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Todo ser humano es mi hermano

Domingo, 1 de septiembre de 2019

ayuda-help-fair-play-empatia-foul-solidaridadDomingo XXII del Tiempo Ordinario

1 septiembre 2019

Lc 14, 1.7-14

La imagen y las palabras que el evangelista pone en boca de Jesús no parecen muy “ejemplares”. La motivación que se ofrece para no buscar los “primeros puestos” no es precisamente limpia: no nace de la libertad ni de la espontaneidad de la persona sabia, sino de una de las necesidades características del ego, que busca “quedar bien” ante los demás, como un modo de autoafirmarse.

La persona sabia comprende que todo lo que piensen o digan acerca de ella no le añade ni le quita una pizca de su valor. No se mueve, por tanto, desde la necesidad de agradar o de “quedar bien”. Se vive, sencillamente, en coherencia con quien es de fondo, de una manera desegocentrada. De la misma manera que no busca reconocimientos ni alabanzas, tampoco se le ocurre perseguir los primeros puestos. Se vive con libertad interior, desde su propia consciencia de plenitud. Fluye en cada momento con lo que es.

Fluye desde la comprensión. La misma que le hace consciente de su “hermandad” con todos los humanos y todos los seres. Por tanto, no atiende a los necesitados–“pobres, lisiados, cojos y ciegos”– para recibir una “paga” futura –“cuando resuciten los justos”–, sino porque sabe que son de su misma “familia”.

Es claro que la religión y la moral han buscado mejorar el comportamiento humano ofreciendo “recompensas” de diverso tipo que, con frecuencia, habrían de recibirse después de la muerte. Pero ese modo de hacer, aunque comprensible en un determinado nivel de consciencia, no consigue sino fortalecer al ego. En este sentido, podría decirse que, más allá de la intención de quien lo hacía, la religión perseguía salvar al yo, cuando de lo que realmente se trata es de liberarnos de (la identificación con) él.

A diferencia de ese tipo de enseñanzas religiosas y moralizadoras que pretendían “mejorar” a las personas a través de recompensas, el comportamiento del sabio –como fue el del propio Jesús– se caracteriza por la gratuidad. No busca otro interés añadido, porque no nace de la carencia. Su acción es fin en sí misma, porque nace de una consciencia de plenitud que se desborda.

¿Cómo veo a los demás? ¿Desde dónde actúo?

Enrique Martínez Lozano

 Fuente Boletín Semanal

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