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El alma (2): psyché en griego.

Viernes, 11 de febrero de 2022
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D4669FFB-299A-4C31-BAD4-4B3D691DC074Agamenón en el Hades junto a otras sombras o almas de difuntos representados como sombras o siluetas. Tumba del Orco II, Tarquinia.

Del blog de Antonio Piñero:

Averiguar qué era el alma para los primeros cristianos es una labor que debe sumar esfuerzos: si lo que el judaísmo recibió de la religión cananea no es suficiente para comprender el cristianismo, buscar en las referencias culturales que influyeron en la religión de Jerusalén es inevitable. Por eso conviene revisar el mundo griego.

Cuando se trata de Homero, la primera referencia literaria europea, siempre salta la liebre. O por fuerza, o por belleza, o por inteligencia… En este caso por antropología. Para el poeta de Quíos el ser humano estaba compuesto por dos elementos muy curiosos: por un lado, una suerte de “esencia intelectual” anclada en las vísceras, asociada a los pulmones, el corazón, el diafragma. Llamada “thymós” (θυμός, que en el lenguaje médico nos ha legado el término “timo”, glándula situada bajo el esternón), esta esencia intelectual era una propiedad del adivino Tiresias una vez muerto. De hecho, era lo que lo diferenciaba del resto de seres del mundo subterráneo, incapaces ya de sentir como sentían y de vivir como vivían. Incluso otros héroes con esa capacidad adivinatoria post mortem también bajaron al Hades con las vísceras intactas (Anfiarao el más famoso, que fue venerado en un oráculo en la frontera este entre el Ática y Beocia).

Este thymós, la vaporosa respiración que permite llegue la información a los pulmones (el órgano sensitivo e intelectivo para Homero), estaba asociado a la sangre mediante el paso por el corazón, pero no era exactamente la palabra pyché, que después ha sido traducida por “alma”.

Para Homero y los petas antiguos, psyché (ψυχή, que da nuestra palabra psique y los compuestos relacionados con la psico-logía) era en realidad una palabra asociada a la cabeza como sede de la vitalidad en general, de la fuerza que impulsa a vivir. La cabeza era algo sagrado, aquello por lo que se jura o lo más valioso del ser vivo. Pero la realidad física de esa psyché es difícil de identificar, y quizá por eso los griegos homéricos desarrollaron la idea de que era la sombra de la persona (el arriba mencionado Tiresias era el único que no era una mera sombra en el Hades: “Tiresias el tebano, que guarda aún allí bien entera su mente, pues a él solo Perséfona ha dado entre todos los muertos sensatez y razón, y los otros son sombras que pasan” Od. X 492-95, traducción de J. M. Pabón).

Que la cabeza fuera la sede de la psyché explicaría el hecho de que mover la cabeza (asentir con ella) fuera la máxima garantía de seguridad cuando Zeus concedía algo a sus congéneres, y que la entrega de mechones de cabello fuera una costumbre funeraria que intentaría ofrecer algo de vida al difunto.

Por otra parte, es la referencia a la cabeza lo que permite entender que los difuntos fueran un eidolon, una imagen identificable en el Hades, pues esa sombra que, como un sueño, sería la psyché, había de presentarse durante las visiones nocturnas precisamente en o sobre la cabeza del durmiente.

Además, esa vida (psyché) era la fuerza viva que lleva a actuar. En consecuencia, morir se asociaba en esta palabra con la pérdida de energía, el aflojarse las rodillas, el colapso del cuerpo. Quizá eso explique que, al referirse Homero a la recuperación de un desmayo, el poeta diga que primero viene la conciencia y el respirar y después se recobre el cuerpo, la energía. Y hay que recordar que Aristóteles comentaba que los primeros filósofos consideraron que el movimiento era lo más cercano a la naturaleza del alma (psyché).

Pero la cuestión cambió con el tiempo, y las nociones de thymós y psyché convergieron hacia una misma cosa o idea (si se puede decir así). Parece que Alcmeón de Crotona (s VI a. C.) es el primero en relacionar el interior de la cabeza (encéfalo) con los sentidos y la percepción, una relación que él unía a las ideas previas de energía y vida que hemos visto y que se asociaban a la médula espinal y al semen como depositarios de la energía vital que se transmite en la generación.

A partir de ahí, la vida de la psyché cambió. Este cambio quizá se produjo también por influencia pitagórica, como se puede rastrear en lo que el poeta Píndaro escribió sobre la ninfa Cirene: ¡Cómo aguanta la pelea con intrépida cabeza una muchacha con un corazón por encima de la fatiga y cómo sus pulmones (ánimo) no se dejan azotar por la tormenta y el miedo! (Pítica IX 31-32, traducción de A. Bernabé). Cabeza, corazón, pulmones, la fisiología de la energía y la conciencia ya unificadas.

Esta evolución concluye con lo que podemos leer en Platón, para el cual el alma era una esencia divina de vida intelectual ajena al cuerpo, ligada a los dioses y aspirante al saber perfecto. El alma se desligaba del cuerpo al morir y se dirigía, si había hecho los deberes apropiadamente, hacia los dioses sempiternos para disfrutar de una vida postrera junto a las divinidades y otros mortales sabios y honrosos.

En su obra Fedón, Platón escribió (Fed. 64c-d):

  • – (Sócrates dice) ¿Creemos que es algo la muerte?
  • – Sin duda alguna – le replicó Simmias.
  • – ¿Y que no es otra cosa que la separación del alma del cuerpo? ¿Y que el estar muerto consiste en que el cuerpo, una vez separado del alma, queda a un lado solo en sí mismo, y el alma a otro, separada del cuerpo, y sola en sí misma?

Y un poco más tarde, tras asegurar que el cuerpo y los sentidos son un obstáculo para conocer la verdad de las cosas (Fed 66e):

Entonces, según parece, tendremos aquello que deseamos y de lo que nos declaramos enamorados, la sabiduría; tan sólo entonces, una vez muertos, según indica el razonamiento, y no en vida. en efecto, si no es posible conocer nada de una manera pura juntamente con el cuerpo, una de dos; o es de todo punto imposible adquirir el saber, o sólo es posible cuando hayamos muerto, pues es entonces cuando el alma queda sola en sí misma, separada del cuerpo, y no antes. Y, mientras estemos con vida, más cerca estaremos del conocer, según parece, si en todo lo posible no tenemos trato ni comercio con el cuerpo, salvo en lo que sea de toda necesidad, no nos contaminamos de su naturaleza, manteniéndonos puro de su contacto hasta que la divinidad nos libre de él” (traducciones de Luis Gil Fernández).

Esto sí es muy cercano al cristianismo.

Saludos cordiales.

www.eugeniogomezsegura.es

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“El amor te da alas”, por Génesis Yélamo

Sábado, 17 de abril de 2021
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el-amor-te-da-alassss-300x300El amor es uno de mis temas favoritos. Hay muchas maneras de aproximarse al amor: puedes hacerlo a través de la ciencia, conocer cómo nuestro cuerpo reacciona o genera (esto es un buen dilema) ante el amor; de una manera psicológica y conocer cómo afecta nuestro comportamiento; desde una perspectiva sociológica, nos ayudaría a entender las relaciones y estructuras sociales que genera.

No es un tema “fácil” ni “irrelevante”, al contrario, lo encuentro fascinante, vasto, y con implicaciones directas a nuestra vida diaria.

Hoy vamos a aproximarnos a este misterio de la vida, desde una perspectiva filosófica. Hoy vamos a hablar del amor según Platón en su obra El Fedro.

 “Cuando un hombre apercibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar”. (Fedro249d)

Para seguir el hilo de la conversación, nos basta con saber que para Platón, la realidad es dual, hay un mundo sensible [las cosas que vemos] y un mundo de Ideas [mundo perfecto que NO encontramos aquí], están separados, pero que convergen en el alma del ser humano. Esta alma es inmortal, y previamente a su vida “humana” ha estado en contacto directo con lo divino, con las Ideas, con el Uno, la Belleza (sí, con mayúsculas) pero al llegar al cuerpo, lo ha olvidado todo.

La Belleza, tiene imitaciones, modelos, destellos, sombras de sí misma en el mundo sensible por eso es inmanente, y a través de nuestra vista (de nuestros sentidos el más privilegiado) podemos reconocerla mientras pasan nuestros días.

Sólo basta una mirada para quedar cautivado por la Belleza que encontramos en una persona, esto hace de esta persona nuestro objeto de afecto y admiración.

Ser cautivado por la Belleza, vivir bajo el delirio que produce su contemplación es una fortuna divina por lo tanto estar enamorada es lo más deseable.

La Belleza, adapta formas y se dispone a brillar con todo su esplendor para recordarnos quienes somos, de dónde venimos y cuál es nuestro verdadero destino: amar.

“A esta afección, precioso joven, los hombres la llaman amor.” (Fedro 252b)

La frontera entre lo desconocido y lo conocido, es una línea fina de delirio y cordura. Produce atracción y dolor al mismo tiempo.

Atracción porque la mayor fuerza que pueda existir es el amor. Nos atrae a nuestro origen y nos impulsa a abandonarnos en el amor, porque no podemos controlarlo, está fuera de nuestro poder.

El amor nos lleva a un estado de delirio, de entusiasmo, poseídos por algo sobrenatural y divino que nos da alas, nos eleva.

Pero la Belleza no nos indica cómo amar, se limita a guiarnos con cantos de sirena hacia sí misma. Y nos sentimos como hijos de los dioses, semidioses, mitad humanos.

“Al final de su vida, sin alas aún, pero ya impacientes por tomarlas, sus almas abandonan sus cuerpos, de suerte que su delirio amoroso recibe una gran recompensa (…) sino que pasan una vida brillante y dichosa en eterna unión, y cuando obtienen alas, las obtienen juntos, a causa del amor que les ha unido sobre la tierra”.  (Fedro 256,d )

La vida que disfrutamos juntas en amor aquí en la tierra, es la mayor dicha y esperanza de una vida en el más allá: nuestro amor nos da alas para volar alto. Nuestro amor es nuestro mayor tesoro y recompensa.

El amor sella nuestro pasaporte para entrar a un mundo que antes solíamos conocer, y al final de nuestra vida corpórea nos regala esas alas prometidas junto a nuestra amada, es un ciclo de vida admirable y deseada por todos los amantes de la Verdad.

Dato curioso: Platón, era homosexual. Y el Fedro está dedicado a un gran amor: Dión. No hay constancia de que consumase su amor, así que...¡sería el primer amor platónico de la historia !

 Génesis Yélamo

 Estudiante de Filosofía en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, España. Creadora de contenido de @phantomoftheagora.

Fuente Lupa Protestante

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“¿Filosofía inútil? ¿Por qué hay algo en lugar de nada?”, por Jaime Rubio Hancock

Viernes, 24 de marzo de 2017
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01-cosmos-consciousnessEl filósofo alemán Leibniz se preguntó en el siglo XVII por qué hay algo en lugar de nada. Es decir, ¿cuál es la causa de que el universo exista? ¿De dónde salen todas esas estrellas, planetas y nosotros mismos? ¿No sería más fácil y sencillo que no hubiera nada en absoluto? Al fin y al cabo, y como decía Woody Allen, “la nada eterna no está mal, si llevas la ropa adecuada”.

La respuesta de Leibniz era la usual en su época: hay algo porque Dios lo creó y Dios se creó a sí mismo. Aunque se trata de una explicación que deja el asunto relativamente zanjado, no es excesivamente popular hoy en día. No solo porque se intenten buscar explicaciones seculares a cómo es y cómo funciona el mundo, sino porque en realidad tampoco responde a la pregunta, ya que seguimos sin saber por qué Dios es como es y no de otra forma.

Damos un repaso rápido a otras respuestas a esta pregunta, no sin antes recordar al filósofo Sydney Morgenbesser, que la contestaba con un “si no hubiera nada, aún os seguiríais quejando”.

1. La ciencia no tiene, pero tendrá, la respuesta. Tal y como recoge Jim Holt en Why Does The World Exist (¿por qué existe el mundo?), el biólogo Richard Dawkins confía en que la ciencia podrá no solo explicar cómo es el mundo, sino también por qué.

Una de las teorías candidatas para aclarar cómo se pasó de la nada al Big Bang sería la de la fluctuación cuántica, que apunta que el vacío es inestable y permite la formación de pequeñas burbujas de espacio-tiempo que se forman de manera espontánea.

Aun así y como explica el físico Steven Weinberg al propio Holt, una respuesta de este tipo no acabaría de solucionar el problema: las leyes de la naturaleza podrían determinar que debe existir algo y que la nada no es posible. Pero aún quedaría por explicar por qué estas leyes son así y no de cualquier otra forma.

2. Somos un experimento. Hay un episodio de Los Simpson en el que Lisa funda sin querer una civilización en un diente que se le ha caído y que deja en un cuenco con Buzz Cola. Aunque parezca mentira, hay teorías que apuntan a posibilidades parecidas.

El físico de la Universidad de Stanford Andrei Linde explica en el libro de Holt que no hace falta mucho para crear un universo en un laboratorio: “Una cienmilésima de gramo de materia” bastaría para crear un pequeño vacío que diera lugar miles de millones de galaxias. Esta teoría de la inflación cósmica no solo podría explicar la expansión del universo, sino que apuntaría a la posibilidad de crear un cosmos en el laboratorio. “No podemos descartar que nuestro propio universo haya sido creado por alguien de otro universo”.

Por otro lado, está la teoría de que vivimos una simulación de realidad virtual, como sugiere el filósofo Nick Bostrom en un artículo publicado en 2003. Su argumento se basa en dos premisas: la primera, que la conciencia se puede simular por ordenador. La segunda, que civilizaciones futuras podrían tener acceso a una cantidad ingente de poder computacional. En tal caso, estas civilizaciones podrían programar simulaciones de mundos enteros. Bostrom apunta que un simple ordenador podría ejecutar millones de estas simulaciones. En tal caso, habría muchos más universos simulados que reales, por lo que sería más probable que vivamos en una simulación que en un mundo real.

Esto tampoco acaba de responder a la pregunta de por qué hay algo en lugar de nada: pongamos que vivimos una simulación creada por un estudiante de instituto para su trabajo de fin de curso; eso explicaría nuestro universo (totalmente), pero no el universo del estudiante.

3. Dios lo hizo. Hoy en día, las explicaciones que recurren a Dios se acogen con sospecha, pero eso no quiere decir que no las haya. John Leslie y Robert Lawrence Kuhn citan en su libro The Mystery of Existence (El misterio de la existencia) a filósofos contemporáneos como Alvin Platinga y Richard Swinburne, por ejemplo.

Uno de los argumentos a los que se suele recurrir para que la idea de Dios no resulte fácilmente descartable es el del “ajuste fino” (fine tuning) del universo. Según esta idea, las leyes físicas están tan afinadas que cambios muy pequeños harían imposible que surgiera la vida. Esta teoría se encuentra con algunas objeciones:

– El universo que tiene 13.700 millones de años y su parte observable tiene un diámetro de más de 90.000 millones de años luz. Entonces, ¿por qué es importante lo que ha ocurrido (que se sepa) en un solo planeta? ¿No es posible que la vida no sea más que una excepción poco importante?

– El hecho de que algo tenga pocas probabilidades de suceder no quiere decir que no se pueda explicar por leyes naturales. Es muy difícil que me toque la lotería, pero el hecho de que me toque se puede explicar recurriendo solo a las matemáticas.

– Además, del mismo modo que hay sorteos de lotería cada semana, también podría haber más universos. Hay cosmólogos que proponen esta posibilidad, basándose en la teoría de cuerdas o en la cosmología de los agujeros negros, por ejemplo. En filosofía, hay que mencionar el realismo modal de David Lewis, que sugiere que todos los mundos posibles existen. Es decir, si hay muchos universos, no sería tan raro que en al menos uno de ellos haya vida. A alguien le tiene que tocar.

4. Vivimos en el mejor de los mundos. Platón escribió en La República que el Bien es la razón de la existencia de todas las cosas conocidas. Para el filósofo John A. Leslie, esta afirmación podría ser literal. En su opinión, que el cosmos exista podría ser una necesidad ética, provocada por el hecho de que un universo bueno es mejor que la nada o, al menos, que nuestro universo es mejor que nada.

El hecho de que haya maldad en el mundo se explica porque “no todos los bienes pueden estar presentes a la vez”. Por ejemplo, no podríamos ser libres si solo pudiéramos actuar de forma correcta. Leslie también explica que hay maldad en el universo comparándolo con un museo: aunque el mejor cuadro del Louvre sea la Gioconda, el museo no sería mejor de lo que es si solo incluyera réplicas de este cuadro.

Este filósofo canadiense nacido en 1940 no acaba de explicar cómo se pasa de una necesidad ética a una realidad material, pero al menos no llega al extremo de Leibniz, que asegura que vivimos en el mejor de los mundos posibles. El mal es una ilusión, según el alemán: “Solo conocemos una parte muy pequeña de la eternidad”. Del mismo modo, una parte pequeña de un enorme cuadro apenas nos parecería una mancha.

5. Vivimos en el mundo más mediocre. Derek Parfit publicó en 1998 un detalladísimo ensayo en la London Review of Books en el que se preguntaba “¿Por qué hay algo? ¿Por qué esto?”.

Parfit explica que hay multitud de posibilidades cósmicas: podría existir un solo universo, o ninguno, o infinitos. Si el cosmos es de una forma determinada, quizás esta forma particular es la que puede explicar el universo. Parfit llama Selector a este criterio.

En su opinión, la posibilidad más sencilla sería que no hubiera ningún universo. Siguiendo a Leibniz, la nada no requiere explicaciones. Pero es obvio que hay algo; en caso contrario, Parfit lo habría tenido muy difícil para encontrar una revista que publicara su texto.

Quizás el Selector sea la plenitud: la segunda posibilidad que requiere menos explicaciones es que existan todos los mundos posibles. Hay que buscar razones muy concretas si solo existe un universo o si hay exactamente 58, pero si existen todos los lógicamente posibles, tampoco hay mucho que justificar.

Sin embargo, en su opinión, lo más probable es que nuestro universo sea uno de los que se puede regir por leyes relativamente simples. Y si el criterio es la simplicidad, justamente lo más sencillo es que ni siquiera haya Selector, es decir, que no haya un criterio concreto.

En estas circunstancias y como recoge Holt en su libro, lo más probable sería una posibilidad cósmica “sin ninguna característica en especial. En otras palabras, deberíamos esperar que el mundo fuera absolutamente mediocre”. El universo sería “una mezcla indiferente de bien y de mal, de belleza y fealdad, de orden y caos…”. Es decir, un universo que se parece mucho al nuestro.

6. El problema no tiene sentido. Ludwig Wittgenstein escribía en el Tractatus Logico-Philosophicus que “lo místico no es cómo es el mundo, sino que el mundo sea”, reconociendo que la pregunta de por qué hay algo en lugar de nada resulta, al menos, intrigante. Pero apenas unas líneas más abajo el filósofo concluye que “el enigma no existe”. Para el Wittgenstein del Tractatus, esta cuestión no es más que un pseudoproblema: hablar de por qué hay algo en lugar de nada no tiene sentido, es algo que excede los límites de nuestro lenguaje.

No es el único que cree innecesario debatir la existencia de las cosas. Henri Bergson consideraba que la idea de la nada absoluta era absurda: “No tiene más significado que un círculo cuadrado”. Se trata de “una pseudoidea, un espejismo conjurado por nuestra imaginación”.

El filósofo Adolf Grünbaum, nacido en 1923, también opina que estamos ante un falso problema. En su opinión y tal y como recogen Leslie y Kuhn en su libro, el universo ha de verse como un hecho natural. Ni siquiera tiene sentido hablar de lo que pasó antes del Big Bang ya que entonces no había tiempo. Es como preguntar qué hay al norte del Polo Norte. El cosmos, simplemente, es. Como decía Bertrand Russell, apostando por este hecho desnudo: “Diría que el universo simplemente está ahí, y eso es todo”.

Es una respuesta razonable. Sobre todo porque, si no la aceptamos, corremos el riesgo de no dejar de buscar. Como se explica en el blog de filosofía Reason and Meaning, no nos convence la idea de que el universo no tenga una causa o que sea su propia causa, pero cuando encontramos una posible explicación, nos preguntamos por qué esa explicación es la correcta y no otra, y si hay alguna explicación que, a su vez, la explique.

Al final, Morgenbesser tenía razón. Nunca estamos contentos.

Jaime Rubio Hancock

La Razón, vía Fe Adulta

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“¿Espiritualidad v. Religión?”, por Antonio Gil de Zúñiga

Domingo, 22 de febrero de 2015
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C6AEnviado a la página web de Redes Cristianas

Alguien me relató, no sé si desde su experiencia o de la de otro, que, visitando una iglesia de pueblo, se encontró allí a un niño de unos 9 años sentado en un banco de la iglesia. Después de hacer un recorrido visual por la iglesia se sentó también en un banco no lejos del niño. Allí estuvo un rato envuelto en el silencio. Tras unos minutos, entró el cura y viendo al niño, a quien debía de conocer, se dirige a él y le pregunta: “¿Qué haces aquí?”. El niño sin inmutarse le responde: “Nada”. Entonces el cura le dice: “Reza un avemaría”. El niño, obediente, reza el avemaría y se marcha.

El relato tiene un corolario inmediato: el cura (la religión) con su avemaría vocalizado interrumpe el sosiego espiritual de ese niño que, arropado por la penumbra y el silencio de la iglesia, está y vive la presencia del Misterio. Y que una vez rezado el avemaría considera que ha cumplido con su deber de orar a Dios y se marcha.

R. Panikkar nos dice que las “religiones son caminos, o mejor, proyectos de caminos para la plenitud humana”; o lo que es lo mismo, potenciar en el creyente, desde su libertad, la espiritualidad, es decir, la experiencia personal de sentir a Dios dentro de sí, para que se realice lo que bellamente escribía S. Bernardo: “A mayor interioridad, mayor dulzura”.

Pero las religiones, al menos la cristiana y las otras del Libro (la judía y el islam), a mi modo de ver, están lejos de ser proyectos de caminos para la plenitud humana, no porque en ellas se dé aquel dicho universitario, “quod natura non dat, Salmantica non praestat”; todo lo contrario, las enseñanzas y la vida de Jesús de Nazaret son factores vivenciales extraordinarios y vigorosos para alimentar una espiritualidad en plenitud. Pero nuestra religión cristiana se ha estructurado en torno a tres ejes cartesianos: el sacerdote, la norma y el rito. Y a lo largo de la historia más que ser creadores y potenciadores de espiritualidad en plenitud se han caracterizado por todo lo contrario: asfixiar la vida espiritual de los creyentes. Valga como ejemplo, aquel movimiento eclesial de espiritualidad intensa protagonizado por las beguinas, que se frustró desde la institución clerical y terminó llevando a la hoguera a algunas de sus protagonistas. A estas mujeres no se les permitió personalizar su fe con libertad y así poder experimentar el Misterio

Una religión que se nucleariza en torno a la norma y al rito, teniendo como centinela escrupuloso al sacerdote, no puede ser “proyecto de caminos para la plenitud humana”. La norma lleva a la condena, a la prohibición, al anatema. Nuestros obispos en el concilio Vaticano II se quedaron con el pie traspuesto, pues no entendían que un concilio no condenara a alguien o a alguna doctrina. En este sentido es lamentable la actuación, en sesión conciliar, del entonces obispo de Canarias quien apostrofando sobre los presentes en el hemiciclo conciliar les espetó: “¡Ojalá se derrumbe sobre nosotros la cúpula de S. Pedro, si se llega a aprobar el Decreto sobre Libertad religiosa”. No es de extrañar que Nietzsche considerara al cristianismo y a los cristianos como “agobiados de convicciones

Cuando Max Weber nos habla de dos tipos de religión: la profética y la mística, la religión cristina se sitúa históricamente más en el territorio profético que en el místico; pero es preciso señalar que con más frecuencia de la deseada se escora al lado más perverso, como es el de concretar en normas y ritos el anuncio de la promesa y del kairós de la plenitud humana. De ahí hay un paso a presentarnos a Dios como un Ser omnipotente y todopoderoso (judaísmo y cristianismo) o Alá es grande (el islam). Y entonces el fundamentalismo está a la vuelta de la esquina. La experiencia histórica de ello es dolorosa, como la recientemente vivida en Francia con el semanario de humor Charlie Hebdo. Llama poderosamente la atención que aún en nuestros días se rece o cante en la liturgia de las horas (1ª semana) el salmo 149, donde el poeta bíblico invita a que se alabe el nombre de Yavé con danzas y que los piadosos se regocijen con “vítores a Dios en sus gargantas”, teniendo en “sus manos la espada de dos filos, para tomar venganza de las gentes y castigar a los pueblos”.

La religión cristiana lleva en sus entrañas lo verdaderamente profético y lo verdaderamente místico, como para que el creyente (cualquier ser humano), despojado de todas las connotaciones del templo, que nos lleva al sacerdote, a la norma y al rito, desarrolle en su interior el deseo óntico de sentir a Dios en su interior, de vivir en su presencia, ya que, como dice J.P. Sartre, “ser hombre significa ser Dios”; o la experiencia profundamente espiritual del poeta bíblico (Salm. 27,8): “Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”.

La vivencia de la presencia del Misterio, que es el núcleo de la espiritualidad, tiene su origen, como he referido antes, en el anhelo óntico de cualquier hombre y mujer, que, como bien escribió Platón, el deseo es hijo de la indigencia, de la penuria. De ahí ese hambre de espiritualidad, que nos remite a la nostalgia de nuestro origen contingente y, por ende, al deseo de plenitud.

Ahora bien, si, como nos indica J. Habermas, “el pensamiento que no se decapita a sí mismo acaba desembocando en la Trascendencia”, la vivencia en nuestro interior de la presencia del Misterio, de la Deidad, que es lo que constituye la espiritualidad, ha de llevar a cabo una profunda y vigorosa transformación en el interior del ser humano. Es lo que JL Aranguren llama el para qué de la mística. La verdadera espiritualidad radica en estos dos rasgos inseparables: sentir, de una parte, el silencio del Misterio en lo profundo de uno mismo, hasta el punto de que, como nos trasmite Unamuno, “sólo perdido en Ti, es como me encuentro/… pues eres Tú más yo que soy yo mismo”; y, de otra, mirar alrededor, a la realidad circundante; hacerse “cargo misericordiosamente de la realidad”, como nos aconseja I. Ellacuría, mediante el compromiso personal, que conlleva una transformación liberadora de esa realidad histórica.

La espiritualidad, sea dentro o fuera de una religión, ha de vivenciar al unísono el Tú trascendente y el tú del otro. El Tú trascendente, como “huella de una ausencia, que sólo a través de ella se hace presencia”, según J. Martín Velasco, ha de vivenciarse desde el silencio, desde el mirar hacia dentro. El silencio de lo trascendente sólo se puede captar desde el silencio. Verdaderamente uno vive esta espiritualidad si experimenta un profundo cambio tanto en su ser como en su obrar, pues lo “importante, advierte Ibn Hazim, no es lo que una persona dice de su fe, sino lo que esa fe hace en esa persona”

Febrero 2015

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Sobre la Afectividad…

Martes, 13 de enero de 2015
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09c7a7_faf2be4cbc524f44a23ee5144daaaf3b.jpg_srz_p_481_403_75_22_0.50_1.20_0.00_jpg_srzEl hermano En arjé ha comenzado una serie de posts en el Foro, que creo merece la pena traer a la página web:

¿Qué es la afectividad?

Desde la razón pura se nos respondería algo similar a esto: la psicología usa el término afectividad para designar la susceptibilidad que el ser humano experimenta ante determinadas alteraciones que se producen en su entorno.

Peeeero… Aquí entran en juego las emociones y los afectos, ¿no?

Y, ¿cómo entran estas experiencias exteriores a nuestro interior? A través de “nuestro cuerpo físico”. ¿No? Por tanto, el cuerpo es el vehículo privilegiado de nuestras experiencias. Nuestra realidad física es nuestro vínculo con nuestro mundo, con el Mundo y forma parte de él. Formamos parte del Mundo. Tanto el Mundo como el Ser-humano (con su cuerpo incluído) somos imagen de Dios. Nuestro cuerpo forma parte de nosotros, no es malo, ni siquiera será rechazado el día de la Resurrección final, pues nuestro Señor no resucitó sin él. Como vemos, no siempre los dogmas de fe son malos.

Pues entonces, a parte de la “razón” (que sabe mucho), habrá que preguntarle también al “corazón” qué es lo que dice.

Pero con el corazón hemos topado. ¡Ah, amigo! Nos encontramos con ese gran desconocido y conocido a la vez. Con esa dimensión humana que está ahí, constantemente funcionando, recibiendo información y queriendo expresarse. Lo oímos, pero no lo escuchamos. No. Mejor dicho, no le dejamos hablar ni expresarse. En vez de escuchar y expresar lo que nuestro corazón nos dice, nos emperramos en traducir nuestras emociones y afectos con el lenguaje de la razón. Y ahí ya hemos metido la pata. Porque entonces, es como si quisiésemos hacerle decir al corazón lo que la mente quiere decir. Y no. No es así. Aquella frase famosa de Blaise Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, y algo similar que decían los medievales (la Escuela de san Víctor), va por ahí.

La razón es mecánica, automática, sistemática, de predominancia occidental, juiciosa (en el buen y en el mal sentido), condenatoria, lógica, numérica, consecuente, controladora, busca respuestas exactas y demostrables, empírica, científica, se expresa en el lenguaje hablado y escrito.

El corazón es más contemplativo; de predominancia oriental; no tiene mapas ni sistemas determinados; no razona sino que intuye; no habla por la boca en palabras, sino que imagina; no se expresa exclusivamente en el lenguaje escrito, sino que usa el lenguaje artístico; lo musical, lo tridimensional lo acompañan…

Desde los tiempos antiguos hasta hoy, nuestra dimensión racional, nuestra mente ha estado castigando a nuestro cuerpo y a nuestro corazón. Aquel ejemplo del mito del “Caballo alado” del Fedón de Platón, en el que la razón tiene que castigar con el látigo al caballo negro que son los afectos (el corazón), para “guiarlo”. Las autodisciplinas corporales, la letra con sangre entra, el no reconocer nuestros valores para no caer en soberbia o vanidad, el no mirarnos al cuerpo, los saludos distantes, los abrazos secos, los besos de judas, no decir lo que sentimos por si piensan no-sé-qué o se ríen de mí, y así un largo etc.

Hemos crecido así. Y no sabemos hacerlo de otra manera, porque no nos lo han enseñado. Y siempre que sentimos algo, tenemos que cribarlo por la razón, para establecer un juicio sano sobre esos sentimientos. Y, ¿para cuándo al revés? Lo que nuestro corazón nos dice o intenta decir, ¿siempre es perjudicial para el resto de la persona? ¿No somos los cristianos los abanderados de la religión del Amor? ¿Dónde queda la verdadera devoción al Corazón (humano y divino) de Jesús, si lo del corazón es malo?

Los autores de la filósofía clásica pensaban así, pero también es cierto que hablaban (Aristóteles) de que la virtud residía en un término medio (“in medio virtus”). Por tanto, de la mano de ellos mismos podríamos sostener lo siguiente: “la razón, como encargada de las valoraciones y las medidas, puede ayudar a discernir al corazón para que éste no cometa atrocidades, ni se deje engatusar fácilmente por los fuertes sentimientos sin saber tomar cartas en el asunto de manera serena y con criterio, y así no sufrir. Al mismo tiempo el corazón, con su dimensión intuitiva, trascendental y misericordiosa debe decirle a la razón lo que ella no sabe, pero que éste ha aprehendido a través de las vivencias, las emociones y los sentimientos. El corazón puede ayudarle a la mente a quitar prejuicios, a pensar con el corazón y no sólo con la lógica, que las personas no somos ecuaciones de segundo grado, ni raíces cuadradas, ni súbditos que cumplen dogmas así sin más. Sino seres vivos semejantes a Dios“.

viewimage_story.phpPero, ¿cómo escucha la mente al corazón? En el silencio interior. En la contemplación, porque contemplar significa que los juicios de la razón no participan, se quedan suspendidos, como entre paréntesis. Solo haciendo silencio podemos escuchar a nuestro corazón. ¿Por qué no lo experimentamos? San Buenaventura hablaba del corazón como el tercer ojo, el ojo de la contemplación, el que nos lleva a las realidades trascendentales, las que superan la lógica formal, es decir, las que la razón no entiende. Y no digamos ya la del año teresiano, la Santa Madre, que se recogía en su oración suspendiendo las potencias del alma (persona): la memoria (razón), el entendimiento (corazón) y la voluntad (obras, experiencia); y no era tonta.

Tenemos que aprender a educar el corazón, la mente y el cuerpo. Pero no por encima de las demás dimensiones humanas, sino en su lugar correspondiente. Tenemos que caminar hacia una espiritualidad más integral, más sana y sanadora, más humanizadora, donde TODO entre en juego, donde todo se valore. No sé si lo de la Nueva Evangelización no tendría que ver con esto.

Muchos de nuestros sufrimientos se provocan en nosotros, o nos los provocamos nosotros, por no asimilar e integrar bien, porque hay un desequilibro en nuestra vida, porque algo no funciona bien, porque no estamos a gusto con algo o alguien. No hemos nacido para sufrir, aunque haya dolor, sino para aprender a vivir en medio de lo que venga. Sin miedo. Queriéndonos, a nosotros mismos y a los demás.

Besos y abrazos para tod@s.

En arjé.

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Recordatorio

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