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Pascua 3. El ángel de Dios, la muerte vacía (Mt 28, 1-3)

Sábado, 11 de abril de 2015

resurrezione02Del blog de Xabier Pikaza:

Quiero seguir ofreciendo, hoy martes de Pascua (7.4.15), tras las dos postales anteriores, unos textos en forma de Via-Lucis (Camino de Luz o de Pascua), a modo de contrapunto y complemento del Via-Crucis de Cuaresma, en la línea de un libro que escribí hace tiempo: Camino de Pascua, Sígueme, Salamanca 1997.

No son investigaciones de historia bíblica, sino reflexiones de tipo creyente, para orar y gozar en este tiempo de pascua, en el que a todos deseo la mayor felicidad de Cristo que es la vida descubierta y celebrada en el mismo fondo de la muerte. Presentaré en este tiempo las estaciones principales de ese Itinerario de Resurrección, comenzando con una reflexión sobre el ángel de la muerte vacía, que expresa la victoria de Dios sobre la muerte, conforme a la tradición de Mt 28, 1-3.

Se trata de un texto algo tardío, que aparece sólo en el evangelio de Mateo, pero que recoge de forma espléndida y simbólica (¡no se busque aquí historia crítica en sentido literal) una experiencia básica de la Iglesia primitiva. De esa manera sigo ofreciendo este Via-Lucis, Via-Vitae, camino de luz y de vida, que constará de unas 15 estaciones.

Mirada desde el mundo, el camino de los hombres forma parte de la historia de la muerte, pero, mirado desde Cristo, ese camino parte de la historia de Dios, como muestra nuestro texto.

Éste es un tema que ha desarrollado, de forma especial el Evangelio de los Hebreos, que algunos críticos como J. D. Crossan piensan que es el relato más antiguo de la pascua, aunque a mi juicio depende de Mateo. Sea como fuere, sin entrar en discusiones críticas, quiero presentarlo una vez más a mis lectores, este martes de Pascua Florida.

Una tumba excavada en la roca.

qHa muerto Jesús y sus amigos le han querido colocar en una tumba que, conforme a la costumbre de las ricas familias judías (rico ha sido el amigo que financia su entierro: cf Mt 27, 57), se hallaba excavada en la roca. Sobre la puerta han corrido una gran piedra. Tras ella se pierden y pudren las más hondas esperanzas de Jesús y su mensaje: su palabra sobre Dios y su misión de reino, la semilla del amor y el gesto de perdón universal. Una tumba excavada en la roca del mundo. Esa es la meta de todos los afanes de los hombres y mujeres de la tierra.

Ésta es la verdad sólo humana de nuestra historia: al final de todos los caminos triunfa el rostro de la muerte. En verdad, mueren también otros vivientes (animales) de la tierra. Pero sólo el hombre sabe que ha de hacerlo y así lo sufre cada día, en alma y cuerpo. Sabe que ha de morir y, desde antiguo, como una confesión de fe en la muerte y a la vez como protesta en contra de ella, ha levantado monumentos a los muertos. Este es el último: unos amigos de Jesús le han desclavado de la cruz y le han tendido en un sepulcro de la roca. De esa forma ratifican su fracaso.

Frente a todos los proyectos de Jesús hay un sepulcro. Es monumento de cariño: unos amigos le han envuelto entre pañales de muerte (sudarios), colocando con cuidado su cadaver, procurando que perdure, no se rompa, sobre una tarima lateral de aquella cueva funeraria. Es monumento de impotencia: Jesús podía casi todo, pero no ha logrado superar la muerte; de esa ha forma ha terminado, como todos, disolviéndose en el vientre de la madre tierra.

Dominio de la muerte

Parece que los hombres creen en Dios como principio y garante de Vida, pero al fin sucumben a la muerte que les vence y tritura sin contemplaciones. Esta es la tragedia, el mal de nuestra historia, como sabe Gén 2-3, como ha indicado con gran fuerza el libro del Qohelet o Eclesiastés.

Ciertamente, han sido muchos los que, desde tiempos muy antiguos, han querido superar esa tragedia de la muerte, buscando soluciones de tipo espiritualista o consuelos de carácter histórico o social:

– Algunos, como los órficos y los platónicos de Grecia, han defendido la existencia de un alma inmortal, que se libera del mundo tras la muerte. Para ellos, la muerte no es definitiva, ni afecta a lo más hondo del ser humano.

– Otros, como muchos hindúes y budistas, dicen que la muerte es experiencia de apertura del hombre a lo sagrado: aquellos que vivían sufriendo sobre el mundo consiguen superar los lazos de la carne y los deseos de la tierra para introducirse de verdad en lo divino (lo nirvana).

Otros entienden la muerte como triunfo extremo de la finitud: nos habíamos creído grandes, importantes, capaces de vencer y dominar sobre la tierra; pero al fin la misma tierra nos domina; del polvo vinimos, al polvo tornamos; ilusión de polvo y sufrimiento es nuestra vida.

Se ha querido responder de muchas formas al enigma de la muerte. Pero ella permanece indescifrable: no sabemos lo que existe tras su puerta; nadie puede volver del más allá para decirnos lo que pasa, para darnos la certeza de que hay algo o simplemente todo es nada. De esa forma, su gran enigma y miedo nos domina por doquier de manera igualitaria.

La muerte parece democrática en sentido vulgar: no distingue entre ricos y pobres, sabios e ignorantes, buenos y perversos. Ante su enigma ha venido a situarnos el mismo Jesucristo. Por eso tenemos que acercarnos a su tumba para entender lo que ha sido su proyecto y su camino.

Así parece suponerlo una corriente de experiencia del Antiguo Testamento que culmina en la carta a los Hebreos. Dios es principio de la Vida: sostiene y dirige a los hombres, ofreciéndoles ayuda y esperanza el camino. Pero en contra de ese Dios de Vida se ha elevado el Diablo, que es pozo de muerte:

(Jesús) asumió una carne como la de los hombres, para destruir por medio de su muerte a aquel que tiene el poder sobre la muerte, es decir, al Diablo, para liberar de esa manera a todos los que, por miedo de la muerte, pasaban toda su vida esclavizados (Hebr 2, 14-15).

Dejemos el aspecto positivo, la referencia a la acción liberadora de Jesús. Veamos el trasfondo negativo del pasaje: los hombres se encontraban sometidos al poder del Diablo que es principio fontal de destrucción. Frente al Dios de Vida se ha elevado el Diablo que es señor de muerte o, quizá mejor, la muerte misma, en la línea de aquello que se hallaba esbozado en el relato del paraíso y caída (Gen 2-3).

Los humanos se han vuelto de esa forma unos esclavos, sometidos a desdicha, porque tienen miedo de morir. Para superar el miedo, pensando que así pueden convertirse en dueños de su propia vida, se emborrachan de los varios bienes o licores de la tierra: quieren asentar su vida en la riqueza, sustentarla en el poder, en los placeres…

En el fondo, ellos buscan siempre modos nuevos de vencer o dominar la angustia de la muerte que les paraliza y aterra. Lógicamente, ellos se vuelven esclavos: el miedo de la muerte les hace incapaces de entender la gracia, viendo así la vida como diálogo amoroso, confiado, esperanzado. Nos da miedo la muerte y por eso luchamos, nos matamos y afanamos sobre el mundo.

Entendida en sentido cristiano, la muerte forma parte del misterio de Dios: Jesús nos salva a través de ella. Pero vista en sí misma, esa muerte se nos muestra como tumba o pozo donde nos arroja y cierra el Diablo: es poder de esclavitud y violencia, de lucha y opresión para los hombres. Por miedo de la muerte nos matamos y oprimimos unos a los otros.

Dios y Diablo

Entendemos aquí al Diablo como fuerza de la muerte, en la línea del texto antes citado y del conjunto del Nuevo Testamento. Así aparece como símbolo de todos los miedos y violencias: es poder de destrucción que mantiene a los hombres sometidos. Por instigación del Diablo, y para superar el miedo que tenían a la muerte, los grandes de este mundo mataron a Jesús, enterrándolo en el hondo sepulcro de la tierra, fuera del camino de la historia. Así parece que ha triunfado el Diablo sobre Dios: el pozo de la muerte ha derrotado a la gracia de vida que Jesús ha proclamado en su mensaje.

Sobre el sepulcro de Jesús se eleva por tanto la pregunta acerca del poder de Dios y el Diablo, la cuestión de la vida y de la muerte. Allí se plantea la pregunta radical: ¿hay justicia de Dios en la historia? ¿tienen razón los que han matado al pretendido Cristo?. Esa es en el fondo la cuestión de toda teología o teodicea: ¿existe un Dios de gracia y vida o todo acaba, al fin, en manos de la muerte, de manera que sólo es verdadero y eficiente el Diablo?. Precisamente aquí, sobre la losa del sepulcro de Jesús, se ha condensado el misterio de la historia. El mundo está en silencio. Esperemos anhelantes lo que pasa.

Repasemos mientras tanto el catecismo. Las definiciones sobre Dios son numerosas. Muchos le presentan como causa de la naturaleza, como ideal de perfección o esencia oculta de los seres. La Biblia hebrea, condensada de manera ejemplar por Rom. 4, 17 le define como Aquel que resucita a los muertos y llama al ser a las cosas que antes no existían.

– Dios aparece así como creador: llama al ser lo que no era. Eso significa que tiene poder sobre la nada: de sus manos brotamos, en su aliento nos formamos y vivimos.
– Dios aparece como resucitador: da nueva vida a los que mueren. Así lo ha expresado la fe escatológica judía, la esperanza de aquellos que siguen confiando en Dios en medio de la muerte.

Este es Dios: aquel que tiene poder sobre la nada (es creador) y poder sobre la muerte (es resucitador). Esto significa que, siendo imagen de Dios, los hombres somos un puro reflejo evanescente de aquello que vamos realizando, somos más que puro efecto de la lucha de la tierra. Provenimos de la gracia de Dios, derivamos de su amor y de su vida.

Ciertamente, en un nivel estamos cerrados por la muerte; por eso llimitamos con el Diablo, que controla el mundo por el miedo y la violencia. Pero, al mismo tiempo, y superando ese nivel, nos abrimos hacia el Dios que se revela como fuente de vida y esperanza en nuestra misma historia humana, siendo así principio de resurrección.

Situados en la encrucijada de este mundo, sólo esa fe en el Dios que resucita puede liberarnos del miedo de la muerte. Ella nos permite superar la angustia de la lucha humana y el vacío final de una existencia en la que todo se destruye. Somos más que aquello que nosotros podemos hacer y buscar: existe la gracia de Dios, hay resurrección para la Vida.

Resurrección de Jesús, obra de Dios

Evidentemente, Jesús ha creído en el Dios que resucita; ha confiado en el reino de su gracia y de esa forma ha entregado su existencia, en esperanza de futuro. Sus enemigos intentaron destruirle para siempre, rechazando su ideal sobre la tierra. Sus amigos le han colocado en una tumba, en pozo de misterio. Pero él está en manos de Dios. Por mantener la palabra de ese Dios ha muerto, en la gracia de ese Dios ha confiado, entregándole su vida.

Jesús ha puesto vida y mensaje en manos de Dios. Pues bien, los cristianos afirmamos que Dios le ha respondido como sostiene la confesión de fe primera de la iglesia: Creemos en aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (Rom 4, 24). Los judíos confiaban sólo en el Dios que resucitar a varones y mujeres al final de nuestra historia, como ha dicho con toda precisión Marta en Jn 11, 24, confesando su credo israelita. Pero nosotros, los cristianos, confesamos y alabamos al dios que ha resucitado ya a Jesús de entre los muertos, manifestando de esa forma su misterio más profundo y realizando el plan de salvación definitivo: creemos en aquello que Jesús dijo a Marta: ¡Yo soy la resurrección y la vida…! (Jn 11,25).

Esta afirmación de fe constituye la verdadera epifanía, la manifestación suprema y plena de Dios sobre la tierra. Frente al Diablo que es poder de muerte, el Dios de Cristo se ha venido a desvelar como poder de vida: Dios le ha liberado del sepulcro y le ha resucitado, haciéndole principio universal de salvación para los hombres, de tal forma que de ahora en adelante afirmamos: ¡Cristo es la resurrección y la vida…!.

Decir lo indecible: Mt 28, 1-3

La resurrección pertenece al misterio de Dios y por eso nunca puede encerrarse o definirse con palabras de los hombres. Todo lo que vamos señalando aquí resulta sólo aproximado. Sin embargo, a modo de esbozo, tendremos que indicar algnos de sus rasgos.
En la madrugada posterior al sábado…

vinieron María Magdalena y la otra María a mirar el sepulcro.
Y he aquí que sucedió un gran terremoto:
el Ángel del Señor, bajando del cielo y adelantándose,
descorrió la piedra (del sepulcro de Jesús)
y se sentó encima de ella;
era su rostro como relámpago,
sus vestidos blancos como la nieve (28, 1-3).

Así se atreve Mt a narrar lo inenarrable, empleando para ello palabras e imágenes que vienen de la más entrañable tradición israelita. Esta es una verdadera teofanía o manifestación de Dios; esta es la cristofanía o triunfo final del enviado de Dios (cf Ez 37; Dan 7; 1 Hen 14).

Pero hay en el texto una intensa novedad, algo que nunca se había podido proclamar hasta entonces: el acontecimiento definitivo ya se ha realizado. El Ángel de Dios ha descorrido la piedra de la tumba que los hombres habían extendido sobre el Cristo. La vida de Dios ha vencido al pozo de la muerte. Estos son algunos rasgos de su victoria:

La resurrección de Jesús pertenece al misterio de Dios, como supone Rom 4, 14. El mismo Pablo afirma en otro pasaje que Jesús ha sido constituido Hijo de Dios, en poder, por la resurrección de entre los muertos (Rom 1, 3-4). La pascua lleva de esa forma hasta la entraña del misterio: al lugar donde Dios Padre acoge y plenifica a su Hijo Jesucristo, haciéndole Señor de todo lo que existe.
– La resurrección desborda los poderes y posibilidades de este mundo. Por eso no se puede definir ni demostrar en términos de ciencia. Lógicamente, los evangelios callan a nivel de física del mundo: no dicen nada sobre el hecho y modo de la pascua, sobre el gran misterio de la resurrección de Jesús; hablan tan sólo de sus manifestaciones y consecuencias. Sólo este pasaje se ha atrevido a introducirnos de algún modo en el espacio del silencio, diciéndonos lo indecible, aquello que sobrepasa nuestra mente.
La pascua de Jesús se expande de un modo universal, como ha indicado de forma velada y hermosa Mt 27, 51-53: a la muerte de Jesús se han rasgado los sepulcros donde estaba enterrada la historia de los hombres. Cristo no se encuentra solo; no ha muerto separado de los hombres sino en medio de todos, como representante de la humanidad entera; tampoco ha resucitado solo, pues su pascua ha sido y sigue siendo principio de vida para todos los que acogen su llamada.

Esta ha sido la primera estación del Via-crucis de la pascua, la más honda y más sencilla, al mismo tiempo. Allí donde la muerte habría ya vencido, diciendo su última palabra (ha derrotado al mismo Jesús), viene a elevarse la palabra más fuerte de la vida de Dios que le resucita. Por eso, en el centro y principio de todas las estaciones pascuales está la fe en el Dios que resucita a los muertos.

Creer en Dios y confiarse en sus manos en el trance de la muerte, ese es en el fondo el sentido de la pascua. Sabemos por todo lo anterior (por la historia pasada de Jesús) y por todo lo que sigue que ese gesto de confianza está lleno de sentido.

Somos resurrección

Resurrección significa recrear la historia de Jesús, sabiendo que el Diablo de la muerte no ha podido encerrarle en un sepulcro. Resurrección significa futuro para Cristo y para todos los humanos, como irá mostrando lo que sigue. Así lo ha querido decir Mt 28, 1-3, utilizando para ello palabras y signos de la tradición antigua, que resultan conocidas dentro del ambiente apocalíptico, en esta primera estación de la pascua de Jesús: Dios mismo desciende como ángel de luz y de gloria para descorrer la losa del sepulcro.
El Angel de Dios que descorre la piedra y se sienta encima de ella, en gesto de triunfo, no es otro que el mismo Dios activo, creador y resucitador. Sobre el frío y muerte de la losa en que Jesús yacía ha venido a desvelarse el misterio más alto del Dios que da la vida.

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