma el sentido de la nueva humanidad mesiánica (con un argumento paralelo al de Mc 7, 8-13). Todo nos permite suponer que esta primera respuesta ha sido formulada por el mismo Jesús:

El un plano jurídico, Jesús acepta la Ley del divorcio (Mc 10, 3-4), concedida o, mejor dicho, presupuesta por Moisés (Dt 24, 1-3), pero la interpreta como una concesión (¡Por la dureza de vuestro corazón…! Mc 10, 5), es decir, como una norma provisional, que sirve para controlar jurídicamente una situación de ruptura injusta, en un contexto de poder jerárquico, donde los más fuertes (varones) pueden controlar a sus mujeres, pero no al contrario (aunque se exigía a los varones que dieran a las mujeres divorciadas un documento de libertad y les impedía casarse de nuevo con ellas). Pues bien, a juicio de Jesús, incluso con sus atenuantes (documento de repudio, prohibición de nuevo matrimonio con las divorciadas…) esa ley refleja el duro corazón de algunos varones, su deseo posesivo, su violencia.

− Superando esa ley, Jesús apela a la fidelidad original del Dios de la alianza, que no ha rechazado a su pueblo, tal como lo prueba el texto de la creación: «Al principio (arkhê) Dios los hizo macho y hembra… de manera que no han de ser ya dos, sino una carne» (Mc 10, 6-9; cf. Gén 1, 27; 2, 24). Al citar ese pasaje, Jesús sitúa al ser humano en su mismo origen, esto es, en el lugar donde varón y mujer pueden vincularse para siempre, en igualdad (sin dominio de uno sobre otro). Por encima de una ley que reprime o regula la vida con violencia, en perspectiva de varón, Jesús apela a la experiencia originaria de varones y mujeres que celebran el amor de manera no impositivo, en fidelidad personal, retomando así el mensaje de los grandes profetas (cf. Tema 5) que habían destacado la fidelidad de Dios: Si él no expulsa a su pueblo Israel, tampoco el hombre puede expulsar a su mujer.

Esa respuesta ha vinculado dos pasajes fundamentales del principio de la Escritura, Gen 1, 27 (varón y mujer los creo) y Gen 2, 24 (de manera que no son ya dos, sino una carne), interpretando el uno desde el otro, conforme a una técnica exegética que podían emplear (y han empleado) en un plano formal diversos grupos del judaísmo de su tiempo. Pero Jesús no ha unido esos pasajes de un modo puramente formal, sino volviendo, de manera programada, al origen de la comunidad humana, entendida a partir de la unión personal del varón y la mujer, antes de toda imposición de un sexo sobre el otro, y de toda ley patriarcalista que permite a los varones el derecho al divorcio, para controlar de esa manera a las mujeres.

Al negar al varón ese derecho, Jesús quiere situar a varones y mujeres en las fuentes de la creación, tal como ha sido propuesta en la Escritura (Génesis), en línea de unión personal. En ese sentido podemos afirmar que Jesús redescubre y ratifica en su verdad más honda (en su proyecto mesiánico) aquello que un judío puede considerar como la realidad y verdad más antigua: Que hombres y mujeres puedan unirse (vincularse) en igualdad y entrega mutua, para siempre, sin dominio de uno sobre el otro. En esa línea, él vuelve a la arkhê ktiseôs (10, 6), al principio de la creación, distinguiendo, según eso, dos niveles.

‒  En el principio (Gen 1-2) está la voluntad de Dios, expresada a modo de igualdad de varón y mujer, pues ambos forman una sola carne, uniéndose así en el nivel de “las cosas que Dios ha unido” (Mc 10, 9), en clave de entrega de la vida y no de dominio o poder de unos sobre otros (en contra de Pedro, cf. Mc 8, 33). La fidelidad del Dios de la alianza (tal como aparece en los profetas de Israel) funda la alianza fiel del matrimonio, que puede compararse y se compara con el amor de de Dios por Israel (profetas) y con la entrega mesiánica de Jesús (evangelio). Es evidente que aquí no se formula de manera expresa el “fondo cristológico” del tema (como hará Ef 5, 21-33, aunque con peligro de volver a un tipo de patriarcalismo), pero ese fondo está al principio de esa unidad originaria del hombre y la mujer. Jesús se “entrega” a favor del Reino, en gesto de plena fidelidad plena; de un modo semejante han de entregarse varón y mujer, sin que el varón tenga el poder expulsar a la mujer (o viceversa).

‒  En contra de esa voluntad de Dios (que es fuente de fidelidad) se alza el deseo (=dureza de corazón) de los aquellos varones (cf. Mc 10, 5) que quieren regular por sí mismos (en casamiento y divorcio) su autoridad sobre la mujer («separando aquello que Dios ha unido»: 10, 9). Esos varones piensan al modo de los hombres, como se dice de Pedro, no al modo de Dios (cf. 8, 33). Por eso, en ese plano, Jesús supone que la misma Ley de Moisés ha de entenderse como una “concesión” (hoy se diría un mal menor), que no responde la voluntad original de Dios. Eso significa que el divorcio, en la línea de Moisés, es sólo un “mal menor”, una “excepción” (mientras dure el “mal” de los varones).

 Al interpretar la Ley de esa manera, Jesús choca con la exégesis normal de muchos escribas, pues declara que una parte de su ley (que está al fondo de Dt 24, 1-3, es creación de hombres, varones) y no expresión de la voluntad original de Dios (como Pablo ha visto de un modo más argumentativo en Gal y Rom en relación con el conjunto de la misma Ley). De todas formas, la reinterpretación (y superación) de un pasaje bíblico por (con) otro forma parte de los recursos de la exégesis judía. Por otra parte, es evidente que Jesús no propone una nueva ley matrimonial, pues en ese plano puede seguir la de Moisés o alguna otra, creada por los hombres (en clave de imposición), sino que apela a la voluntad original de Dios, entendida como revelación del sentido de la vida.

 En busca de la norma originaria.

La interpretación bíblica de Jesús es radicalmente israelita, pero va en contra del tipo de judaísmo de los fariseos (cf. Mc 10, 1-2), que aparecen aquí como tentadores, con su interpretación del divorcio. Ellos necesitan regular por ley la relación del hombre con la mujer, y así tienden a pensar, además, que entre el origen (creación) y la promulgación positiva de las leyes de Moisés existe una identidad de base. Pues bien, en contra de eso, Jesús descubre un desfase entre ambos planos, de manera que a su juicio el “judaísmo legal” (más centrado en Moisés) representa una caída respecto al origen (Génesis), donde se revela la identidad del ser humano.

No es que Jesús rechace a Moisés, pero, como otros muchos apocalípticos, él ha querido fundar la raíz de su movimiento mesiánico en un principio anterior, más allá de Moisés (e incluso de Henoc, de Matusalén o de otros patriarcas antidiluvianos), para retomar el fundamento de Adán y Eva, conforme a la misma Biblia (como hace Pablo en Rom). En ese sentido, podríamos decir que él supera la visión de un Moisés particular (con la ley concesiva de Dt 24, 1-3), para llegar al Moisés originario, que se expresa en Gen 1-2. Aquí se arraigan sus dos afirmaciones, fundadas en dos textos complementarios del principio de la Biblia, que ratifican la unión y la igualdad de varón y mujer:

‒ Según Gen 1, 27, Dios no creo al varón con poder sobre la mujer (como suponen los fariseos), sino que los creo varón y hembra (arsen kai thêly: 10, 6; cf. Gen 1, 26-27). En este contexto no se puede hablar, por tanto, de un Adam/primero y de una Eva/posterior o derivada (como podría suponer el nuevo relato de la creación, en Gen 2, 5-25), sino que ambos han surgido al mismo tiempo, como seres complementarios de una humanidad dual. Conforme a este pasaje, el anêr/varón fariseo (Mc 10, 2) no puede arrogarse el poder de expulsar a la gynê/mujer, pues ambos se hallan principio en igualdad, sin que uno pueda presentarse como superior al otro. Según eso, la superioridad del varón sobre la mujer en el caso del matrimonio va en contra del relato originario de la creación en Gen 1, 27

‒ Según Gen 2, 24, el anthropos/varón dejará al padre/madre y se unirá a su gynê/mujer y serán ambos una sóla sarx o realidad humana(Mc 10, 7-8). Pasamos así de Gen 1 (texto más sacerdotal), donde varón y mujer se hallaban juntos, desde el principio) a Gen 2 (más profético), donde parece que la historia empieza a contarse desde la perspectiva del varón/Adán, del que provendría la mujer/Eva), pero añadiendo, en ese mismo contexto, que, para realizarse en su verdad, el hombre/varón ha de “superar” su origen (padre/madre) y vincularse en unidad definitiva y concreta con su esposa (formando una sarx con ella). En esa línea, el mismo varón, que podría parecer anterior a la mujer, debe superar su origen (padre y madre), para vincularse ella de manera definitiva.

  Eso significa que el varón no tiene el “derecho” para expulsar a la mujer, como suponían los fariseos en Mc 10, 2, apelando a Dt 24. Al negarle ese “derecho”, Jesús está rompiendo la espina dorsal del patriarcalismo, fundado en el dominio del varón/esposo sobre su mujer y sus hijos. El varón no es “antes” que la mujer, pues ambos nacen juntos (Gen 1), ni puede despedirla cuando quiera, sino que él tiene que dejar precisamente más (¡a su padre y a su madre, la estructura de la vieja casa!) para vincularse con ella en matrimonio. De esa forma, Mc 10, 7 supone (con Gen 2, 24) que el varón debe abandonar su ventaja anterior (casa propia, padre y madre) para vincularse a su mujer, recorriendo un camino mayor, para introducirse en un espacio de vida definida por la esposa que ocupa el lugar de los padres.

En esa unión del varón con la mujer, ambos forman una sarx (carne), básicamente determinada por la mujer, creando así la nueva humanidad, en línea de generación. Al formular así las cosas, Jesús no ha partido de la Biblia para ir a la vida, sino que ha partido de la vida concreta, de la situación de varones y mujeres, para buscar después una iluminación en la Escritura. Desde ese fondo podemos insistir de nuevo en los dos niveles del matrimonio:

 ‒ Hay un matrimonio por ley, representado por los fariseos que ratifican el presupuesto patriarcalista de Dt 24, 1-3, que concede al varón autoridad sobre la mujer, tanto al escogerla (en contrato realizado con su padre, no con ella) como al expulsarla después, si él quiere (Mc 10, 2.4). Ese matrimonio no se funda ni define sobre bases de unidad y vinculación personal, sino de ley, ratificando el dominio del varón sobre la mujer. Ciertamente, podía haber y había gran amor y gratuidad en muchísimos matrimonios de tipo fariseo, pero su estructura de fondo, avalada por ley de varones, resultaba jerárquica, de manera que la mujer aparecía como posesión del marido.

Matrimonio por humanidad. Superando ese nivel de ley, Jesús funda el matrimonio en aquello que pudiéramos llamar la esencia originaria de la vida, que no proviene de la ley del varón,  sino de la misma realidad humana, creada en dualidad de varón/mujer (Gen 1). En este contexto el hombre es quien más ha de romper (debe separarse de los padres) y arriesgar (entregarse a la mujer) para formar un verdadero matrimonio, en una línea que podríamos llamar “matronímica”, pues el varón ha de abandonar a sus padres (casa-clan) para unirse a ella (cf. Gen 2, 23-24). Sólo a través de la renuncia y riesgo del varón, que pone su vida en manos de la mujer, surge el matrimonio. En esa línea, si existiera un derecho prioritario, debería ser el de ella, que es en realidad la que “define” al varón, según Gen 2, 2-24. Sea como fuere,  varón y mujer, se vinculan gratuitamente, sin dominio de uno sobre otro de forma que el varón no puede expulsar a la mujer cuando desea, ni casarse con ella cuando le apetezca o convenga, sino que han de actuar ambos en común, según el modelo de la alianza divina

 La razón farisea es clara en perspectiva histórica: el varón ha utilizado un tipo de independencia genética (no está “limitado” por menstruaciones o partos) y de poder físico (fuerza muscular) para controlar a la mujer, actuando así como si fuera dueño de ella. La experiencia de Jesús nos reconduce al principio de la “creación”, a la estructura original del ser humano, allí donde varones y mujeres emergen como iguales, y el varón ha de renunciar a su poder para unirse en paridad con su esposa. Es evidente que esa perspectiva se podría invertir y completar desde el punto de vista de la mujer, diciendo que también ella debe abandonar su posible independencia egoísta para unirse al varón, pues ambos forman una sola carne (eis sarka mian: 10, 9). Esa “unidad de carne” (no de puro espíritu, ni de simple voluntad o poder) forma parte del proyecto creador de Dios, no es algo que varón y mujer puedan tomar o dejar a su antojo, sino expresión de un misterio de fidelidad que se materializa  en un matrimonio “indisoluble” que es pacto de amor entre dos personas.

Jesús revela de esa forma la tarea del ser humano como exigencia de ruptura (cada uno debe superar su soledad precedente) y de fidelidad dual, entendida en clave de pacto. Ambos aparecen así como personas, cada uno responsable de sí mismo, tanto el varón como la mujer. En un sentido se podría decir que el varón pierde: ya no puede dominar a su mujer con el divorcio. Pero en sentido más profundo los dos ganan, viniendo a presentarse, de manera igualitaria como iguales, en un pacto de vida. Así inician un proceso de amor o fidelidad personal sin dominio de uno sobre el otro, amparados por el mismo Dios que se muestra como alianza de amor.

Dios garantiza así el proceso de fidelidad, que empieza de nuevo en cada matrimonio. Realizarse como humanos (varón o mujer) es romper el pasado que define (cierra, determina) a cada uno por aislado para compartir un proyecto de entrega mutua (dándose uno al otro para siempre). Dios fundamenta la distinción de los sexos (arsen kai thêly) y, al mismo tiempo, suscita el camino de ruptura que les lleva a la unión personal (el varón debe abandonar a sus padres…), de manera que hombre y mujer (anthropos kai gynê) se vinculan a nivel de carne nueva (realización vital concreta), en ámbito de entrega personal. Superando todas las posibles leyes de divorcio emerge así la experiencia bellísima y posible (siempre gratuita) de un encuentro personal permanente de un hombre y una mujer.

Supuestos y consecuencias.

Partiendo de la discusión con los fariseos (negando al varón  el derecho de “expulsar” a la mujer y divorciarse de ella, según Dt 24, 1-3), Jesús ha subido de nivel, ofreciendo su más honda visión de la unidad matrimonial, sobre la base de Gen 1, 27 y Gen 2, 23-24. Éste ha sido y sigue siendo uno de los “puntos” firmes de su magisterio, uno de los momentos fundamentales de su experiencia liberadora, allí donde ha vinculado su doctrina sobre la acogida de los expulsados (abrir la familia a los pobres) con la apertura familiar (ciento por uno en madres, hermanos e hijos) y la fidelidad personal definitiva entre un hombre y una mujer. Ésta es su novedad, quizá su mayor aportación antropológica, en una línea que otros judíos habían explorado y entrevisto (buscando un matrimonio monogámico), pero que sólo él ha llevado que sepamos a las últimas consecuencias.

Nos gustaría conocer mejor el contexto y circunstancias de esta declaración, pero, como en otros casos, el evangelio no responde a nuestras curiosidades, sino que nos deja ante la fuerte novedad del mensaje que Jesús presenta ante nosotros sin explicaciones, aunque apelando al principio de la Biblia, retomando así la mejor línea de la tradición. Tanto como lo que dice, importa en este caso lo que supone e implica su mensaje, que podemos condensar en varios puntos:

‒ Jesús asume una larga tradición monogámica, expresada de un modo especial en el comienzo de la Biblia, para descubrir allí la voluntad original de Dios (apo tês arkhês ktiseôs: Mc 10, 6). Por eso, siendo nuevo, su mensaje quiere retomar lo más antiguo, el principio de la creación, que no se centra en una ley particular, ni en un pueblo especial (Israel), sino en la humanidad en cuanto tal,  expresada en forma de varón y mujer.

Este retorno creador al principio de la creación, al lugar y momento en que emergen hombre y mujer, es la clave hermenéutica del evangelio, un modo de centrarse en lo esencial, es decir, en lo directamente humano, antes de las diferencias introducidas por la ley israelita y por la historia de los pueblos. Sobre todos los restantes temas y motivos, lo que importa es la vida humana, como pacto personal del hombre y la mujer.

Esta formulación se funda en el principio de la Biblia, antes del surgimiento de las razas humanas, de la Ley de Moisés y del mismo Templo de Jerusalén, con sus sacerdotes, por poner unos ejemplos.  Jesús retoma así la importancia de la vida, entendida a partir de la unión hombre-mujer. De manera significativa, él habla aquí de hijos; no dice a los hombres y mujeres que se multipliquen, que llenen el orbe de la tierra, sino que vivan en fidelidad de alianza, sin que uno tenga poder sobre el otro.

Jesús supone así que varón  y mujer se reconocen como iguales ante el matrimonio, que aparece como valioso en sí mismo, de manera que (en principio) no está al servicio de la generación, ni del establecimiento de una “gran familia”, sino que se instituye en su misma entidad propia, como unión de varón y mujer, con valor definitivo, esto es,  como institución fundante de la vida humana.

El matrimonio sólo puede entenderse como alianza libre entre un hombre y una mujer.No es un contrato estipulado entre el padre (que entrega a su hija) y el marido (que la adquiere y acoge), sino una alianza personal en la que ambos (dos personas) se comprometen libremente a formar “una carne”, una historia concreta de vida. Sólo en ese contexto se puede hablar de maduración personal y dialogada entre ellos. Es evidente que Jesús no ha sacado todas las consecuencias de su formulación; eso debemos hacerlo nosotros.

             En un sentido, esta palabra sobre la “unión definitiva” de un hombre y una mujer es valiosa por sí misma. Ciertamente, como he venido destacando, Jesús no se ha sentido obligado al matrimonio, sino que ha vivido como célibe, al servicio de los demás; más aún, él ha pedido a sus seguidores que acojan y ayuden a los marginados y que abran la familia de un modo generoso (cien madres, hermanos e hijos…), exigiendo que los hijos cuiden a sus padres ancianos (cf. Mc 7, 8-13). Pero desde el centro de su visión del Reino, él pide fidelidad total en el matrimonio.

      Sin duda, esa fidelidad ha de estar vinculada con la acogida de los otros (en especial de los niños) y a la unión  de una familia extensa (cien madres, cien hermanos…),  pero el texto en sí no lo implica ni formula. Es como si el  matrimonio fuera valiera en sí mismo, en su fidelidad, sin que resulte necesario vincularlo con los hijos (al menos de una forma expresa). Éste es su principio, éste es su punto de partida.

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