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11.6.17: Fiesta de la Trinidad: Testigos de ¨Dios Padre

Martes, 13 de junio de 2017

18920224_807283146115546_7057432935584096786_nDel blog de Xabier Pikaza:

Ésta es la tarea cristiana: ser testigos de Dios Padre en un mundo que parece abandonado, huérfano de amor y de esperanza.

Son muchos los que dicen que no hay Padre: estamos arrojados, perdidos en el mundo, como huérfanos que deben hacer la vida a solas, por sí mismos; la fe trinitaria nos lleva a expresar en medio de ellos (en favor de ellos) el sentido de una vida que es respuesta gozosa, comprometida al don del Padre.

Son muchos los que viven sobre el mundo como si no hubiera Padre ni madre: no tienen familia verdadera; no existe para ellos reconocimiento social, ni justicia; son menos que huérfanos, están aplastadas en la tierra por los falsos hermanos que viven sólo de su propia prepotencia; pues bien, en medio de ellos, la iglesia de Jesús debe ofrecer el testimonio de la solidaridad fraterna, gratificante, creadora, que brota de la fe en el Padre.

Los musulmanes conocen 99 nombres de Dios y los proclaman en sus oraciones; pero no han descubierto su hondura radical de Padre en Jesucristo.

También los judíos conocen a Dios y le llaman con palabra soberana Señor de cielo y tierra (Yahvé, Adonai, Kyrios); pero no han encontrado todavía su nombre verdadero, no le acogen y veneran como el Padre de Jesús.

Ésta es la novedad del evangelio, el Dios de la Trinidad:

Ésta es la fe Trinitaria que se expresa en los tres artículos del credo:

— La fe en Padre de Jesús, que es Padre eterno (padre-madre), siendo Padre/Madre en el camino de la historia.

— La fe en Jesús, que es la Vida de Dios hecha vida humana, en riesgo de amor, en abundancia de tarea, al servicio de los demás.

— La fe en el Espíritu de Dios que es el amor creador, el amor mutuo, principio de libertad, de comunión y de esperanza.

cristianos son aquellos que conocen de verdad el nombre de Dios, saben que es Padre de Nuestro Señor Jesucristo, siendo de esa forma Padre de todos los humanos (cf. Rom 15, 6; Ef 1, 3; 2 Cor 1, 3, etc.).

SUMARIO: I. Introducción. Religiones y pensamiento filosófico—II. Antiguo Testamento: crisis del Padre—III. Mensaje de Jesús: el Padre liberador—IV. Vida de Jesús: Dios como Abba—V. Pascua de Jesús: revelación del Padre–VI. Dios Padre: teología trinitaria—VII. Lo paterno y lo materno: ampliación antropológica–VIII. Conclusión: padre y madre; hijos y hermanos.

1. Icono oriental de la paternidad trinitaria
2. Icono occidental de la Trinidad como paternidad (siglo XII: Aragón, Navarra)
3. Imagen trinitaria del Dios Padre que sostiene a Cristo, su hijo en la cruz.

I. Introducción: religiones y pensamiento filosófico

Los asiro-babilonios formularon la relación del hombre con lo divino en términos de parentesco, de tal forma que gran parte de sus dioses llevaron el título de Padre y así fueron aclamados en plegarias y ritos. Lo mismo puede afirmarse de Egipto donde Antón es Padre de dioses y de hombre. Padre es igualmente el Zeus griego y el Júpiter romano. Padre, en fin, es aquel nombre que reciben muchos dioses en Asia y en América, en Africa y las islas de Oceanía.

Estamos ante un dato bien conocido: muchos pueblos han visto a Dios como Padre. Esta afirmación ha de ser mejor matizada. Normalmente, los antiguos interpretan el carácter paternode Dios en un nivel de origen físico-biológico. Llaman Padre al punto de partida, al todo primigenio del que surge la existencia de los dioses (los espíritus), los hombres y las cosas. Lo humano y lo divino están entrelazados en un mismo fondo de existencia. Ese fondo es Padre, como todo fundante del que surgimos y en el que vivimos. En este plano la imagen del padre y de la madre no se encuentran todavía separadas. Por eso, lo divino se presenta normalmente como padre-madre, en clave de ambivalencia de funciones o desde un nivel todavía indiferenciado de complementariedad. Lo paterno y lo materno están unidos, como aspectos de la vida primordial donde los hombres nos hallamos sustentados2.

Esta visión de Dios pudiera verse como proyección de la experiencia familiar donde padre y madre constituyen los polos fundantes de la vida. Pero ya Platón la ha traducido en forma filosófica. Por eso ha dado al Bien, la idea que se encuentra por encima de toda realidad, nombre de Padre. También el pensamiento estoico presenta a Dios en forma germinal, como principio o Padre del que surgen los hombres y los dioses.

Esta representación ofrece una ventaja: concibe el cosmos en términos humanos, interpreta a Dios desde el principio más profundo de la vida, como padre que origina nuestro ser y que nos hace crecer en dimensión de amor y de familia. El pensamiento moderno ha perdido en gran parte este simbolismo. Cuando Hegel habla de la idea original que se desvela, cuando Marx concibe el cosmos en forma de materia sometida al movimiento de un proceso dialéctico, proyectan sobre el ser esquemas de carácter mental (ideológico) o cosmológico. Olvidan que el principio de la realidad y de manera especial su punto de partida deben comprenderse en términos humanos. En este sentido resultaba más valioso el pensamiento antiguo cuando concebía a Dios por medio del símbolo de Padre.

II. Antiguo Testamento. Crisis del Padre

La figura de Dios en Israel no se estructura, al menos de manera fundante, desde el símbolo del Padre. El AT ha rechazado los mitos de originación y nacimiento cósmico del hombre y así parece silenciar el símbolo de Padre al referirse a lo divino.

Dios no es el origen de la vida de los dioses y los hombres, no es el centro al que debemos retornar, no es la expresión de la unidad en la que estamos sustentados. Dios es ante todo voluntad liberadora que ha elegido al pueblo y le ha llamado a la existencia en el mar Rojo (éxodo); es amigo que establece con el pueblo un pacto de amistad, que le protege en el camino y que suscita una respuesta de confianza y cumplimiento hacia la ley (alianza); es, finalmente, la llamada que convierte a los creyentes en peregrinos que buscan el futuro de la vida, el reino de la auténtica existencia (promesa).

Situado en esta línea, Dios no puede interpretarse como padre-madre del que brota, de una forma natural, la vida de los hombres. El AT ha superado las cosmogonías del oriente, concibiendo el mundo como creación libre de Dios y no como el efecto de una especie de expansión o nacimiento intradivino. Por otra parte, al superar los caracteres genéticos del mundo, Dios transciende el ámbito sexual de la pareja masculino-femenina: no es familia en la que existan padre-madre y broten hijos, de manera natural o vitalista. Así desaparece la división sexual intradivina y la visión del mundo como producto de generación sacral.

Esto tiene dos grandes consecuencias. Desde ahora en adelante, cuando a Dios se le presente con rasgos masculinos (varón guerrero, señor dominador o padre) tales rasgos no se pueden entender ya de manera patriarcal, como contrarios a lo femenino; desde el momento en que no existe diosa-madre al lado del posible dios-padre, el símbolo de Dios recibe carácter abarcador, transciende los rasgos cósmico-vitales de lo masculino y femenino. Por eso mismo, al superar ese nivel de originación cósmica, la figura de Dios tiende a independizarse de los rasgos paternos entendidos en sentido antiguo.

Lógicamente, para el AT el nombre original de Dios no es Padre. Dios se presenta más bien como voluntad liberadora (éxodo) y presencia salvadora (alianza y promesa). Dios no es seno paterno-maternal sobre el que estamosapoyados y al que siempre retornamos; no es el cosmos como un todo en el que hallamos nuestra consistencia. El Dios israelita nos separa del cosmos, cortando así el cordón umbilical que nos tenía ligados a la naturaleza. De esa forma nos convoca hacia el futuro de la propia libertad, ofreciéndonos la ley de la existencia.

El hombre antiguo se encontraba unido al dios que aparecía como padre-madre originante y meta final de la existencia. En contra de eso, el hombre hebreo ha descubierto que Dios mismo le hace independiente: distinto del cosmos, autónomo. Así tiene que aceptarse como ser distinto, realizando de esa forma la tarea de su vida. Según eso, la grandeza del hombre no consiste en convertirse en Dios sino en hacerse plenamente humano.

Solamente a partir de esta «crisis», después de un silencio que domina los momentos básicos de la constitución del pueblo, Israel ha podido recuperar y recrear el símbolo de Padre y emplearlo para hablar de Dios de una manera diferente. De todas formas, los pasajes que aluden a Dios como padre son escasos dentro del AT.

a) El tema aparece en un contexto profético, de elección divina y de respuesta humana, como supone ya Oseas 11, 3.8. Jeremías habla de los hijos de Israel que se han negado a llamar a Dios «su padre»: no han querido obedecer su voluntad y se han perdido (Jer 3, 4, 19; 31, 9). También el canto de Moisés ha interpretado la caída y los pecados de Israel como abandono de Dios Padre (Dt 32, 6). En un transfondo semejante se sitúan otros textos posteriores de Is 63, 15-16; 64, 7; Mal 1, 6; 2, 10; Tob 13, 4.

b) El tema forma parte de la teología del rey, normal entre los pueblos del oriente. En principio, Israel ha rechazado esa manera de entender la religión: Dios se encuentra unido a todo el pueblo, a través de la experiencia de éxodo y alianza. Sin embargo, en un momento dado, David termina apareciendo como rey sacral, de forma que su trono garantiza la presencia y protección de Dios sobre el conjunto de su pueblo. Por eso se dirá que Dios le trata como un Padre (cf. 2 Sam 7, 14; 1 Crón 17, 13; 22, 10; 28, 6). Los salmos reales (cf. Sal 68, 6; 89, 27; 2, 7) destacaban de manera especial esa unidad de Dios con el monarca, presentándola como paternidad adoptiva.

c) Finalmente, en contexto de piedad judeo-helenista, hay un grupo de textos que presentan a Dios como Padre de los creyentes, tomados ya en sentido individual. Eclo 23, 1.4 invoca a Dios como «Señor, Padre y dueño de mi vida». Sab 14, 3 alude directamente a la sabiduría de Dios Padre. Estos son, al parecer, los únicos pasajes del AT donde un individuo creyente ruega a Dios utilizando el símbolo de padre.

Dios no es Padre porque engendra en forma física sino porque ha llamado a los hijos de Israel para que sean pueblo de hombres libres; es Padre porque ama y porque elige en medio de la tierra a un pueblo, porque guía su camino por la ley, porque le lleva hacia un futuro de verdad y autonomía. De esta forma, sin usar casi el término de Padre, Israel ha comenzado a realizar eso que podríamos llamar la gran revolución del símbolo paterno.

III. Mensaje de Jesús. El Padre liberador

Sobre un fondo de pobreza y muerte, allí donde la ley israelita parece fracasada, entre publicanos y prostitutas, entre enfermos y marginados, Jesús ha ofrecido a los hombres el futuro del reino, llevando hasta el final la esperanza que iniciaron los profetas. Pues bien, esa actitud tiene sentido y es posible porque él ha descubierto a Dios de un modo nuevo, como Padre.

En el contexto de su proclamación salvadora Jesús ha presentado a Dios como Señor del reino. Pero ese reino de amor y nueva creación sólo es posible porque Dios se manifiesta y actúa como Padre, suscitando sobre el mundo cautivado, destruido, de los hombres una forma nueva de existencia liberada. En esta perspectiva se comprende la unidad de dos palabras radicales: reino y Padre (cf. Lc 11, 2). Sólo porque es Padre-creador, que forja reino donde el hombre se encontraba muerto, el Dios de Jesucristo puede presentarse como plenitud de salvación para los hombres.

Jesús ha proclamado el reino como culmen de un amor creador, que supera el pecado del mundo y ofrece plena libertad para los hombres. Por eso ha confesado: «quien no reciba el reino como un niño, no entrará en él» (Mc 10, 15 y par.). Así pide que volvamos a nacer: que abandonemos los cálculos y méritos del mundo, dejando que Dios mismo se desvele ante nosotros (en nosotros) como Padre.

Ese Padre no es objeto de razón o esfuerzo: es principio de amor; es el poder que nos libera de un mundo concebido como cárcel de lucha y de violencia donde estamos todos condenados, como ha visto con mucha lucidez Juan el Bautista (cf. Mt 3, 7-12). De ese Dios sólo podemos hablar en la medida en que nacemos nuevamente, acogiendo y desplegando la fuerza de su reino. Por eso, Jesús le ha presentado de manera consecuente como Padre: no se encuentra controlado por mandatos que distinguen a los buenos y los malos, como suponía, con razón muy religiosa, el judaísmo de aquel tiempo. Por encima de esa religión de ley y pacto antiguo, jesús ha presentado el gesto nuevo de la pura gracia, aquel amor de Dios que es Padre y crea (cura, anima, alienta, hace esperar) donde existía solamente el miedo de la muerte.

Para Jesús, paternidad de Dios implica gracia nueva y nuevo nacimiento para el reino. Por eso ha de entenderse su mensaje sobre Dios desde el transfondo de su reino. Su novedad no está en el hecho de emplear el título de Padre, ni siquiera en la experiencia de unión e intimidad individual que esto supone. Su novedad está en la forma de entenderlo a partir de su mensaje.

También los fariseos de aquel tiempo se podían referir al Padre; pero al llegar hasta el final pensaban que ese Padre se revela por medio de una ley que sólo actúa dentro de los límites de vida, de honradez y de justicia del pueblo israelita; por esa ley exigían conversión y cambio a los que estaban pervertidos (publicanos, prostitutas…) antes de acogerlos en la «casa» del amor divino. Los apocalípticos tendían a pensar que las fronteras de lo bueno y de lo malo se encontraban ya fijadas: por eso esperaban que viniera el Dios del juicio dividiendo para siempre a buenos y perversos. Unos y otros, fariseos, apocalípticos y de forma general todos los judíos, pensaban que la paternidad de Dios se expresa y se realiza por medio de la ley previa del pacto.

Pues bien, en contra de eso, Jesús confiesa que el tiempo de ese pacto y de su ley ha terminado. Por eso ofrece a todos los perdidos el perdón y vida nueva de Dios Padre. La antigua ley no es ya medida de las cosas. No se encuentran prefijadas las fronteras de lo bueno y de lo malo. Ha terminado para siempre la función del templo (cf. Mc 11, 15-19 y par.). ¿Qué hay entonces? Sobre ese mundo viejo, que parece clausurado en sí, Jesús ofrece a todos el perdón y nuevo nacimiento que provienen de Dios Padre. A partir de aquí podemos trazar los rasgos principales de la paternidad de Dios según el evangelio.

1. En primer lugar, Dios es Padre como aquel que da la vida en actitud de gracia. Por eso, el descubrimiento de su paternidad implica una experiencia de nuevo nacimiento. Frente a aquellos que quieren presentarse como grandes, personajes ya maduros, Jesús ha definido a los creyentes verdaderos como «niños». Tienen que dejarse amar por Dios, en actitud de acogimiento, permitiendo de esa forma que su vida surja y brote de nuevo, como en nuevo nacimiento (cf. Mc 9, 33-35; 10, 13-15; Jn 3, 1-15)”.

2. En segundo lugar, Dios es Padre porque siempre perdona a los hombres del mundo. A partir de aquí Jesús ofrece amor de Dios y nuevo nacimiento a todos los perdidos: cojos, mancos, ciegos, pecadores, enfermos, prostitutas. Por eso, el mensaje de la paternidad de Dios resulta peligroso para aquellos que quieren disfrutar de la «filiación exclusiva», apareciendo como dueños de la herencia de Dios. Cuando el Padre recibe al hijo pródigo, ofreciéndole nuevo nacimiento, el hijo mayor ha de cambiar de vida y convenirse, renunciando a su antiguo exclusivismo (cf. Lc 15).

3. En tercer lugar, Dios es Padre porque se mantiene en diálogo constante con los hombres, en profunda intimidad, en intensa cercanía. Estrictamente hablando, no está dentro ni fuera de nosotros: Dios es compañero de camino que nos hace vivir y nos ofrece su asistencia, en gesto de profunda gratuidad y cercanía. Ahondando en esta línea, el evangelio ha expresado el misterio peculiar de Jesús a quien presenta como Hijo porque nos permite comprender y venerar al Padre.

IV. Vida de Jesús, Dios como Abba

Jesús se ha dirigido a Dios utilizando el nombre familiar de abba, padre. En el tiempo de Jesús había dos maneras de tratar al padre: una familiar y cotidiana, abba; otra solemne y elevada, abî Los judíos no solían aplicar a Dios el término ordinario, profano y familiar de abba. Dios era demasiado excelso para ello.

Llamar a Dios abba (= papá, papaíto) parecía en el fondo atrevimiento. Pues bien, Jesús se atreve. Ha llamado a Dios con la palabra de los niños. Le ha tratado con la misma confianza y el respeto con que el hombre ya mayor dialoga con su padre. Dios no es el juez amenazante, ni el señor impositivo, ni es el destino. Dios se manifiesta muy cercano y familiar: es entrañable, allá en el centro de la vida de los hombres.

Resulta muy valioso el hecho de que la tradición haya conservado el abba de Jesús como testimonio de su encuentro con el Padre. Sin embargo, me parece que el término se aclara y explicita sólo al situarlo en el conjunto de la obra de Jesús: unido a su acción de expulsar a los demonios con la fuerza del Espíritu (Mt 12, 28), ligado al gesto de su amor liberador en favor de los pequeños y perdidos de la tierra… De esa forma, lo más hondo y más cercano (la vivencia muy íntima del Padre) se ha ligado a lo más fuerte y más abierto (la exigencia de liberación del reino).

Jesús expresa de ese modo su conciencia peculiar de filiación y su destino de profeta escatológico: Dios mismo le confía la misión de liberar a los «hijos perdidos». En ese fondo se comprende su palabra de unidad y comunión originaria: «sólo el Padre conoce al Hijo, sólo el Hijo conoce al Padre…» (Mt 11, 27). Pues bien, el mismo Jesús que se concibe a sí como «Hijo» ha decidido abrir hacia los hombres el misterio de su Padre.

A partir de aquí se entiende eso que pudiéramos llamar «misterio de la dualidad» cristiana. En el principio de las cosas no se encuentra aquella hierogarnia que buscaban los paganos (la unión de Dios y Diosa). En el origen de todo encontramos ya la dualidad del Padre y del Hijo, de Dios y Jesucristo. Descubrimos al Padre en Jesús, en el camino de su vida y su mensaje, en la esperanza de su reino. Por otra parte, sólo entenderemos a Jesús del todo si lo vemos como el Hijo de Dios Padre”.

V. Pascua de Jesús. Revelación del Padre

La tradición cristiana sabe que Jesús ha muerto en manos de Dios Padre. No muere solamente porque Roma e Israel le han condenado. Muere porque el mismo Dios, al que ha escuchado y respondido como Hijo, le ha marcado este camino de ofrenda hasta la muerte. Así lo muestra su experiencia de oración y entrega en el huerto de Getsemaní, lo mismo que su grito de llamada en el Calvario (Mc 14, 36; 15, 34; cf. Lc 23, 46).

Dios se sigue presentando ante Jesús como cercano, es Padre. Pero es Padre que parece dirigirle hacia la muerte, en gesto de paternidad humanamente incomprensible. Pues bien, Jesús se entrega en manos de ese Padre: en actitud de amor que es duramente misteriosa, es enigmática. Precisamente aquí, en el lugar donde Jesús sigue ofreciéndose en manos del silencio creador del Padre, en el momento del fracaso humano y de la muerte, descubrimos el sentido más profundo de la paternidad de Dios.

En manos de Dios ha muerto Jesús, como pretendiente mesiánico fracasado. Pues bien, invirtiendo el camino del pecado y muerte de los hombres, Dios le ha recibido en su regazo creador de Padre, haciéndole nacer (renacer) como Señor de vida e Hijo por la pascua. Esta es la experiencia primordial de los cristianos que, de ahora en adelante, empezarán a definir a Dios como aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (cf. Rom 4, 24). Más allá del éxodo y la alianza, desbordando las promesas de Israel y la esperanza de una humanidad que anhela redención, resucitando a su Hijo Jesús de entre los muertos, Dios se ha desvelado plenamente como Padre.

Toda la verdad del cristianismo se condensa en esta experiencia pascual: Dios se ha revelado plenamente como Padre al liberar a su Hijo Jesucristo de la muerte. Sólo así le conocemos del todo y para siempre: Dios es Padre como amor fundante y final que resucitará un día a los muertos porque ya ha resucitado a su Hijo Jesús, haciéndole primogénito de todos los que viven. Existía en Israel un «credo» primordial: «Dios ha liberado a los hebreos de la esclavitud de Egipto». Pues bien, avanzando hasta el final en esa línea, la nueva confesión cristiana afirma que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos, mostrando así que es Padre (de Jesús y de los hombres; cf. Gál 1, 1; Rom 4, 24; 8, 11). Dios se ha revelado como Padre al expresar toda la hondura de su paternidad en nuestra misma vida humana haciendo que su Hijo se encarne (nazca y muera entre los hombres), para introducirnos de esa forma en el misterio de su misma vida eterna (trinitaria).

En esta perspectiva ha de entenderse la confesión cristiana, desarrollada especialmente por Jn. Jesús no es solamente Hijo de Dios por su resurrección. Tampoco Dios es Padre sólo después que resucita Jesús de entre los muertos: Dios es Padre porque eternamente «engendra» (hace surgir) a Jesucristo como Hijo en el misterio original de lo divino. Por eso, la encarnación de Jesús (su nacimiento humano) es signo y consecuencia de su generación eterna. Dios es Padre de nuestro Señor Jesucristo en su verdad primigenia, antes de toda nuestra historia; es Padre en sí, en la hondura trinitaria. Sólo por eso, porque es Padre en sí, ha podido desplegar y realizar el misterio de su paternidad en el camino de los hombres, por medio de Jesús, el Cristo. Entramos con esto en plano de abismal contemplación, de teología originaria bien desarrollada por los Credos fundantes de la iglesia’

VI. Dios Padre: teología trinitaria

Conforme a todo lo anterior, podemos definir a Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, en perspectiva que el NT ha desarrollado en sus estratos más solemnes (cf. Rom 15, 6; 2 Cor 1, 3; 11, 31; Ef 1, 3; Col 1, 3; 1 Pe 1, 3; 1 Jn 1, 3; 2 Jn 3, 9). En esta línea, Jesús viene a presentarse como Unigénito del Padre, como Hijo «monogenés» (cf. Jn 1, 14.18; 3, 16.18; 1 Jn 4, 9; Heb 11, 17). Hijo y Padre se vinculan mutuamente, en misterio primordial (eternidad) y en economía salvadora (pascua). Dios viene a mostrarse así como Trinidad: encuentro primordial de amor del Padre con el Hijo (en el Espíritu).

Pero el mismo NT nos dirige también hacia otra línea, presentando el misterio trinitario como principio de liberación para los hombres: Jesús es Primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29); de esa forma se ha expandido su amor y filiación, hasta abarcar a todos los hombres de la tierra (cf. Heb. 1, 6; Col 1, 15.18). Por eso, si Jesús es el hermano universal, Dios tendrá que desvelarse también como Padre que alienta y salva a todos los hombres de la tierra.

Ésta es una Paternidad mesiánica; Dios es Padre conforme al modelo del mensaje y praxis de Jesús que ama a los pequeños y perdidos, a los cojos-mancos-ciegos, a los pobres (Mt 25, 31-46). Por eso su paternidad ha de expandirse y anunciarse entre los hombres, como Buena Nueva de liberación, como mensaje de gracia transformante, creadora. No se puede confesar que Dios es Padre con palabras de teoría; hay que mostrarlo con la vida, en gesto de amor y de servicio abierto a todos los pequeños de la tierra.

Ésta es una paternidad conflictiva que se manifiesta y proclama dentro de un mundo que parece haber negado a todo padre. El proceso de modernidad de Occidente, iniciado de algún modo en el racionalismo antiguo, puede definirse como intento de «matar al padre». Los hombres preferimos estar solos, hacernos dueños de nuestro propio destino, no dependiendo de nadie, no necesitando a nadie. Por eso, el mensaje de la paternidad de Dios puede expresarse y se expresa de forma conflicta, como crítica frente a un mundo que prefiere cerrarse en sí mismo, absolutizando sus pequeños valores, en forma de prometeísmo egoísta.

Ésta es una paternidad trinitaria. Dios se manifiesta y actúa como Padre en la Pascua y en la Encarnación de Jesucristo porque es Padre en su misterio eterno, antes de la creación del tiempo. Así lo ha precisado la tradición dogmática de la iglesia, desde el mismo Concilio de Nicea (325 d. de C.). Dios no ha empezado a ser Padre en un momento dado (en la generación histórica de Cristo); es Padre desde siempre y así engendra eternamente al Hijo.

Esto lo ha desarrollado de forma admirable la antigua teología de los Padres Griegos y Latinos. Dios es ante todo Monarquía paterna: Padre originario que en gesto de generosidad total engendra al Hijo, dándole toda su substancia. Esto significa que sólo el Padre es «innascible» (agénetos y agénnetos), siendo así principio de todo nacimiento (engendrando el ser del Hijo).

Conforme a esta perspectiva de los Padres griegos y latinos, conservada y ratificada en la tradición de la Iglesia oriental, en el principio y base de la Trinidad se encuentra el Padre, como fuente de vida del Hijo (generación) y principio del Espíritu (procesión). Ciertamente, la tendencia más frecuente de esa iglesia oriental ha sostenido que el Padre es principio del Espíritu «por medio del Hijo». Sin embargo, llegando hasta el extremo, en esta línea se ha podido afirmar que el Padre es principio exclusivo del Hijo (por generación) y del Espíritu (por procesión).

La iglesia latina, desde san Agustín, ha precisado el tema a través del Filioque: el Padre es origen único del Hijo (por generación mental); en un momento posterior, pero dentro de la misma eternidad, el Padre con el Hijo (o por el Hijo) es principio del Espíritu Santo. Aquí no podemos entrar en los problemas dogmáticos, teológicos, ecuménicos y pastorales que ofrece esa divergencia de posturas. Pensamos, sin embargo, que ambas son complementarias y acentúan elementos importantes del misterio trinitario.

La perspectiva más oriental ha destacado la primacía trinitaria del Padre. Dios es ante todo «paternidad»: es don de sí, vida que se expande, es generosidad plena y gozosa. Por eso, cuando decimos «Dios» estamos pensando en el Padre; sólo desde ese principio, como expansión del amor paterno pueden entenderse el Hijo y el Espíritu.

La perspectiva más occidental puede y debe aceptar ese principio, destacando así la prioridad del Padre. Por eso, también nosotros, cuando decimos «Dios» debemos pensar en ese Padre fundante y no en un tipo de «naturaleza divina» general, de carácter filosófico. Pero, en un segundo momento, los occidentales hemos destacado más el principio de la «comunión» intradivina: el Padre se vincula con el Hijo de tal forma que ambos unidos, en gesto de apertura compartida, suscitan el misterio del Espíritu Santo.

Éste es un tema que debe estudiarse con cuidado en las diversas teologías trinitarias: Padres griegos y latinos, san Agustín, Ricardo de san Víctor, santo Tomás, etc. Aquí sólo podemos evocarlo. Sabemos que Dios es Padre en sentido originario, como principio fundante intradivino (monarquía) porque ofrece y regala su propio ser al Hijo; no retiene nada, nada guarda para sí sino que lo transmite plenamente en total desinterés; de esa misma forma, en generosidad completa, el Padre es el que crea todas las cosas en el Hijo.

Ésta es la postura más antigua, transmitida con gran fidelidad en la Iglesia Ortodoxa. Pues bien, dando un paso más, debemos afirmar que el Padre verdadero es el que sabe dar de tal manera que después «comparte» el don y gracia de la vida con el Hijo. De esa forma el Padre por el Hijo (o con el Hijo) es principio del Espíritu. Por eso la misma «monarquía» o principio de ser originario se convierte por amor en «diarquía» (poder dual) o quizá mejor en «comunión» de vida compartida. Sólo es Padre verdadero aquel que ofrece ser y vida de tal forma que suscita comunión de amor al ofrecer su propia vida. Así lo ha destacado la teología del occidente cristiano, especialmente a través de Ricardo de san Víctor.

VII. Lo paterno y lo materno: ampliación antropológica

Situado en un transfondo de experiencia familiar, Dios aparece como padre o como madre y, en segundo lugar, como hermano, amigo o compañero. Históricamente, la imagen materna parece dominar en el ambiente religioso más antiguo que ha entendido a Dios como calor fecundo y nutritivo en que se asienta nuestra vida: es aquel misterio oculto y primordial en que debemos sumergirnos para hallar nuestra grandeza. En esta perspectiva, más que sujeto personal con quien podemos dialogar, Dios es plenitud sacral donde se asienta nuestra vida: es la matriz de que nacemos, el seno terminal al que volvemos, el abismo en que debemos penetrar para vencer la división y muerte en que parece disolverse sin cesar nuestra existencia.

Esta religiosidad materna se halla fundada en una experiencia que está cerca de aquello que los griegos llamaron «ámbito del cros»: la salvación se expresa en forma de ascenso que nos lleva desde el mundo multiforme y corrompido hasta la fuente de unidad de lo divino. Podríamos decir que el hombre es un viviente que ha salido del útero materno o mundo superior donde moraba, para descubrirse así perdido sobre el mundo; por eso busca su lugar primero, su verdad completa, quiere retornar al centro de su vida, que es la diosa madre que ha perdido.

También el símbolo de padre está lleno de riqueza. Es un modelo religioso que nuestra cultura patriarcal ha desplegado de manera más consciente y creadora que el de madre. Desde una perspectiva psicológica, este símbolo nos lleva más allá de la naturaleza: su función no se percibe de manera biológica inmediata, como pasa con la madre. En el nivel humano, el padre pertenece al ámbito de fe: es ley de vida, exigencia de realización, garantía de futuro.

Ciertamente, el padre está al origen: es principio, punto de partida del hacerse de los hombres, como han destacado las religiones de la naturaleza; en este plano, sus rasgos esenciales coinciden con los rasgos de la madre, en un nivel biológico. Pero en un momento posterior, que hemos fijado en la experiencia israelita, el Padre-Dios, sin recibir casi ese nombre, se presenta como principio de realización: nos prohibe volver hacia el origen y nos hace ser independientes, libres, sobre el mundo.

En ese aspecto el padre es ley, con todo lo que implica de camino de exigencia de realización y de dureza. Siendo ley, el padre es un modelo: va marcando la propia dirección de mi camino y me acompaña, me sostiene, al realizarlo. Por eso, en un tercer momento, puede presentarse en forma de promesa; es garantía de vida y de futuro en la existencia. Así ha venido a culminar en el mensaje y vida de Jesús.

Estos momentos constituyen de algún modo las claves de la vida humana. En el punto de partida estaba el padre-madre como totalidad o unión primera en que se asienta nuestra vida: por eso había una experiencia de inmersión cósmica, de identificación fundante en el gran misterio de la vida. Pero, en un momento ulterior, el Padre adquiere autonomía: nos saca del pasado, nos separa de la madre y nos obliga a renunciar al paraíso donde parecíamos estar bien resguardados. La vida se convierte así en camino dificil, conflictivo. El mismo Padre nos escinde del origen y nos manda caminar independientes sobre el mundo, asumiendo la ley de la existencia, es decir, la tarea de ser nosotros mismos. Sólo de esa forma descubrimos el sentido de la vida: podemos aceptar la ley de un Dios que se desvela como Padre, descubrir su voz, reconocerle como garantía y futuro de la vida, haciéndonos humanos.

Sobre este fondo ha de entenderse el mensaje de Jesús cuando nos dice que el Padre-Dios, siendo principio de realización, es amor gratuito, es donación generosa y siempre nueva de existencia. Hablando humanamente, este Padre de Jesús es al mismo tiempo Madre amante y generosa, en el sentido más profundo de ese término.

Así lo ha destacado la teología contemporánea al hablar de temas como mujer, madre, antropología y María. Deberán completarse en esa perspectiva las observaciones que aquí ofrezco, reinterpretando si hace falta toda mi exposición. Debemos añadir que la terminología de lo paterno en el mensaje de Jesús y el misterio trinitario no ha de interpretarse en perspectiva masculina o femenina sino en clave de personalización humana

El Padre de Jesús ya no es figura masculina. El simbolismo del varón queda de esa forma asumido y transcendido: Dios es Padre-Madre como principio de existencia, amor gratuito que se ofrece y expande generosamente. Por eso, la dogmática trinitaria ha dicho siempre que el Padre ha generado o engendrado al Hijo en gesto de donación fundante (desde su propio «seno» divino), asumiendo así elementos que resultan claramente femeninos.

Más aún, sabemos por la teología trinitaria que la realidad propia del Padre sólo puede conocerse en forma relacional (o relativa): pues bien, en clave trinitaria el Padre no se opone a la madre sino al Hijo. Eso significa que en el Padre se asumen e identifican, se realizan en plenitud, lo paterno y lo materno, lo masculino y femenino. De esa forma superamos todo androcentrismo (sea de masculinidad paterna o esponsal). La relación intradivina no se configura en línea hierogámica (varón-mujer, padre-madre) sino en forma de dualidad gratuita de donación de ser y de acogida (Padre e Hijo). Sólo desde ese fondo viene a explicitarse el misterio del Espíritu Santo, interpretado en forma de relación mutua y amor que brota de la comunión del Padre e Hijo.

En esta perspectiva, que hemos desarrollado en otros contextos teológicos23, se superan las visiones del dualismo sexual intradivino (el Hijo sería lo masculino de Dios, el Espíritu Santo lo femenino) lo mismo que una visión patriarcalista del Padre (que presentaría rasgos masculinos). Llegando al centro del misterio, culminando así el camino que había comenzado en los viejos mitos cósmicos, debemos afirmar que el Padre y el Hijo ya no son «ni varón, ni mujer, ni griego, ni judío»; Padre e Hijo son misterio de amor generoso que se expande, se ofrece y recibe, se comparte, en apertura creadora hacia los hombres. Así viene a expresarse en el misterio del amor (mensaje y vida) de Jesús, el Cristo.

VIII. Conclusión: padre y madre; hijos y hermanos

Vuelvo al tema ya esbozado. Como muestra con toda claridad el despliegue teológico de la gnosis y como ha indicado, con su habitual agudeza C. G. Jung, la Trinidad normal debería estar representada por Padre-Madre-Hijo. Este parece ser el ritmo de despliegue de la vida humana: éstos son los momentos fundantes de manifestación de la realidad social en clave familiar.

Por eso, cuando los cristianos han fijado el símbolo divino en términos de Padre, Hijo y Espíritu están abriendo un hueco que resulta extraño, un hueco significativo que nos hace pensar y repensar, superando el nivel de la simbología inmediata. Aquí falta la madre. Pudiéramos decir que un padre sin madre no es padre verdadero, en el sentido normal de la palabra; ni un hijo es un hijo si no tiene madre. Por eso, ante el misterio de la Trinidad cristiana debemos preguntarnos: ¿por qué este simbolismo? Y además, para completar el desconcierto, descubrimos pronto que el tercer elemento (Espíritu Santo) rompe el ritmo de los dos anteriores.

Veamos. Donde está el Espíritu debía estar la Madre, como ha supuesto siempre la gnosis y como parecen buscar de nuevo algunos teólogos modernos como L. Boff. Así sería todo mucho más fácil: el Espíritu revelaría el aspecto materno y femenino que echábamos en falta en Dios. La misma iglesia católica lo habría intuído al introducir a la madre de Jesús, María, en el círculo divino.

Pues bien, en contra de eso, pienso que el teólogo está obligado a mantener la extrañeza trinitaria. En primer lugar, tendremos que decir que la Trinidad no es un círculo: no es una especie de «mandala antropológico», una forma en que nosotros mismos completamos y redondeamos el ser de lo divino, a fin de hacerlo comprensible, En contra de esa tendencia «sistemática» del pensamiento humano, la Trinidad cristiana viene a desplegarse ante nosotros como expresión de un Dios «abierto», revelado y oculto en Jesucristo.

Eso nos obliga a mantener nuestra extrañeza, en gesto vigilante. Veamos. Dios se manifiesta como Padre. Pero es Padre sin Madre. Esto significa, en primer lugar, que es un padre distinto y así no le podemos aplicar sin más nuestros conceptos, los aspectos paternos que solemos encontrar en las familias de la tierra. Quizá podamos dar un paso más, diciendo: un padre sin madre es «padre materno» o quizá «madre paterna»; es generosidad total, no necesita de otro (o de otra) para darse.

De esta forma, en el nivel del Padre trinitario superamos todas las formas de dialéctica del mundo. El Padre Dios no es lo masculino frente a lo femenino, ni la tesis frente a la antítesis, ni es el Yang frente al Ying (del taoísmo…). Toda determinación dual destruye el mismo ser del Padre. Lógicamente, los teólogos antiguos, educados en la tradición neoplatónica, han llamado al Padre el Uno. Por eso sólo le podemos conocer de forma negativa, por exclusión de propiedades y matices (que son siempre duales).

Lógicamente, debemos superar de raíz todo intento de proyectar sobre ese Padre los signos de lo masculino que están siempre determinados de forma polar (frente a lo femenino). Tengo la impresión de que la teología y piedad eclesial no ha conseguido hacerlo del todo, rompiendo en este campo la sobriedad de la revelación cristiana. Sólo allí donde el Padre Dios ya no es Padre en referencia a una Madre; sólo allí donde el símbolo de Padre cubre todos los huecos, de forma que no puede ni siquiera presentarse como algo determinado, estamos en la línea de su verdadera comprensión.

Desde aquí ha de verse la segunda razón de nuestra extrañeza: Dios es Padre con Hijo. De esta forma se supera el símbolo de Adán-Eva que aparece en Gén 2-3. Es evidente que el primer Adán (sin Eva) no es todavía masculino: es ser-humano abarcador. Pero en el proceso entero del surgimiento de la mujer la lectura dominante del texto no ha podido evitar la impresión de que lo femenino (Eva) brota de lo masculino (Adán): de esa forma, la mujer viene a presentarse, en un determinado nivel simbólico, como «hija del varón», con todo lo que eso implica en plano social y familiar, como fundamento de un matrimonio establecido en claves jerárquicas. Pues bien, en la Trinidad no hay nada de eso. El Padre no es persona frente a la Madre sino frente al Hijo.

Ésta es la extrañeza: al Padre le define el Hijo, es decir, el destinatario de su amor total, el don de su autoentrega. Surge de esa forma la dualidad perfecta de generación total. Normalmente, dentro de la simbólica religiosa de los pueblos antiguos, hubiera sido mucho más lógico presentar al Padre-Dios como «madre», porque es la madre la que engendra: el seno que da a luz, la fuente de vida que se dualiza. Por eso, mirados desde un punto de vista estructural, los rasgos dominantes de la figura del Padre-trinitario son rasgos maternos, como ya hemos indicado. Entonces ¿por qué se ha conservado el signo masculino? Evidentemente no puedo responder, pero estoy casi seguro de que se trata de una «estrategia del lenguaje» religioso al que le gusta ser paradógico. La visión «materna» del Dios-fuente nos hubiera llevado de nuevo a una comprensión quizá naturalista de la realidad, identificando el proceso trinitario como una especie de expresión normal de la naturaleza materna de la realidad, en la línea del matriarcado.

Sólo de esta forma se elevan y superan los símbolos cósmicos. La misma madre deja de ser expresión «natural» del origen de la vida y viene a situarse en el plano de la «fe», de la palabra personal, en igualdad de condiciones con el padre. En otras palabras, aquí desarecen los términos de padre-madre como elementos polares y siempre deficientes de la realidad. Aquí aparece Dios como Padre-Madre total, como aquel que da de sí, de tal manera que suscita-engendra al Hijo, compartiendo con él toda su substancia (homooúsios).

Evidentemente, situado en ese fondo, el Hijo no se puede entender, tampoco, como masculino o femenino. Se ha encarnado en Jesús (un varón), pero ya no se define como varón sino como «persona»: recibe todo el ser del Padre, lo acoge en sí, lo asume y lo devuelve, en gesto de plena generosidad gratuita. Todos los que quieren entender lo propio de Jesús, el Hijo, partiendo de su «condición masculina» vuelven a introducir la dualidad sexual dentro de Dios, rompiendo la extrañeza del símbolo trinitario. Hemos vuelto a hablar de extrañeza. En el principio no hallamos la polaridad de Padre-Madre, como si cada uno tuviera aquello que le falta al otro. Esta dialéctica de «negatividad» (uno busca en el otro lo que no tiene, de manera que ambos al juntarse se completan) resulta inaplicable al misterio trinitario. El Hijo no tiene aquello que le falta al Padre; ni el Padre engendra al Hijo por deficiencia, para llegar de esa manera a su entidad perfecta. El Padre tiene «todo el ser divino» y de esa forma se lo entrega plenamente al Hijo.

Por eso, el Padre es Padre-Madre, y el Hijo es Hijo-Hija, si es que vale esta palabra. Humanamente hablando, esta «relación de generosidad total» nos parece difícil o imposible. Estamos acostumbrados a pensar en dialécticas de negatividad: cada uno tiene aquello que le falta al otro, de manera que la relación se establece en claves de necesidad (quiero conseguir lo que me falta) o de violencia (arrebato por la fuerza aquello que tiene el otro y que yo echo de menos). La Trinidad, en cambio, nos sitúa ante una relación de absoluta generosidad: al Padre no le falta nada, pero «da» su propio ser en gesto de apertura gozosa; tampoco al Hijo le falta nada, porque ha recibido todo el ser del Padre, pero lo tiene gratuitamente (con don de amor) y gratuitamente lo devuelve al Padre, en gesto de vida compartida.

Superando la dialéctica de los sexos, establecida por Platón en clave de necesidad (cada uno busca en el otro lo que le falta), se establece aquí la relación de generosidad que es donación plena (Padre) y acogida plena (Hijo). Estamos en el nivel de la realización personal, allí donde varón y mujer se igualan plenamente como personas, capaces de dar y de acoger la vida. En las formas limitadas y polares de lo masculino y femenino cada uno de nosotros nos realizamos como personas, es decir, como dueños de la propia vida y capaces de darla y recibirla de los otros. El Hijo de Dios (que no es varón ni mujer) ha realizado en forma de varón (humanamente) el misterio eterno de su personalidad filial divina.

Estamos en el límite y principio de toda simbolización humana. Para ser padre o madre el ser humano necesita del otro (de su complementario polar). Dios, en cambio, es Padre-Madre desde sí, en generosidad total y perfecta. De ese modo indica aquello que todos los humanos debemos alcanzar, al menos tendencialmente: hacernos capaces de dar la propia vida hasta el final para engendrar de esa manera al otro (a los demás). Pudiera parecer que, en un primer momento, esta «soledad del Padre» es una imperfección. Humanamente hablando es mejor «engendrar en pareja»; una maternidad o paternidad en solitario (partenogenética, clónica) sería imperfecta a nivel antropológico. Pues bien, a nivel trinitario, el símbolo cristiano nos hace superar ese esquema: sólo puede ser padre (o madre) de verdad el que es capaz de darse plenamente desde sí, en gesto de total generosidad, sin necesitar para nada del otro, sin buscar nada en el otro.

De todas formas, el mismo desarrollo anterior nos ha invitado a superar el nivel de inmediatez simbólica. Hemos dicho que no pueden aplicarse los conceptos humanos (padre, madre, hijo, hija) de manera simple a lo divino. Los símbolos nos valen, resultan necesarios; pero debemos recrearlos, de tal forma que por ellos digamos (hablando de Dios) precisamente aquello que nos desborda. Esto es lo que descubrimos en el dogma trinitario: hemos llegado al límite de toda la simbología humana, descubriendo el misterio de la personalidad como «dominio total de sí mismo». Por eso decimos que el Padre engendra sin consorte, porque tiene en sí todo el ser de lo divino. Lo que sería imperfecto a nivel humano (engendrar sin pareja) es perfección suprema en lo divino, porque aquí se ha transcendido el nivel de la polaridad sexual, revelándose el valor de la persona más allá de las mediaciones antropológicas de lo masculino y femenino.

Solamente a ese nivel podemos plantear el valor de la persona como individualidad estricta, como solitudo radicalis (para emplear el término de Escoto). Es aquí donde se expresa en plenitud el ser humano como libertadindividual, como posibilidad de salvación o condena. Esto es lo que presupone la fe cuando nos dice que cada uno de nosotros tenemos en las manos lo más grande: la capacidad de acoger o rechazar el don de Dios, realizándonos o destruyéndonos como personas.

Pero la paradoja y la extrañeza de la formulación trinitaria sigue y debe mantenerse: El Padre es dueño de sí, de nadie necesita, de manera que no tiene a su lado una «consorte», superando de esa forma toda hierogamia; pues bien, siendo autosuficiencia total (solitudo radicalis), el Padre puede y quiere darse de manera también plena, suscitando de esa forma al Hijo (y haciéndose communio radicalis). La individualidad total puede hacerse de esa forma dualidad perfecta. Tenemos así unidos al Padre y al Hijo.

El Hijo no es lo que le falta al Padre: no es resultado de un amor de necesidad, no es la expresión de una carencia. Humanamente hablando, el amor suele nacer de una carencia: suele emplearse para llenar un hueco (afectivo), para curar una herida (de soledad); amamos a los demás para encontrarnos a nosotros mismos. El Padre no tiene hueco, no sufre de ninguna herida, no está necesitado. Y, sin embargo, en paradoja creadora que desborda todo lo que pueda decirse sobre el mundo, el Padre se hace hueco para el Hijo; de esa forma enciende en su propia infinitud una herida que sólo el Hijo puede curar, haciéndose necesitado de amor.

Intuimos de algún modo lo que esto puede significar en las relaciones antropológicas. En plano sexual parece que toda relación varón-mujer tiene algo de búsqueda de complementariedad: cada uno desea llenar con el otro su hueco, curar su vacío, remediar su herida. Pero en un nivel más alto, de gratuidad personal, el amor (no sólo de apertura entre varón-mujer sino también otros encuentros afectivos) puede volverse expresión de generosidad. El gozo mayor está en dar sin esperar a cambio nada; el gozo está en recibir no para curar así la propia herida sino para ser en forma nueva desde el otro y para el otro.

Barruntamos así, de alguna forma, la razón de la ruptura trinitaria: en el principio de Dios ya no encontramos aquello que humanamente habríamos buscado (la dualidad hierogámica de varón-mujer) sino la relación personal, gratuita y libre del amor de Padre e Hijo. Sólo a partir de esta relación puede entenderse el misterio del Espíritu Santo, sea como amor común (comunión dual intradivina) sea como tercera persona del encuentro divino.

Así viene a expresarse el segundo nivel de realización paterna. En el principio trinitario, el Padre engendraba desde su propia soledad, sin compañía (sin consorte). Ahora, en cambio, en nivel nuevo de amor, el Padre se une al Hijo y ambos juntos, en comunión definitiva, originan y suscitan el Espíritu Santo. De esa forma, lo que era soledad total (el Padre como Uno) se convierte en principio de comunión: Hijo y Padre se vinculan en total libertad y autonomía. No se necesitan y, sin embargo, se entregan uno al otro en llamada y en respuesta, en diálogo total en el que todo lo comparten.

Esto es lo que podemos llamar el amor pleno. El Padre no busca en el Hijo nada porque todo lo tiene en sí mismo; tampoco el Hijo necesita ya del Padre, porque todo lo tiene como propio. Y, sin embargo, en paradoja de amor pleno, ellos dan todo, lo comparten todo, dándose el uno al otro. Esta es la fuente del Espíritu. De esa forma, lo que era paternidad solitaria (don absoluto de sí, sin necesidad de mediación de otro) se vuelve comunión absoluta, en plano de vida y amor compartido.

La comunión del Padre con el Hijo no se puede entender ya a manera de «necesidad natural», como vinculación de las deficiencias o como expresión de alguna forma de personalidad supraindividual (raza, grupo social, nación, clase, etc., etc.). Lo que al Padre vincula con el Hijo es la pura generosidad de dos personas que son perfectas y acabadas cada una en sí misma. Sólo de esa forma superan el nivel de la necesidad donde parece que la vida humana está prendida y cautivada para abrirse al plano de la gratuidad voluntaria, gozosa, comunicativa. Quizá podamos decir que únicamente ahora, al vincularse con el Hijo en gesto de donación (suscitando juntos el Espíritu Santo), el Padre llega a hacerse plenamente Padre.

Esta unión del Padre con el Hijo no es un matrimonio, no se puede interpretar en forma hierogámica: ni el Padre es masculino en forma polar ni el Hijo femenino (ni al contrario). Más allá del matrimonio como vinculación y encuentro de dos personas «imperfectas», que buscan una en otra lo que falta para su plenitud, se ha desvelado aquí la comunión total de dos personas que no necesitando nada una de otra se entregan, sin embargo, en forma plena.

Éste es el nivel de la gratuidad fundante, hecha comunión. Este es elamor definitivo. Aquí culmina y se realiza de forma misteriosa (incomprensible) el misterio del Dios cristiano. Desde ese fondo podemos afirmar que toda la historia de las religiones puede y debe interpretarse como búsqueda de paternidad auténtica; por otra parte, y de forma correlativa, la historia de la salvación ha de entenderse también como revelación de la paternidad de Dios.

A partir de aquí tendríamos que reinterpretar todo lo dicho, situándolo en una perspectiva nueva de tipo familiar, social y psicológico. Quizá pudiéramos decir que la religión verdadera es búsqueda del relato fundante: queremos escuchar aquella voz creadora que nos diga lo que somos, quiénes somos. Sabemos que padre (madre) es el que ofrece la palabra, el que responde a la pregunta sobre el origen y nos dice lo que somos, dándonos un nombre y un lugar en la existencia. Pues bien, el evangelio de Jesús nos ha ofrecido ese relato, al decirnos de dónde venimos y quiénes somos.

Dios mismo nos dirige su palabra y nos dice quiénes somos al «fundarnos» en su Hijo Jesucristo: originariamente somos «hijos»; brotamos del amor del Padre, en Jesucristo. Por eso, toda nuestra historia se define como «cumplimiento de la filiación»: podemos y debemos asumir en Cristo nuestra propia condición de hijos, para responder de esa manera a la palabra de reconocimiento y llamada que nos ofrece el Padre.

Dios no es Padre por imposición de naturaleza, porque un viviente que se impone y obliga ya no es Padre. Dios es Padre por invitación: nos ha llamadoy convidado, para que podamos realizarnos como hijos, en respuesta personal, en libre entrega. Por eso nos ha dado a su propio Hijo eterno Jesucristo que ha «representado» y realizado entre nosotros y para nosotros (en favor nuestro) su propio camino de amor filial, abriendo sobre el mundo el campo de su fraternidad.

Hay una fraternidad conflictiva, de violencia y muerte, que está ejemplificada en el relato más antiguo de Caín y Abel (Gen 4): cada uno quiere hacerse y conseguir su autonomía frente al otro (contra el otro). A la luz de todo lo anterior, hemos ido descubriendo que la esencia de la personalidad no es la «carencia» (buscar en el otro lo que me falta) sino la generosidad (ofrecer al otro lo que tengo, para que podamos compartirlo). Eso es lo que hace Jesús, como nuevo Abel que ofrece el camino de Dios a sus hermanos, ofreciéndoles su propia vida y enseñándoles a decir «abba»: Dios es mi Padre.

Una vez que han aprendido esta palabra, y la han aprendido en el camino y gesto de entrega de Jesús (que muere dando noticia del Padre), los hombres ya saben en el fondo todo lo que tienen que saber: conocen el misterio más profundo de lo humano y lo divino. Conocen su «origen familiar», se conocen a sí mismos, en camino que debe expresarse en forma de compromiso social.

Porque, conforme a lo indicado al tratar del mensaje de Jesús, el descubrimiento e invocación del Padre resulta inseparable del compromiso en favor de los hermanos. Este conocimiento no es teoría interior (en forma de meditación intimista); tampoco es verdad abstracta que se puede articular en un conjunto de sistemas conceptuales. El conocimiento de Dios se identifica con la respuesta de la propia vida que asume el don del Padre y le reconoce, reconociendo, al mismo tiempo, a los hermanos.

Ésta es la tarea cristiana: ser testigos de Dios Padre en un mundo que parece abandonado, huérfano de amor y de esperanza.

Son muchos los que dicen que no hay Padre: estamos arrojados, perdidos en el mundo, como huérfanos que deben hacer la vida solos, por sí mismos; la fe trinitaria nos lleva a expresar en medio de ellos (en favor de ellos) el sentido de una vida que es respuesta gozosa, comprometida al don del Padre.

Son muchos los que viven sobre el mundo como si no hubiera ningún Padre: no tienen familia verdadera; no existe para ellos reconocimiento social, ni justicia; son menos que huérfanos, están aplastadas en la tierra por los falsos hermanos que viven sólo de su propia prepotencia; pues bien, en medio de ellos, la iglesia de Jesús debe ofrecer el testimonio de la solidaridad fraterna, gratificante, creadora, que brota de la fe en el Padre.

Esta fe en el Padre de Jesús, que es Padre eterno, siendo Padre en el camino de la historia, es el principio y centro de la fe cristiana.

Los musulmanes conocen 99 nombres de Dios y los proclaman en sus oraciones; pero no han descubierto su hondura radical de Padre en Jesucristo.

También los judíos conocen a Dios y le llaman con palabra soberana Señor de cielo y tierra (Yahvé, Adonai, Kyrios); pero no han encontrado todavía su nombre verdadero, no le acogen y veneran como el Padre de Jesús.

Ésta es la novedad del evangelio: cristianos son aquellos que conocen de verdad el nombre de Dios, saben que es Padre de Nuestro Señor Jesucristo, siendo de esa forma Padre de todos los humanos (cf. Rom 15, 6; Ef 1, 3; 2 Cor 1, 3, etc.).

[- Amor; Antropología; Comunión; Cruz; Espiración; Espíritu Santo; Generación; Hijo; Islam; Judaísmo; Liberación; Madre; Mujer; Pascua; Persona; Reino; Teodicea.]

Xabier Pikaza

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