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“Lo que está en juego”, por Gema Juan OCD

Domingo, 1 de febrero de 2015

14864561961_c9c3871a36_mDe su blog Juntos Andemos:

«Vivo, luego espero», decía Laín Entralgo. La esperanza es movimiento, un movimiento vital. Laín, como Juan de la Cruz, entendió que la esperanza es uno de los grandes motores de la vida. Al hablar de ella, Juan dirá que su oficio es enseñar a mirar en la mejor dirección, que es la salud de la persona, que da viveza, ánimo y levanta hacia lo bueno.

La esperanza tiene tanto de don como de responsabilidad. Está unida por un cabo a la confianza y por otro al amor. Desde la fe, se abre a lo mayor y así, de un Dios que es misericordia sin límites, dice Juan que «cuanto más espera el alma, más alcanza». Como también dirá que es el amor el que hace fuerte la esperanza.

Esperanza es ver como posible aquello que se desea. Juan define el deseo como el anhelo de «poder ser hijos de Dios», de lograr ser lo que somos y llegar a la «igualdad de amistad [con Dios, donde] todas las cosas de los dos son comunes a entrambos». Ahí puede verse, fácilmente, que no hay dualismo. Explicará que «divino y humano, aquí se juntan» para alcanzar lo que se desea. Lo divino atraviesa lo humano, para potenciarlo y llevarlo a lo mejor de sí, y lo humano da cuerpo y raíz.

La esperanza une a Dios –dice– y habla de una esperanza purificada que, al mismo tiempo, purifica. Es un don que apremia cuando se acoge. Así, al escribir que «toda posesión es contra esperanza», toca todas las fibras de la persona, de su vida, de su presencia y actividad en el mundo y traspasa lo que Laín llamaba el «inconformismo revolucionario».

Vivir con esperanza provoca al presente porque no permite dejar aparcadas las cosas que no marchan. Produce rupturas evangélicas. Esperanza y liberación están completamente unidas. En este sentido, esperar será siempre liberar y liberarse. Tomar la realidad y no conformarse con lo que hay, porque la promesa de Jesús choca con el estado de las cosas en el mundo. Y esa promesa debe sostener y animar el trabajo por el cambio necesario. Personal y socialmente.

La esperanza moviliza y da consistencia. Juan dirá que ella es la que hace correr sin desfallecer, e insiste en que se asienta en la desposesión, que también llama «sobriedad». Pues bien, practicar esa sobriedad hace fuerte y libre, y lleva a la paz. Así lo explica, al hablar de la «noche», que es donde se hace esta experiencia y apunta: «La que mueve y vence es la esperanza porfiada».

Por eso, Juan –y con él, los místicos de todas las épocas– reprueba el espiritualismo y, al mismo tiempo, lo que Häring llamaba «acomodarse en el lamento y la crítica». Invita a algo más profundo y comprometido, precisamente porque abre la puerta a la experiencia de Dios. Ofrece una experiencia muy intensa, donde «con más fuerza es atraída el alma y arrebatada de este bien que ninguna cosa natural de su centro».

Moltmann advirtió, hace años, de que el cristianismo solo cumple realmente su misión si contagia de esperanza a los hombres. Está en juego realizar el deseo que Jesús confió a sus amigos. Para cumplirlo, es indispensable conocerle y estar con Él. «Estar en lo que Cristo enseñó», dirá Juan. Reconocer en Él la esperanza.

«Dejarse entusiasmar por Cristo» es la clave, decía Häring. Juan pedirá no cansarse de buscar en Él, porque su vida, sus palabras y sus gestos enseñan a vivir: Cristo es «como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, [siempre hay] nuevas venas de nuevas riquezas».

La esperanza mueve a no conformarse y no abandonar. Por ello, a Juan le preocupan los tibios, «que entienden que basta cualquiera manera de retiramiento y reformación en las cosas», porque la cuestión no está en eso, sino en reconocer «el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios».

Por esa puerta se entra en una experiencia que transforma la vida, que la llena de agradecimiento y frescura, no porque no se conozca el cansancio de trabajar y la desazón en los fracasos, sino porque se reconoce en medio de todo «la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece».

Ahí se apoya una esperanza inconfundible, que puede sostener en todas las circunstancias de la vida y que prepara para asumir actitudes y acciones que son alabanza de Dios en verdad, es decir, alegría para Él, vida para uno mismo y salud para los demás.

Decir con Pablo que Jesús es «nuestra feliz esperanza», compromete la vida. Lo que está en juego es mostrar que seguir los pasos de Jesús humaniza y fraterniza. Está en juego facilitar el acceso a Jesús y hacer visible que vivir desde el evangelio, crea y contagia esperanza.

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