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“Coronavirus: escenario, oportunidad y recursos pedagógicos”, por Enrique Martínez Lozano.

Jueves, 26 de marzo de 2020
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las-personas-lgbtq-con-mayor-riesgo-de-contraer-un-coronavirus-advierten-a-los-grupos-de-apoyo-0Prueba a decir “sí” a lo que hay. Nota la paz que nace de la aceptación profunda. Y deja que ese “sí” te alinee con la vida y que su dinamismo te mueva a la acción adecuada.  

Tiendo a ver las crisis –como esta que ahora nos afecta– como un escenario y una oportunidad, contando con algunas herramientas que ayuden a vivir la dificultad de manera constructiva.

Un escenario en el que aparecen:

  • consejos e interpretaciones, llegando a decir que el coronavirus es un “castigo de Dios”, una “represalia de la naturaleza” o incluso una “fabricación intencionada por parte de grupos de poder económico”;
  • reacciones histéricas: desde compras excesivas hasta bulos que fomentan el pánico;
  • nuestros miedos, que saltan a escena en cuanto algo descoloca nuestros planes;
  • nuestro apego, y el consiguiente miedo a todo lo que sea pérdida: de salud, de dinero, de hábitos, de seguridad…, detrás de los cuales late siempre el miedo a la muerte; suelen ser miedos a los que habitualmente –en condiciones “normales”– intentamos mantener bajo control, ignorándolos o compensándolos, pero que afloran cuando las circunstancias nos ponen ante lo que percibimos como amenaza grave;
  • el hecho evidente de que no tenemos el control del que nos gusta presumir;
  • y la realidad igualmente evidente de la impermanencia: en el mundo de las formas –el mundo manifiesto– no hay ni puede haber nada estable; lo único permanente es que todo cambia.

Una oportunidad:

  • para replantearnos y reajustar nuestro modo de ver la vida y nuestro modo de vivirnos; al descolocarnos, las crisis –si sabemos aprovecharlas– nos obligan a preguntarnos para qué, cómo y desde dónde vivimos;
  • para reconciliarnos con nuestros límites y nuestra vulnerabilidad;
  • para crecer en solidaridad, ayudando especialmente a quienes se sienten más frágiles ante esta situación o, al menos, no tener comportamientos que aumenten la amenaza de contagio, aunque ello implique negarnos acciones que desearíamos, pero que pueden conllevar riesgos para otras personas;
  • para crecer en empatía y en compasión, que implica ponerse en el lugar de los otros, sobre todo de los más frágiles, y no girar únicamente en torno al miedo o malestar propio;
  • para alinearnos con la vida y todos los seres: somos uno;
  • para reconocer que el camino de la sabiduría y de la paz es la aceptación; aceptar no es resignarse ni aprobar lo que ocurre, sino sencillamente reconocerlo hasta, en el buen sentido de la palabra, rendirnos a la Vida y a lo que esta nos trae en cada momento;
  • para comprender lo que realmente somos: aquello que no cambia cuando todo cambia; aquello que permanece y es consciente de los cambios; aquello que no puede ser dañado por ninguna crisis, ningún miedo, ninguna pérdida y ninguna muerte. Somos el Silencio del que nacen las formas y los ruidos, Aquello estable y permanente donde todo está bien.

Unas herramientas para el aprendizaje:

  • compartir los miedos con alguna persona sensata y de confianza; es importante que reúna esa doble condición: al verbalizar los miedos, tomamos distancia de ellos, pierden su poder de atraparnos, al tiempo que experimentamos el regalo de la comprensión y de la solidaridad ajena;
  • aceptar la impermanencia: no hay nada que no sea impermanente, todo es cambio constante: al ganar le sigue el perder, al reír el llorar, al aferrar el soltar, a la tranquilidad la inquietud…, al nacer el morir;
  • cuidar el amor incondicional hacia sí: es el mayor poder del que disponemos en el nivel psicológico; se trata de cuidar la cercanía amorosa hacia sí y el diálogo interno constructivo para aprender a estar consigo mismo/a en todo momento; si siempre necesitamos el amor hacia nosotros, con más razón cuando aflora nuestra mayor vulnerabilidad;
  • comprender el funcionamiento del cerebro: puede haber diferentes factores –marcadas conexiones neuronales, grabadas a fuego desde muy atrás– que explican el funcionamiento particularmente disfuncional del cerebro en circunstancias de crisis, que embarca a la persona en bucles sin salida de cavilación, rumiación obsesiva, dramatización, culpabilidad, inseguridad irracional, pánico…; en estos casos, es preciso ser paciente con el propio funcionamiento cerebral, sin entrar en los vericuetos que propone;
  • soltar, consciente y voluntariamente, todos aquellos pensamientos que generan miedo obsesivo e inseguridad irracional: cada vez que aparecen –son involuntarios y pueden ser automáticos–, los dejamos caer, como si fueran una nube pasajera; no los “recibimos” en nuestra casa ni, mucho menos, los “alimentamos” dedicándoles tiempo;
  • practicar el silencio, para tomar distancia de la mente pensante y anclarnos en la atención; experimentamos cómo, al atender la respiración, todo el movimiento mental y emocional puede ir acallándose; y al conectar con el Silencio, descubrimos que, en ese nivel, no hay crisis ni etiquetas, miedos ni juicios: el Silencio, al “bajar el volumen” del ego, reduce también sus gritos; la práctica puede conducirnos a comprender que somos precisamente ese Silencio, como fondo permanente y estable de todas las formas impermanentes;
  • vivir la responsabilidad en todo lo que está en nuestra mano, como gesto de solidaridad y de amor: en situaciones de crisis colectivas, aparecerán reacciones de todo tipo, dependiendo de dónde –psicológica y espiritualmente– se encuentre cada persona; pero ese aspecto colectivo de la crisis requiere asumir con responsabilidad aquellos comportamientos que ayuden a las personas y favorezcan el buen funcionamiento de la vida social, desde evitar riesgos innecesarios hasta promover actitudes de servicio; y no es una cuestión meramente individual, sino que se trata, en el sentido más profundo, de un compromiso social;
  • desdramatizar e incluso dejar lugar al humor; me envían por whatsapp –la aplicación tiene mucho “alimento” con estas cosas– una reflexión que se está compartiendo mucho en Italia: “A nuestros abuelos les pidieron que fueran a la guerra. A nosotros solo nos piden que nos quedemos en casa”.

Conclusión:

Si tuviera que resumir las actitudes básicas para vivir una situación de este tipo, lo haría con estas palabras: cuestionamiento, amor, aceptación, responsabilidad y solidaridad.

Y para terminar:

¿También aquí es aplicable el principio de que “lo que viene conviene”?

Algunas personas me lo han preguntado, entre la ironía y el enfado. La respuesta que me brota es la siguiente:

  • Esa afirmación no significa en absoluto justificar lo que está sucediendo; tampoco aprobarlo ni resignarse.
  • Más aún, tal afirmación no se refiere directamente a los acontecimientos que ocurren, sino a la actitud adecuada para vivirlos.
  • Recordemos la máxima que establecía el gran místico cristiano del siglo XIII, el Maestro Eckhart, como principio de sabiduría cotidiana: “Que el hombre acepte todas las cosas como si él mismo las hubiese deseado”.

Así entendida, me parece que aquella frase constituye la clave acertada para vivir todo lo que nos sucede. Aceptamos lo que hay –y si hay que pasar el coronavirus, lo pasaremos–, nos ejercitamos en decir “sí” a la Vida –aunque nuestra mente no lo entienda o incluso se resista– y comprendemos que, más allá de lo que percibimos en la superficie, la Vida es un proceso inteligente y sabe lo que hace: en lo más profundo de lo real, hay Algo que sabe.

Una vez alineados o alineadas con la realidad, brotará de nosotros todo aquello que haya de hacerse. Pero eso nacerá, no desde la resistencia, la rabia, el enfado o el miedo, sino desde la aceptación profunda que permite que brote en cada caso, no la acción programada por el ego, sino aquella desapropiada que, por eso mismo, resulta adecuada en la situación concreta.

Enrique Martínez Lozano

Fuente Boletín semanal

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“Fundamentalismo religioso: ¿amenaza u oportunidad?”, por José Mª Castillo

Domingo, 25 de enero de 2015
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061217-las-tres-religiones-culturas-alianza-de-civilizaciones-laicista-fundamentalismoLeído en su blog Teología sin Censura:

Los recientes y dolorosos incidentes, ocurridos en Paris y provocados presuntamente por los fundamentalistas religiosos de la yihad islámica, han hecho saltar todas las alarmas no sólo en Francia, sino en toda Europa. Los políticos y los cuerpos de seguridad del Estado se han puesto lógicamente en estado de máxima alerta. En cada país, los gobernantes le dicen a la gente que no tengan miedo, que todo está asegurado y garantizado el orden. No hay motivos de preocupación, ya que contamos con policías armados y cuerpos de seguridad que nos garantizan a todos la necesaria estabilidad para vivir tranquilos.

No hay razones para dudar de que nuestros políticos, al decir estas cosas, nos transmiten la verdad. Y la eficacia con que ha procedido la policía francesa es la prueba más evidente de que estamos protegidos. El problema, por tanto, no está en que las fuerzas de seguridad no dispongan de los medios que necesitan para defendernos. El problema está en que el enemigo, en este caso, supera en peligro todos los medios de defensa que puedan tener los medios de seguridad del Estado. Porque la lucha está planteada entre fuerzas muy dispares. Los medios con que cuenta la policía se basan en la técnica. Los medios con que cuenta el fundamentalismo religioso se basan en la conciencia y en ocultos intereses relacionados con la conciencia. Ahora bien, esto quiere decir que los medios con que cuenta la policía son conocidos, mientras que los medios con que cuenta el terrorismo religioso no son (ni pueden ser) conocidos. Por eso los terroristas fanáticos de una religión atacan dónde, cuándo y como menos se puede imaginar y de forma que nadie podía sospechar lo que sucede o ha sucedido. Si somos sinceros, no tenemos más remedio que reconocer que esto es así. Por más desagradable o costoso que resulte reconocerlo.

Pues bien, estando así las cosas, ¿qué hacer? Por supuesto, en lo que se refiere al papel, que corresponde a los cuerpos de seguridad del Estado, lo que hay que hacer es apoyar el esfuerzo enorme que vienen realizando para asegurar nuestra protección ante las amenazas del terrorismo religioso. Pero, dicho esto, es decisivo tener muy claro que el camino de la solución radical no será el que nos tracen los políticos, con sus reuniones y acuerdos, ni el que nos puedan ofrecer los policías, con sus armamentos y estrategias. Si la raíz del peligro está en las conciencias, lo que urge pensar a fondo es si podemos – y debemos – renovar las religiones de forma que, en ellas, no tengan lugar las conciencias de los terrorismos fundamentalistas. ¿Es eso posible? Más aún, ¿es eso no sólo conveniente, sino incluso necesario?

El dato capital, en todo este asunto, radica en que el punto de partida del hecho religioso no estuvo en la fe en Dios, sino en la fe en los rituales religiosos. Estoy hablando de los lejanos tiempos del paleolítico superior. Más aún, abundan los paleontólogos convencidos de que ya los neanderthal practicaban el entierro ceremonial de los muertos, de forma que actividades semejantes habrían ido acompañadas de ideas religiosas desde hace alrededor de cien mil años (Konrad Lorenz, E. O. Wilson, K. Meuli, W. Burkert, H. Kühn). Así las cosas, se ha dicho con razón que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. Van der Leeuw; cf. R. P. Marret, M. P. Nilsson). Y la historia posterior, hasta nuestros días, se ha encargado de dejar patente que los individuos, desde la niñez, y la sociedad en general al igual que la cultura, asimilan con más facilidad y claridad la fe en los ritos que la fe en Dios. Es frecuente que la gente se aferre a las observancias rituales, en tanto que la seguridad y la claridad, en lo que concierne a Dios, resulta para muchos algo problemático, quizá dudoso y, en todo caso, un sentimiento amenazado por la oscuridad. Las observancias rituales tranquilizan las conciencias. El asunto de Dios es, para muchos, un problema nunca resuelto y que, tantas veces, se vive como un misterio o, al menos, como un enigma.

No es posible analizar aquí la hondura y las consecuencias de lo que acabo de indicar. Pero hay algo, muy fundamental, que no podemos dejar al margen. Se trata de un hecho que estamos viendo a diario y por todas partes. Me refiero a la cantidad de fieles, que nos confesamos creyentes, pero que en nuestra vida somos más estrictos observantes de los rituales religiosos que estrictos cumplidores de las exigencias éticas que tendríamos que cumplir como ciudadanos ejemplares. Reducimos nuestra religiosidad a determinadas prácticas rituales, al tiempo que excluimos de nuestra religiosidad el respeto, la tolerancia, la sensibilidad ante el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento de los más débiles. Y así sucesivamente. Hasta llegar a hacer compatible la estricta observancia de la religión con la violencia más brutal ante todo aquello con lo que no estamos de acuerdo.

Esta violencia, por lo demás, es comprensible. Y con frecuencia resulta inevitable. Porque la religión es la creencia en un poder absoluto. La que lógicamente se traduce en la obligación indiscutible de una obediencia absoluta. Ahora bien, desde el momento en que el centro de la vida (y el futuro de la salvación) depende de una obediencia absoluta, la consecuencia inevitable es que tal obediencia se antepone a todo lo demás, incluso a la vida misma de quienes se oponen o dejan de cumplir semejante obediencia.

Naturalmente, una persona que piensa y vive así, no puede estar de acuerdo con la modernidad, con la sociedad secular, en la que los derechos fundamentales del ser humano se anteponen a todo cuanto pueda limitarlos y sobre todo reducirlos o anularlos. Ahora bien, desde el momento en que nos encontramos con este problema, por eso mismo tropezamos con las raíces del fundamentalismo religioso. Es el problema que ya intuyó, en 1909, el profesor de la Universidad de Harvard Charles Eliot, cuando insistió en que el dilema de los cristianos, en el mundo moderno, es el dilema que consiste en si ponemos el centro de nuestra fe en las exigencias éticas o más bien lo situamos en la fidelidad a las creencias ortodoxas y a los rituales sagrados (cf. Karem Armstrong). Como es lógico, los fundamentalistas religiosos centran de tal manera (y hasta tal extremo) su vida y sus intereses en la fiel observancia de los rituales sagrados, que anteponen esa observancia a la vida misma. La vida de quien sea y en lo que sea. Hasta el extremo de estar dispuestos a matar, o dejarse matar, con tal de no permitir que la sociedad democrática, laica y secular se sobreponga a la sociedad condicionada y sumisa a las exigencias de la religión.

En el caso del cristianismo, es conocido el enfrentamiento de los creyentes, sobre todo de la clase alta, a las libertades y derechos del hombre y del ciudadano, tal como habían sido promulgados por la Asamblea Francesa en 1789. Desde entonces, es conocida la postura intransigente de hombres como Louis Bonald, Joseph de Maistre y La Mennais, en Francia, Karl Ludwig von Haller y Friedrich von Hurter, en Alemania, Donso Cortés en España. Y no hay que olvidar la resistencia del papado, desde Pío VI (en 1790) hasta Pío X (en 1906), en cuanto se refiere a las dos grandes exigencias de la modernidad: la igualdad y la libertad.

No pretendo entrar en la complicada historia reciente del fundamentalismo judío e islámico. Me limito a recordar, por lo que se refiere a la actualidad de éste último, los nombres de Mustafa Kemal Ataturk (1919-1922), en Turquía, y Rashid Rida (1922-1923), en Egipto, que propugnaron sociedades más de corte moderno que de fidelidad al pasado islámico por el que se habían regido hasta comienzos del siglo XX. Desde entonces, en el mundo islámico, hay no pocas personas y grupos que ven, en la sociedad secular y democrática, una amenaza para la integridad y estabilidad de sus creencias.

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Budismo, Cristianismo (Iglesias), Espiritualidad, Hinduísmo, Islam, Judaísmo , ,

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