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Dom 7.4.19. Una sociedad patriarcal estructuralmente adúltera (Jn 8, 1-11)

Domingo, 7 de abril de 2019

A02B3A9C-77EB-44D7-8695-18EDC7372A15Del blog de Xabier Pikaza:

Quien este libre de pecado (adulterio) que tire la primera piedra… y todos se fueron

El perdón de la adúltera, tarea pendiente de la Iglesia

El adulterio es con el homicidio (violencia social) y el robo (violencia económica) el pecado o problema más fuerte de la humanidad, tanto en las sociedades tradicionales, donde se lapida a las adúlteras (sharía musulmana, Antiguo Testamento) como en las “modernas”, donde un tipo de infidelidad personal (femenina o masculina) y de justicia destruya las relaciones humana.

De ese tema trata en forma sorprendente el evangelio de hoy que se vincula y distingue del “paralelo” de Daniel 13,  que condena a los malos jueces individuales, pero deja intacto el orden patriarcal adúltero de la sociedad. Por el contrario, Juan 8 condena a la sociedad patriarcal como adúltera,  en su conjunto, una sociedad judicial de varones-presbíteros-jueces que que condena y lapida a las mujeres a las que ella misma hace adúlteras.

Es un texto de varones justos (jueces) que se atreven a juzgar y condenar a una mujer, por considerar que ella es adúltera y que merece ser condenada, para que los hombres patriarcales (buenos esposos) puedan caminar tranquilos, sabiendo que sus mujeres no les engañan y que los hijos que engendran son “suyo”. Más que el adulterio concreto de una “pobre” mujer, al texto le importa el adulterio estructural de la sociedad.

           La mujer puede ser adúltera (en el caso de Jesús), pero adúlteros de fondo y hasta el fin son los otros, es decir, los malos jueces patriarcales que quieren condenarla a muerte a la mujer, pero que al fin (conforme al evangelio) deben reconocer su propia culpa…

  Leído así ese texto de Jn 8 (con su paralelo de Dan 13) constituye un espléndido espejo de nuestra realidad, revelación y condena de la hipocresía e injusticia social y afectiva de nuestro mundo patriarcal y judicial, antiguo y moderno. Ciertamente, es un texto de piedad y de misericordia personal, y así se ha leído en la Iglesia a lo largo de los siglos. Pero, al mismo tiempo, es un texto de dura justicia y de supra‒justicia, un texto escandaloso, socialmente desestabilizador, y gran parte de la Iglesia (y de la sociedad patriarcal) no ha sabido aún qué hacer con él, cómo aplicarlo y actualizarlo. Éste será el momento para empezar a hacerlo.

Y con ese fin queremos empezar leyendo el texto, para presentar después algunas anotaciones, comparándolo después  con el texto paralelo/antitético de Susana (Dan 13), y comentarlo finalmente de manera más extensa:

Texto: Juan 8, 1-11

5CAE925B-FCBB-45BD-B813-8394CA68DF74En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.

Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices? “Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.

Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.”

E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.

Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?” Ella contestó: “Ninguno, Señor.” Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.”

PREGUNTAS INICIALES

         Ésta y otras preguntas se pueden seguir planteando incluso en nuestra sociedad donde el adulterio de la mujer no está ya condenado a muerte. Para responder a ellas quiero evocar el texto paralelo de Dan 13 para pasar después a la escena del evangelio.

DANIEL Y SUSANA, EL TRIUNFO DE LA JUSTICIA

La historia de Susana (Dan 13) es una dura narración edificante, recogida por la tradición judía (sólo en griego: LXX) para expresar la sabia justicia de la ley, a través de Daniel. Suponemos conocido el texto, limitándonos a evocar sus rasgos principales:

– Susana es rica, bella, justa: signo de los auténticos judíos que reciben en el mundo la gracia y bendición (cf. Dan 13, 57).  Dios la prueba, pero ayudada por Daniel (=Juez justo o Juez de Dios), ella sale victoriosa.

– Los jueces (ancianos) perversos son los malos israelitas que con su autoridad oprimen al pueblo (cf. 13, 52-53; 56-67). Parecen al principio victoriosos, pero Daniel descubre su engaño y, según talión, son condenados .

Esta es una historia de justicia de ley. Hay un momento en que las cosas parecen cruzarse y confundirse: va a morir Susana, triunfan los impíos, se invierte y conculca al derecho de Dios sobre la tierra. Pero luego, respondiendo a la plegaria de la inocente (13, 42-44), interviene Dios y responde con su juicio. No hay perdón sino justicia: se cumple la ley con Susana, y goza la gente cuando la declaran inocente; se cumple la justicia con los jueces, que reciben el castigo que querían imponer sobre ella. No hay lugar para el perdón: la justicia del talión, al fin cumplida, es signo de Dios sobre la tierra.

Dentro de su aparente ingenuidad, el texto es hiriente. En el centro de la escena nos pone el cuerpo de una mujer desnuda, en medio de un parque convertido casi en paraíso (como en Gen 2). Sin duda, la mujer es inocente, pero, vista en perspectiva de varones ansiosos, ella puede parecer provocadora: signo del deseo que se abre en medio de la naturaleza que invita al deseo (en un parte, con agua…). Los dos jueces no saben resistir a la llamada de aquel cuerpo y se unen para poseerla, poniendo la ley de su deseo por encima de las leyes religiosas y/o sociales que deberían sancionar sus juicios.

La mujer está atrapada en una contradicción que parece insoluble: por el hecho de ser mujer y bella, cuerpo que se imagina desnudo en el parque, excita a los varones. Ella permanece fiel a la ley de un marido que permanece oculto (ley de Dios) y parece condenada a morir en manos del juicio perverso de este mundo.

– Los jueces representan la justicia pervertida de los varones violadores (de la sociedad patriarcal adúltera y lapidadora) sobre la mujer indefensa, la autoridad al servicio de los propios deseos. De esa forma reflejan el destino ordinario de mundo: la batalla de deseos y contra-deseos donde la fiel Susana, por bella y débil, parece condenada a violación y muerte.

La mayor parte de las historias no contadas de este mundo acaban ahí: Susana inocente sucumbe víctima del deseo de los violentos pervertidos. La riqueza y belleza (parque, agua, cuerpo joven) excitan y nublan la vista de los jueces de la tierra. Es difícil romper el círculo de sus  envidias y deseos. En esta especie de paraíso invertido (parque con agua y árboles, lugar de gozo bueno), los mismos jueces de Dios se vuelven tentación (diablo) y la vida acaba siendo escenario de mentira, violación y muerte.

Sobre ese fondo aparece Daniel, juez joven y profeta sabio, portador de la justicia de Dios, revelador de su juicio, para restablecer el orden en clave de talión: condena a los perversos y declara la inocencia de la perseguida. Esta es la última palabra de Daniel: él es el buen juez en línea israelita y necesita que el sistema funcione por medio de la muerte. Quiere que las susanas de la tierra puedan bañarse en su parque, sin que nadie se atreva a molestarlas. Triunfa así la ley del miedo, sellada por la sangre. Se impone la justicia del talión: cambian las suertes (como en los  Purim de Ester), pero el sistema sigue, como en la buena “revolución” de los que confunden su orden con una ley pistola o guillotina.

Daniel representa un sistema judicial donde se distinguen claramente buenos y malos: hay una ley y ella se cumple, separando a unos de los otros, estableciendo una valla de seguridad por medio de la muerte. En lugar de Susana hace morir a los jueces, convertidos en chivo emisario de un sistema de violencia que eleva su ley al servicio de los buenos ciudadanos. Él es una especie de mesías del orden de la justicia hecha violencia, un vengador de ley, como en gran parte de las películas madre in USA, que no han pasado de un mal Antiguo Testamento.

Este Daniel es el mesías de la ley, con la pena de muerte necesaria para alejar a los adúlteros. mesías de la ley que premia a los buenos y castiga a los malos, dentro de una sociedad corregida y mejorada, pero en línea de patriarcado violento. El idilio final de la familia (humanidad) feliz, en el parque del agua y la vida, se edifica sobre la expulsión de los culpables. Goza Susana, se sigue bañando con sus criadas, ya sin miedo, mientras son apedreados y mueren para siempre los jueces malos, bajo las piedras del torrente seco.

Esta es una imagen perfecta del mesianismo de la ley, que los apocalípticos de Israel y ciertos moralistas posteriores de la iglesia cristiana han elaborado. Es lógico que este pasaje de justicia intra-mundana (Dan 13) haya sido introducido tras el Daniel sapiencial (Dan 1-6) y apocalíptico (Dan 7-12), como recogiendo y culminando ambos motivos. Es un pasaje hermoso, pero no es evangelio, pues su mesías o cristo es un juez que cumple la ley con agudeza superior, utilizando para ellos las armas de la muerte.

JESÚS Y LA ADÚLTERA. EL MESÍAS DEL PERDÓN (JN 8, 1-11).

Esta escena no parece formar parte de la historia de Jesús, sino que ha sido creada por la tradición cristiana, precisamente para indicar ls consecuencias del mensaje de Jesús, siguiendo su  estilo de conducta …, para defender a las adúlteras (¡y a los adúlteros!), pero cambiando todos, sin pena de muerte sino en camino de vida, en la comunidad de la iglesia, ofreciendo a todos  un espacio no sólo de reconocimiento de su pecado, sino de perdón y vida (de respeto, de comunión, de rehabilitación). Ciertamente, eso implica un tipo de “conversión” de las adúlteras individuales (que las hay), pero sobre todo la salida (la conversión) de los jueces adúlteros y de un tipo de sociedad patriarcal, que condena y mata a las adúlteras, siendo ella la causa del mayor adulterio.

Ésta es una escena que ha causado muchas dificultados en la iglesia, como lo muestra el hecho de que ha sido “historia errante”, sido incluida en varios lugares de la tradición del evangelio (según los manuscritos antiguos de Lucas y de Juan),  para integrarse al fin en su lugar actual, en Jn 8. Es una escena que el conjunto de la iglesia no ha querido o podido leer en profundidad, por lo que implica para los hombres (que tienden a condenar a las mujeres como adúlteras, siendo con frecuencia ellos mismos quienes las adulteran)… y para las mujeres, para levantarse del suelo donde muchas veces se encuentran.Quizá hoy (año 2019), después de veinte siglos nos encontremos en condiciones nuevas y más auténticas para entender este pasaje.

Al fondo siguen los temas de Daniel: acusación de adulterio, unos escribas-jueces (=ancianos) que quieren condenar a la culpable, un nuevo personaje (ahora Jesús) que invierte la situación. Pero el fin y sentido de la historia es totalmente distinto. Lo primero que sorprende es la sobriedad descriptiva: desaparecen en los detalles de Dan 13; no se indica el lugar de posible adulterio, ni las condiciones de la mujer (joven, guapa, rica…). Sus acusadores afirman que ha sido sorprendida en flagrante (autophôrô) adulterio y eso basta. En línea de justicia israelita debe morir: ¡Moisés manda lapidarla! Pues bien, frente a Moisés se sitúa Jesús y por eso, como enfrentándose con él, los escribas de la ley mesiánica del viejo Israel le preguntan: tú, en cambio ¿qué dices? (Jn 8, 5).

La respuesta de Daniel era fácil: cumplir la ley, pero de un modo verdadero, mostrando que la mujer era inocente y los acusadores falsos. Bastaba con la ley: ella era signo de Dios, mesías de la tierra. El problema de Jesús es diferente: no puede probar la inocencia de la mujer, ni la mala fe o deseo lujurioso de los acusadores, sino que debe enfrentarse con algo mucho más importante ¡con la Ley de Moisés!Ciertamente, si Jesús quiere salva a la mujer deberá indicar la insuficiencia de la Ley, mostrando de un modo más alto la presencia y acción de Dios (es decir, el valor de la humanidad, por encima de la misma ley punitiva).

De esa forma, frente al mesianismo de la ley patriarcal de Daniel, funcionario del talión (¡Dios obrará al final del mismo modo, salvando a los buenos y condenando a los malos!), viene a revelarse Jesús como mesías de la gracia que ofrece vida al pecador (a la mujer), situando a los acusadores ante el espejo de su propia conciencia, para iniciar de esa manera una vida donde sea posible la reconciliación, es decir, donde los jueces varones (¡presbíteros, con una terminología eclesiástica de poder…) dejan de ser tales, varones y patriarcales..

Jesús no investiga los hechos, como nosotros (nuevos legalistas) hubiéramos deseado: no le importan los cómplices del adulterio, ni el ausente marido, quizá también culpable. No busca atenuantes de tipo psicológico y social… Es muy posible que, en línea de ley, un buen juez hubiera podido mostrar la contradicción de los acusadores, la complicación del marido, la posible falta de madurez de la víctima. Pues bien, Jesús no se ha querido situar a ese nivel: no se ha comportado como juez, ni en relación a la mujer, ni en relación a los cómplices; no es un buen juicio lo que el busca (frente al juicio malo de los acusadores) sino la gracia superior y la verdad de cada uno (que debe mirar hacia sí mismo y descubrir allí su deseo más hondo).

Ciertamente, conforme a la ley, la mujer es culpable, pero Jesús no resuelve el problema a ese nivel, ni tampoco en un nivel de elaboración psicológica o de terapia matrimonial: no llama al marido, no enfrenta a los esposos, no les ofrece unas sesiones de curación de pareja, sino que nos conduce más allá del ámbito de juicio, donde la tradición de Jesús decía: ¡no juzguéis y nos seréis juzgados! (Mt 7, 1‒3).

 Mecanismo de descarga judicial. 

La actitud de juicio supone que nosotros (los jueces) somos buenos, mientras los otros(los juzgados) culpables: por eso nos alzamos en contra de los otros, convirtiéndoles en chivos expiatorios al servicio de nuestra propia seguridad.

Este mecanismo de descarga judicial se repite en el principio de muchas religiones: un grupo sagrado tiende a mantenerse divinizando su propia justicia y condenando o expulsando a los disidentes o distintos. Pues bien, Jesús ha destruido la base de ese mecanismo, avalado por la ley de Moisés, situando a cada uno de los jueces ante su propia responsabilidad y diciéndoles:¡mira hacia adentro! ¡atrévete a decir que tú estás limpio!

Ciertamente, en nombre de su propia ley, los acusadores podrían haber respondido: ¡estamos limpios, nosotros somos buenos!  Pero no lo hacen, sino que reconocen su propia suciedad, dejando que caiga la piedra de violencia de su mano, empezando por los más ancianos (en el sentido doble de senador/presbítero: hombre de edad y juez o magistrado). Todos se descubren pecadores.

 Históricamente, esta escena resulta irreal, muy improbable… pero es la más verdadera de todas. 

Pero el texto es más que una historia particular, es una visión y condena de la justicia social (patriarcal) de unos jueces que condenan a la adúltera siendo ellos más adúlteros (¡quien no haya pecado que tire la primera piedra… y todos tienen que irse, todos son patriarcales adúlteros).Los escribas y fariseos  de la tradición evangélica se hubieran atrevido a presentarse como justos, condenando a Jesús, el inocente. Pero el texto es una parábola cristológica más que el recuerdo de un hecho pasado: Jn 8, 1-12 está contando (o representando) la verdad universal del ser humano, diciéndonos que el día en que todos nos consideremos pecadores podremos dialogar de forma abierta, perdonándonos mutuamente, desde la gracia más alta de Dios Padre.

Todos los jueces se van, confiesan ante Jesús y ante la Iglesia su adulterio grupal, patriarcal, su forma de violar/violentar/dominar a las mujeres. Con la mujer queda Jesús, el único inocente (y el pueblo que actúa como testigo de fondo de la escena). Teóricamente Jesús podría condenarla, pues él es inocente; pero su inocencia se define más bien como perdón: ¡tampoco yo te condeno, vete y no peques más!  De esta forma se enfrentan y distinguen la ley de sangre y la gracia creadora de Jesús:

 – La ley descubre al pecador y tiene la respuesta, como saben los jueces: ¡Dios mismo manda lapidar a estas mujeres!  Como representantes de un Dios violento se creen obligados a matar a sus culpables.

Frente a esa ley que se impone matando, eleva Jesús la experiencia más honda del perdón. No necesita ya libros, escribe su palabra sobre el polvo: Dios y su gracia superan todas las leyes y sentencias del mundo.

Unas conclusiones

Jesús no ha discutido los principios de la ley en plano de teoría. No ha querido actuar como un escriba más sabio que los otros, pues toda ley se vuelve al fin imposición sobre el humano, sino que ofrecido una gracia y perdón universales, como mesías supra-judicial en cuya obra se implican y completan estos elementos:

– Confesar la propia culpa. Los jueces se creían seguros, con su ley y conciencia. Pues bien, Jesús les conduce a un nivel más hondo, diciendo que se miren a sí mismos, descubriendo que condenan a los otros porque tienen miedo, se sienten inseguros, necesitan descargar su agresividad en ellos. Así nos dice Jesús: sólo si invertimos ese proceso y reconocemos nuestra propia agresividad (pecado) estaremos en camino de salvarnos. Eso significa que debemos reconciliarnos con nosotros mismos, para aceptarnos como somos e iniciar una existencia gratuita, no violenta, sin condenar a la mujer (nuestro chivo expiatorio).

Todos los jueces aparecen en el fondo como adúlteros (no como individuos particulares, sino como sistema patriarcal, de iglesia, de sociedad… Cuando Jesús dice “quien está libre de pecado tire la primera piedra…”, él está suponiendo que todos aquellos jueces participan (de un modo directo o indirecto) en el pecado del adulterio. Éste es un “juicio” que Pablo ha desarrollado de forma sorprendente en Rom 2, donde acusa a los “buenos jueces” judíos diciendo que son “adúlteros”, esto es, que viven en una sociedad adúltera, que utiliza a las mujeres, que las degrada, las “viola” y luego las condena a muerte, para que así, de esa manera, ellos mismos se sientan “limpios” (conforme al mecanismo del chivo emisario de Lev 16).

Descubrir una gracia superior, es decir, un tipo de vida en comunión de gratuidad, con un cambio radical que se expresa en las palabras “vete y no peques más” que Jesús dirige a la mujer…pero que se aplica con más fuerza a la sociedad patriarcal. Por nosotros mismos somos incapaces de iniciar una vida desde el perdón. Tanto la mujer acusada como los acusadores estamos atrapados en un mismo sistema de violencia y venganza.  Necesitamos que alguien nos diga: ¡yo tampoco te condeno, vete y no peques más!  Esta es la palabra creadora del mesianismo de Jesús: ella expresa el don de la vida que puede y debe edificarse sobre bases de perdón.  Al amarnos como somos, en nombre de Dios, Jesús nos hace capaces de aceptar nuestro pecado para que iniciemos juntos una existencia reconciliada. Más allá de la ley de sangre (que sanciona la violencia, pues la emplea para castigar desde Dios a los culpables), Jesús ha revelado la fuerza de la gracia.

 La palabra final (¡vete y no peques más!) se dirige a la mujer… pero con más fuerza debe dirigirse a los jueces adúlteros y patriarcales que se han ido, que forman un sistema de imposición e injusticia estructural. Unos y otros deben reconciliarse e iniciar una vida en gratuidad, creando condiciones distintas de convivencia, una historia de gratuidad no impositiva.

Muchas veces hemos entendido el perdón (eclesial, social, comunitario) como instrumento de dominio: nosotros, los que perdonamos (sacerdotes, jueces), aparecemos de esa forma como superiores a los otros, convirtiendo a la “pecadora perdonada” en signo de nuestra propia bondad, para gloria del sistema. Pues bien, en contra de eso, el verdadero perdón ha de volverse principio de vida reconciliada y gratuita, donde todos, jueces y juzgados, se vinculan en un mismo mismo gesto de gratuidad, de no imposición, de libertad…

Daniel distinguía bien a malos e inocentes: al final triunfaba la ley, como en las buenas obras de cine o teatro, para gloria del sistema. Por el contrario, Jesús nos descubre pecadores, capacitándonos para iniciar un camino de perdón compartido, no como héroes justos o heroínas rescatadas de los malos jueces, sino como culpables que pueden perdonarse mutuamente. En ese fondo, Jn 8, 1-11 aparece como parábola cristológica. Todos se van, mujer y jueces, dejando a Jesús sólo, con su gesto de perdón. Allí queda, en el centro, escribiendo sobre el polvo los mandatos de una (supra-)ley de gratuidad, como el único inocente de la escena. Pero, conforme al contexto inmediato (cf. Jn 7, 45-52), él queda en manos del juicio de este mundo, pudiendo añadir que ha ocupado el lugar de la adúltera, de manera que las mismas piedras que hubieran servido para matarla a ella se alzarán después contra él (8, 59).

No ha juzgado a nadie, no ha empleado la ley para condenar (ni a la adúltera, ni a sus jueces), y de esa forma ha cargado con el pecado de todos, apareciendo al fin como peligroso en un mundo que quiere seguir apoyándose en principios de violencia. A los ojos de sus jueces, Jesús acaba siendo una especie de adúltero universal, mesías de aquellos que rompen la ley. Pues bien, el evangelio sabe que él es amigo fiel universal, que ha querido a todos, muriendo por ellos.

 

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