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Sínodo 2015: El problema no es la homosexualidad o el divorcio, sino la Eucaristía.

Domingo, 25 de octubre de 2015

12108956_510659295777934_6883277195880141532_nEl problema no es la familia, aunque pueda haber discusiones sobre su estructura sacramental. Nadie rechaza en serio a los homosexuales, ni la posibilidad de que establezcan “un tipo de matrimonio”, ni condena a los divorciados o separados.

A mi modo de ver, el problema del Sínodo es la Comunión: Si divorciados y homosexuales pueden compartir la eucaristía oficial de la Iglesia Católica.

Éste es el problema serio, pues afecta a la misma identidad de la Iglesia centrada más en la Eucaristía, con sus ministros canónicos (“sacerdotes”), que en la Palabra (en línea protestante). Es aquí donde escucho, día a día, las protestas de los que quieren mantener la identidad “tradicional” (iba a decir post-trindentina) de la Iglesia.

Se trata, por un lado, de un problema banal, resuelto de hecho por la praxis ordinaria de los “fieles”, pues en la inmensa mayoría de las iglesias y parroquias no te preguntan antes de comulgar si eres gay activo o divorciado vuelto a casar… pues los ministros no conocen a fieles, y si les conocen no hacen caso esos temas.

Pero es, en otro plano, el problema clave de la Iglesia: ¿Es ella capaz de crear verdaderas comunidades eucarísticas, en las que se comparta de verdad la palabra, y la experiencia de fe… y el camino cristiano? Ésta es la cuestión, en esto hay que insistir.

Éste es, finalmente, el problema real del Evangelio y de la Iglesia: La existencia de verdaderas comunidades, con ministros que broten de ella ¿qué pasa cuando un párroco tiene ocho y doce parroquias?, con verdadera identidad y autonomía. Ciertamente, el tema de las parejas gays es importante, lo que mismo que el divorcio, pero en línea eclesial viene en un segundo plano.

En la foto unos soldados argentinos comulgando antes de la batalla de las Malvinas donde, al parecer, algunos generales poco conscientes les mandaron a morir. No sé si Jesús hubiera dado la comunión a unos soldados “voluntarios” para el campo de batalla…A éstos quizá sí. ¡Ellos no tenían la culpa!

Ocho proposiciones.

images1. La eucaristía constituye la culminación de la experiencia cristiana. Pero, en sí misma, no es una experiencia solamente cristiana, sino que se encuentra vinculada a la experiencia universal de comer y comer juntos, dándose la vida unos a otros y comprometiéndose a compartirla. En ese sentido, lo que está en el fondo de la eucaristía es el sacramento de la comunicación universal y concreta de los hombres y mujeres. Por eso, en un plano, es importante vincular la eucaristía cristiana con otras experiencias religiosas y sociales de amor y vida compartida.

2. Históricamente, Jesús ha podido decir en la última cena las palabras centrales de la eucaristía, en la forma en que las ha conservado la tradición de la iglesia: Esto es mi Cuerpo… Ésta es mi sangre (la nueva alianza en mi sangre). Pero el dato histórico externo puede ser discutido, pues los estudiosos no están de acuerdo sobre la forma externa de la última cena. Sea como fuere, esas palabras centrales de la eucaristía condensan de forma admirable lo que ha sido la vida de Jesús, expresada como anuncio de Reino, amor que cura y pan compartido, vino de Reino.

Por eso, sin referencia al Jesús histórico, la eucaristía “cristiana” (confesional) pierde su sentido. Sólo aquellos que quieren ser seguidores de Jesús pueden asumir con sentido la eucaristía. No se les debe pedir otra cosa, sino si quieren estar en comunión con Jesús.

3. Tal como han sido recogidas, transmitidas y celebradas por la Iglesia, esas palabras eucarísticas han sido y siguen siendo pronunciadas por el Cristo Pascual. Ellas definen y actualizan su presencia: son la herencia que él ha dejado a sus discípulos, a todos los cristianos: Decid y Haced esto en memoria de mí. Pero esas palabras sólo son del Cristo en la medida en que las dicen con su propio “yo” los mismos cristianos, el conjunto de la iglesia.

Esas palabras son el “dogma” central, la vida de la Iglesia. En esa línea, podemos añadir que sólo son cristianos conscientes y maduros, en sentido activo, los que pueden ofrecer a los demás su cuerpo y su vida (como Cristo, con Cristo, en Cristo) diciendo: ¡tomad, esto es mi cuerpo…!

4. El Cuerpo de Cristo, es decir, la Eucaristía es ante todo la Iglesia, la comunidad de los creyentes reunidos, que recuerdan a Jesús y se comprometen a seguir realizado su obra. Ellos, los cristianos reunidos y en gesto de misión, son la “res”, la realidad del Sacramento. No son los hombres y mujeres para el pan eucarísico; es el pan para los hombres y mujeres. Por eso, el pan y vino son signo-sacramento real de la presencia de Cristo y de la comunicación entre los cristianos.

Esa presencia es “real”, siendo sacramental, una “presencia materializada”, no es puro encuentro de ideas o afectos intimistas… sino encuentro total de amor en unos signos económicos/alimenticios, que expresan el compromiso de dar y recibir, de compartir la vida. La realidad de la eucaristía es, por tanto, la comunión/comunicación de vida de todos los cristianos. La eucaristía no es algo que unos (los sacerdotes) hacen en nombre de todos, sino un gesto/don de amor que hacen y son todos los cristianos.

5. Una pequeña historia. A lo largo de los siglos, las Iglesias han organizado la eucaristía de Jesús conforme a los modelos sociales y sacrales de cada tiempo. Lo han hecho bien, han conservado la eucaristía. Lo han hecho bien: han precisado el sentido “dogmático” de la celebración y de la vida cristiana, dentro de su contexto cultural, tanto en los diversos documentos de la Edad Media latina como en el Concilio de Trento.

Esa historia sigue siendo normativa para los cristianos, pero no para encerrarse en ella, sino para seguir caminando desde ella, retomando el impulso eucarístico de Jesús, cuya primera eucaristía se celebró a campo abierto (multiplicaciones), sin preguntar a nadie si era judío o no judío, sin entrar en temas matrimoniales o de homosexualidad, sino sólo si quería bendecir a Dios y compartir el pan con los hermanos.

6. La celebración solemne de la eucaristía, de un modo oficial, seguirá estando presidida por un ministro debidamente “ordenado”, que en el momento actual, en la iglesia católica, es un obispo o presbítero varón. Ese tipo de celebración seguirá siendo normativa para la Iglesia oficial, hasta que ella misma no cambie sus normas. En esa línea, es importante recordar y actualizar el pasado, un pasado definido por la organización y celebración jerárquica de una eucaristía donde los celebrantes principales sólo han sido varones y varones consagrados de un tipo especial.

Esa historia ha sido positiva, pero es necesario completarla y actualizarla, desde el evangelio, desde la experiencia actual de la vida y desde el encuentro con las restantes religiones y culturas sociales. Eso significa que puede y debe haber otras formas de celebración de la eucaristía, partiendo del evangelio y de la misma realidad de las comunidades, que nombran sus ministros, para que presidan la celebración realizada por todos, de manera que la Iglesia, siendo católica y apostólica, no está ya ligada necesariamente a obispos varones y a presbíteros célibes.

7. Volver al principio, abrir caminos. Lo que importa es la palabra-experiencia de Jesús y de la Iglesia, donde hombres y mujeres comparten el cuerpo y la sangre: la vida… Esa no es una experiencia de algunos cristianos especiales, sino de todos… Esa tiene que ser una experiencia integradora, en tres niveles.

(a) Nivel particular. Cada comunidad cristiana puede y debe organizar su eucaristía, sabiendo que todos los cristianos son ministros de ella, por el hecho de estar bautizados (ser cristianos). Todos los cristianos, varones y mujeres, pueden y deben decirse “esto es mi cuerpo… tomad…”; todos son sacerdotes por don de Cristo.

(b) Nivel de catolicidad. Las eucaristía cristianas han de estar vinculadas, formando un “cuerpo universal”, católico, mesiánico, de humanidad. En ese sentido, las eucaristías de las diversas iglesias han de estar conectadas entre sí. La función del Papa y de las autoridades centrales de la iglesia no está en imponer un tipo de eucaristía, sino en mostrar y potenciar la unidad de todas las eucaristías.

(c) La eucaristía es, finalmente, signo de apertura misionera: la Iglesia (el conjunto de iglesias) tienen que ofrecer al mundo la experiencia y realidad mesiánica del amor y del pan compartido; la misma eucaristía se expresa y traduce en forma de misión, tal como lo han puesto de relieve los textos evangélicos de las multiplicaciones de los panes y los peces.

8. La familia “normativa” de la Iglesia es la comunidad eucarística, de la que participan todos los que quieren seguir a Jesús y crear comunión en su nombre. Por eso, el problema no es que quien comparta la eucaristía pueda estar divorciado (y vuelto a casar) o sea gay activo… El problema es que se sienta vinculado a Jesús y quiera formar iglesia con los restantes hermanos, en camino de conversión y solidaridad.

Dicho esto quedan abiertos otros problemas… Problema es el divorcio: que una pareja de cristianos se rompa, por las razones que fuere; es un problema que debe tratarse con gran delicadeza, respeto y compromiso creyente… pero sin expulsar al divorciado de la eucaristía. Problema puede ser en ciertos lugares y circunstancias el matrimonio gay… pero no para expulsar a los gays de la eucaristía, sino para recorrer con ellos el camino de Jesús, que es ancho y largo.

APÉNDICE: EUCARISTÍA, AMOR MESIÁNICO

(Breve teología eucarística)

images1Conforme al evangelio de Marcos, los discípulos piden a Jesús que celebre la pascua Judía (cf. Mc 14, 12). Evidentemente, quieren sacrificar el cordero pascual, para formar con Jesús una comunidad limpia, de puros observantes, retomando así el amor del Dios del Éxodo, que liberó a los hebreos de su cautiverio. Jesús, en cambio, asumiendo su raíz israelita, quiere celebrar una cena distinta, una comida de Reino, expresando así, en su despedida, el sentido del amor que movido todo su camino y que ahora culmina, en un contexto de muerte cercana. De esa forma ha interpretado la Cena Jn 13-17, presentándola como diálogo de amor.

En este contexto han introducido los sinópticos y Pablo la experiencia del amor eucarístico de Jesús, que se despide de los suyos diciendo que beban en su honor la copa, pues “ya no beberé del fruto de la vida… hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios” (cf. Mc 14, 25 par). Jesús se despide sabiendo que el amor del Reino llega y así lo expresa, conforme al testimonio de la iglesia, en los signos del pan y del vino, como indican los relatos paralelos de Marcos y Pablo:

El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y dijo: Esto es mi Cuerpo (dado) por vosotros. De igual modo la copa, después de cenar, diciendo: Esta Copa es la Nueva Alianza en mi Sangre (1 Cor 11, 24-25).
Y estando ellos comiendo, Jesús tomó pan, bendijo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, esto es mi Cuerpo. Tomó luego una copa y, dando gracias, se lo dio y bebieron todos de ella. Y les dijo: Ésta es la Sangre de mi Alianza, derramada por muchos (Mc 14, 22-24).

Ambos textos reflejan la autoridad mesiánica de Jesús, que anticipa en su vida y entrega personal la plenitud escatológica del Reino, identificándose con el pan y vino compartido en su nombre. Lógicamente, su gesto y palabra sobre el pan ha de verse en la línea de todo su mensaje, en especial de sus multiplicaciones (cf. Mc 6, 30-44; 8, 1-10): su autoridad más alta es y será el pan compartido, que ahora se vincula al vino del banquete final, y no a los peces de alimento diario de las multiplicaciones.

No necesita misterios extraños. Ha sido profeta del pan y así, con el pan en la mano, le hallamos ahora. No emplea cordero pascual, ni ázimos “santos”, sino la comida de cada día. Pronunció la bendición (elevó a Dios su plegaria), partió el pan y se lo dio (lo ofreció a sus compañeros), en gesto de amor perdurable, de amor encarnado en el pan de la vida que se comparte. Así podemos decir que Jesús es amor hecho pan. Sus discípulos le han seguido hasta aquí y ahora, al final del camino, Jesús les ofrece su amor y su vida (su tarea), en forma de pan de amor, vinculándoles en comunión mesiánica.

Esta es su autoridad, el más alto poder de su vida: su frágil cuerpo es regalo que se parte (entrega) y comparte, uniendo en amor a los que comen juntos. De esa manera, Jesús ha invertido la dinámica normal de muchas religiones, donde el sacerdote sacrifica una víctima exterior y la ofrece a Dios en expiación por otros. Aquí es Jesús mismo quien regala por amor su propia vida, como don por lo demás en forma de alimento; no sacrifica a nadie, se regala a sí mismo; no tiene que matar a los demás, se da en amor él mismo.

Jesús aparece así como autoridad de amor, porque ha ofrecido su “cuerpo”, esto es, su vida, para que otros vivan. En las multiplicaciones y comidas con pecadores, se podía decir que Jesús entregaba algo externo: alimentos que los ricos del mundo consiguen por dinero (cf. Mc 6, 37 par). Ahora ofrece aquello que no puede comprarse ni venderse: el pan del propio cuerpo, el vino de su vida. Su mismo cuerpo viene a presentarse así como amor compartido.

El evangelio nos conduce así al principio de todo amor, que consiste en regalar el cuerpo, a fin de que otro viva, en generación (la madre da su cuerpo al hijo) o en amor enamorado (los novios comparten el cuerpo). Cuerpo no es aquí lo opuesto al alma, exterioridad del ser humano, sino persona y vida entera; es comunicación y crecimiento, exigencia de comida y posibilidad de muerte, fragilidad y grandeza de alguien que puede enfrentarse a los demás en violencia destructora, pero que puede también regalarles su vida en amor, creando así (comunión) con ellos.

Jesús ha tomado el pan, que y lo ha entregado en alimento, diciendo: tomad y comed. No vive para aprovecharse de los otros y sacrificarlos (haciéndolos suyos), sino para ofrecerles su vida (cuerpo), en gesto supremo de amor. De esa forma culmina su camino. Se ha dado a sí mismo, no ha tenido que sacrificar a Dios la carne o sangre de una víctima exterior (animal o humana) para aplacarle. Su vida no es mercancía que se compra o vende según ley (=talión), sino que es cuerpo de amor gratuita y generosamente regalado.

Por eso podemos compararle con la madre que ofrece su alimento y vida al hijo o con el cuerpo del esposo/esposa, que se entregan, regalan y enriquecen mutuamente. Aquí está Dios, hecho amor de carne, cuerpo compartido De esa forma, en el contexto de la pascua nacional judía (cordero y sangre, ázimos y hierbas amargas), ha introducido Jesús el signo universal del cuerpo compartido, hecho pan, alimento diario de varones y mujeres, amor de carne. Ha renunciado Jesús a toda coacción sobre los otros. Ha quedado en manos de discípulos que van a traicionarle, de sacerdotes y soldados que van a condenarle a muerte, “como piedra inútil del gran edificio del mundo” (cf. Mc 12, 10).

Pues bien, en el momento supremo, en una cena de culminación y despedida, instituyendo su signo mesiánico, regala su cuerpo-vida como pan. Esto es amor, este es el amor supremo (cf. Jn 13, 1). No se defiende, no rechaza con violencia la amenaza. Al contrario: entrega su cuerpo. Ésta es su autoridad, éste es el amor supremo.

La «mística» del Sacramento (de la Eucaristía) tiene un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan», dice san Pablo (1 Co 10, 17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos « un cuerpo », aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros (Benedicto XVI, Dios es amor 14).

En esa línea avanzan las palabras sobre el vino. No es preciso que Jesús las haya proclamado en la forma que reciben en los textos eucarísticos actuales, al pie de la letra, pero ellas evocan y expresan su fiesta. Le han acusado de comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores (Mt 10, 19 par). Es claro que ha sabido disfrutar del vino, en solidaridad con los marginados de su pueblo y así ha brindado con sus amigos, invitándoles al Reino: no beberé más de este fruto de la vid… (cf. Mc 14, 25 par). Pues bien, Jesús ratifica su gesto de amor dándoles su “sangre” como vino: la vida no es sólo pan de comida y trabajo; es también vino de fiesta y como fiesta la ofrece Jesús. No es bebida diaria, tasada, de dura pobreza, sino amor desbordante, alegría de reino.

Este vino es bebida que Jesús regala y que ellos beben y comparten, asumiendo su camino. Así expresa su autoridad: en el fondo de la fiesta emerge la más honda gracia de solidaridad y justicia humana. Esta es la sangre de mi alianza, es decir, del amor perpetuado y permanente. La sangre servía en Israel para expiar por los pecados (Lev 17, 10-12; cf. Gen 9, 4) y estaba reservada a Dios. Pues bien, en gesto de fuerte trasgresión creadora, Jesús ofrece su amor hecho sangre de amor, como vino de fiesta, a sus amigos.

Ésta es la Sangre del amor de la Alianza de Jesús. No es violencia ritual, ni expresión de la ira de Dios, ni un rito expiatorio, sino todo lo contrario: es amor que se ofrece en forma generosa, perdonando a los antes excluidos; es gozo compartido, vino de fiesta. Ciertamente, matarán a Jesús, como se mata y excluye con violencia a un asesino. Pero él no ha muerto simplemente porque le han matado, sino porque ha querido dar la propia vida, como gracia universal, al servicio del amor y del perdón del Reino.

Sólo así se puede añadir que está sangre es para perdón de los pecados, pues vincula en alianza de amor a los humanos. Este no es un perdón sacrificial, que controlan sacerdotes y escribas, sino don de amor gratuito, que Jesús ofrece al regalar en amor su propia. Es sangre de la fiesta de Dios, condensada en una copa de vino que vincula en amor (gratuidad y perdón, justicia y solidaridad) a los hombres.

Así se ha regalado Jesús, dando su cuerpo y sangre, vida entera, en amor de Reino. Así ha iniciado un camino universal de comunicación, que se expresa en el pan compartido, y la justicia interhumana. Desde ahora, el signo de Jesús será el pan y vino de la vida compartida, en gratuidad y amor cercano; él no es autoridad porque domina a los demás, porque se eleva por encima de los otros, sino, exclusivamente, porque puede y quiere dar la vida por ellos, en esperanza de resurrección.

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