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En el horizonte de la cotidianidad

Lunes, 12 de agosto de 2019

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José Rafael Ruz Villamil
Yucatán (México).

ECLESALIA, 22/07/19.- Dando como buena la hipótesis de considerar a Jesús de Nazaret como predicador carismático itinerante -entendiendo por carismático a quien ejerce, al margen de lo establecido, alguna autoridad sin basarse en instituciones y funciones previas-, los textos atestiguados por cuatro veces en la tradición sinóptica y que recuerdan el envío y las instrucciones del Maestro a sus discípulos a participar plenamente en la praxis del Reino de Dios, resultan harto sugerentes para aproximarse a la forma concreta de la propia praxis del Galileo. Y es que, obviamente, tuvo que pedir Jesús a los suyos predicar con el mismo estilo que él mismo hubo de tener.

Así y en relación con el equipamiento -la alforja para el alimento, la bolsa para el dinero, el dinero mismo, la túnica de recambio, en algún caso las sandalias y el bastón como instrumento de ayuda y protección- hay que apuntar que debe entenderse no solo como reflejo del propio de Jesús, sino también como muestra del interés del Maestro en evitar rigurosamente cualquier similitud con los peregrinos que van a Jerusalén, sí, pero por sobre todo, de poner muy en claro que sus enviados nada tienen que ver con los filósofos cínicos itinerantes que, para entonces, no resultan raros en la cuenca del Mediterráneo.

Ahora bien, vale destacar una constante en todos los relatos de envío: la casa, como lugar preferente para los discípulos enviados. Y no es extraño. Jesús enseña en las sinagogas, es cierto, pero más bien a campo abierto, yendo de camino, aprovechando las travesías del Lago de Genesaret, pero sobre todo donde hombres y mujeres realizan sus actividades comunes, en el mero contexto del trabajo cotidiano y, de manera privilegiada, en las casas, comenzando, desde luego, en la suya propia: “Entró de nuevo en Cafarnaún; al poco tiempo había corrido la voz de que estaba en casa. Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio, y él les anunciaba la palabra”; “Vuelve a casa. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer”.

Y es que la casa acaba siendo el espacio alternativo que se adecúa mejor a la praxis del Maestro, en tanto que tiene como sistema la predicación carismática itinerante. En este sistema, Jesús de Nazaret es el carismático primario en tanto que se sabe enviado por Dios como profeta que anuncia e inicia la causa del Reino: “Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; convertíos y creed en la Buena Nueva»”. A su vez y de modo totalmente gratuito y sin que medie institución alguna, Jesús llama o admite a quienes vendrán a ser un como un primer círculo alrededor de él: los carismáticos secundarios, esto es, sus discípulos. De entre ellos se deriva un tercer círculo: el grupo de simpatizantes o carismáticos terciarios que se caracterizan por su estabilidad y por servir como base social y material a los carismáticos itinerantes.

Así y en una red eficiente, ampliada y centrada en el Maestro y con funciones complementarias, los carismáticos terciarios, desde sus casas, proveen las prestaciones necesarias para el trabajo de los carismáticos itinerantes. En este sentido, la casa cumple una función vital para la causa del Reino de Dios, tal y como se evidencia en el libro de los Hechos de los Apóstoles donde la causa de Jesús encuentra en las casas algo así como su lugar natural: “Consciente de su situación, marchó [Pedro] a la casa de María, la madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde se hallaban muchos reunidos y en oración”.

No resulta difícil inferir que esta red de carismáticos se acabe organizando de una forma concéntrica a la vez que horizontal que favorece de modo definitivo y natural la causa del Reino, a diferencia de las estructuras piramidales, propias de cualquier institución, con los riesgos de esclerosis que le son inherentes.

Así y a pesar de la adopción de formas organizativas y arquitectónicas que datan del enriquecimiento de la Iglesia institucional -basílicas incluidas- a partir de la supuesta donación de Constantino a principio del siglo IV d. C., resulta sumamente estimulante replantear la continuidad de la causa de Jesús de Nazaret en los términos fraternos e igualitarios que supone la casa como espacio propio de la sencillez y de la cotidianidad. Se trata, pues, de una alternativa urgente ante la persistencia terca de conservar formas y estructuras anacrónicas que, en función del autoritarismo, siguen intactas o van a peor.

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