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“El Evangelio y la política. Primera Parte: Navidad”, por José Mª Castillo

Jueves, 20 de diciembre de 2018
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Three Kings Desert Star of Bethlehem Nativity Concept De su blog Teología sin Censura:

Cuando Jesús andaba por el mundo, a nadie se le ocurría pensar que la religión y la política estaban separadas. En Roma decía la gente que el Imperio era lo que era por mandato de los dioses (Warren Carter). O sea, que religión y política estaban, en tiempos de Jesús, más unidas de lo que imaginamos. Lo que, sin duda alguna, es más importante de lo que se puede sospechar cuando se trata de comprender lo que estamos viviendo ahora, tanto en religión como en política, y lo que realmente sucedía en los remotos tiempos del Evangelio.

Antes de entrar en detalles, es importante que quede claro un dato fundamental: los evangelios son “teología narrativa”. Es decir, los evangelios contienen y comunican una “teología” que no se transmite por medio de “ideas y teorías”, sino utilizando “relatos”, que se toman de la vida diaria. Lo cual quiere decir que lo importante, en los evangelios, no es la “historicidad” de lo que se narra, sino su “significatividad”. ¿Qué se nos quiere enseñar con cada narración? Esto es lo que interesa. Sólo así y desde tal punto de vista, podemos entender los evangelios.

Esto supuesto – y sea cual sea la “historicidad” de los relatos de la infancia de Jesús – la “significatividad” de tales relatos es más importante de lo que imaginamos. Empezando por el relato de los “magos” (que ni eran reyes, ni se sabe si eran tres). En lo que yo me fijo es en un detalle importante, que destaca el evangelio de Mateo: el rey Herodes, que “se sobresaltó” (Mt 2, 3) por la venida a Jerusalén de aquellos personajes buscando al “recién nacido rey de los judíos” (Mt 2, 2), para resolver el problema de aquel posible amenazante competidor de su poder, no recurrió a los “militares”, sino a los “hombres de la religión” (Sumos Sacerdotes y letrados del Templo).

Pronto empezó este lío en el cristianismo también. Para resolver un problema político no se echa mano de policías y militares, sino que se acude a obispos y curas. Sin duda alguna, la derecha política de hoy, no tendría el éxito que está teniendo si no contara con la seguridad o el silencio (según los casos) de la religión. No enjuicio este hecho. Me limito a recordarlo.

En todo caso, a lo dicho sobre los “magos”, vendrá bien añadir lo que sabiamente supo formular M.Horkheimer: “las religiones universales… desde un principio fueron pensadas como andaderas”. Y tenía razón. Sin la seguridad, que les da lo que dice (o se calla) la Iglesia, los profesionales de la política no podrían dar ni un paso.

Pero lo peor de todo es que el episodio de los “magos” tuvo malas consecuencias. Todos sabemos que esta leyenda terminó en la matanza de los inocentes. Menos mal que, por medio de “sueños”, “ángeles” y “visiones nocturnas”, intervino el cielo y los padres de Jesús pudieron salvar al niño. Huyendo al extranjero, sin papeles ni seguridad alguna, se fueron lejos, a un país extraño. Algo así como lo que ahora ocurre con los que, cada noche, llegan a nuestras costas en barcos y pateras, huyendo de la muerte y buscando refugio.

La historia se repite. Por suerte, en el Egipto de aquellos tiempos no mandaban los que ahora mandan en los países ricos. Ni había fronteras con murallas, alambradas y concertinas, además de una importante dotación de policías o fuerzas militares. El relato del evangelio de Mateo no se ocupa para nada de estos datos. Ni informa de dónde vivió o como vivió Jesús y su familia. Ni sabemos el tiempo que tuvieron que vivir como emigrantes. Lo único que informa el relato de Mateo es que tuvieron que esperar a que el tirano muriera, para poder volver a su patria. Lo único que podemos decir con seguridad es que, fuera quien fuera el que ejercía el poder político en el Egipto de aquellos tiempos, menos mal que, por lo visto, no compartía las ideas y la conducta que se está imponiendo en la creciente xenofobia que manda o pretende mandar en la Europa de ahora.

Por supuesto, tengo en cuenta que no se puede equiparar la gestión del poder del Imperio con las ideas, las leyes y los poderes de las modernas democracias. Pero incluso teniendo muy presentes las enormes diferencias que existen entre los poderes del Imperio y los derechos de nuestras modernas democracias, demos gracias a Dios (o a quien corresponda) que, en el Egipto del s. I, no mandaban los poderes fundamentalistas del s. XXI. Porque es evidente que, si entonces hubieran mandado en Egipto los poderes que ahora mandan en la UE, lo más seguro sería que tales poderes tendrían que buscarse otra religión para sentirse seguros.

¿Se comprende ahora la actualidad política del Hecho Religioso, concretamente del Evangelio?

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“La religión y el dinero”, por José Mª Castillo

Viernes, 20 de abril de 2018
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23523-jpgLeído en su blog Teología sin censura:

El conocido historiador de la cultura religiosa de la Antigüedad, el profesor Peter Brown, en su reciente y conocido estudio sobre la riqueza y la construcción del cristianismo en Occidente (Por el ojo de una aguja, Barcelona, Acantilado, 2016), ha estudiado detenidamente y a fondo cómo se produjo el asombroso enriquecimiento de la Iglesia primitiva en los años en los que se vivió más intensamente la transición de la Antigüedad a la Alta Edad Media. Concretando más – a juicio del citado Peter Brown – estamos hablando de los años que transcurrieron desde finales del siglo IV hasta comienzos del siglo VI.

En aquel tiempo se produjo un fenómeno de unas consecuencias inimaginables. Por supuesto, la Iglesia dejó de ser “un ejército de desheredados”, como lo había sido en los siglos II y III (E. R. Dodds). Pero el paso decisivo consistió en que aquella Iglesia, que se enriquecía con notable rapidez, supo armonizar la riqueza económica con la espiritualidad. Es decir, desplazó el cristianismo desde el Evangelio hasta convertirlo en “mera religión” (cf. Max Horkheimer). Como indica el profesor Brown, quizá se pueda decir que así “los budistas y los cristianos tal vez hayan encontrado el modo de llegar a una solución común”.

¿Qué tipo de solución? Tanto los budistas como los cristianos sabían que quienes comían con el diablo de la riqueza necesitaban una cuchara larga. Sin embargo, quizá era precisamente la longitud de la cuchara lo que les daba una ventaja. El ideal de despego de las cosas mundanas dejó a la riqueza sin glamour, pero no la hizo desaparecer; de hecho, reforzó sutilmente la idea de que la riqueza tenía una razón de ser: estaba allí para usarla, para administrarla con eficacia y sensatez en beneficio de la Iglesia.

Así, el “giro decisivo” – en la historia de la Iglesia – no se produjo en el s. XI, en los pontificados de León IX (1049-1054) y Gregorio VII (1073-1081) (Y. Congar), sino mucho antes. Ya, en el s. V, se produjo el “giro determinante”. Porque el cambio, que lo modificó todo, no tuvo su clave en el ejercicio del poder para el gobierno de la Iglesia. Ese cambio estuvo en el desplazamiento del Evangelio a la Religión. Es decir, cuando lo que define a un cristiano no es ya el “seguimiento” de Jesús, sino la observancia” de lo sagrado (templo, sacerdotes, rituales…).

Todo esto, como es lógico, representa tener un personal “profesionalizado”, unos edificios, centros de estudio bien cualificados. Todo esto, además, dotado de un “poder sagrado”, que conlleva y se traduce en una serie de poderes jurídicos, sociopolíticos, económicos, doctrinales, etc., que necesitan mucho dinero, mueven abundante riqueza y justifican manejar importantes capitales.

Las consecuencias, que todo esto ha motivado, legitima y justifica son bien conocidas. La más importante, de esas consecuencias, es que, si se aceptan estos cambios y se consideran intocables, la Iglesia no tiene más remedio que vivir, en cosas muy fundamentales, en contradicción con el Evangelio. Por supuesto, la Iglesia se esfuerza y trabaja incesantemente por estudiar, comprender y explicar el Evangelio. Pero no puede vivir en coherencia con él. Ni puede ser consecuente con lo que el Evangelio enseña.

Concretamente, Jesús prohíbe a los apóstoles llevar dinero para anunciar el Evangelio (Mt 10, 9-10 par). Jesús estaba persuadido de que el dinero, no sólo no es necesario para hacer presente el Evangelio. Además de eso, si Jesús prohibió a los apóstoles llevar dinero, eso nos viene a decir que – a su juicio – el dinero es un impedimento para anunciar su mensaje.

Por lo demás, en la sociedad de todos los tiempos y más aún en la cultura en que vivimos, tener y manejar dinero es un condicionante que lleva consigo estar de acuerdo con los poderosos y adinerados, con el gran capital y con los medios, instituciones y procedimientos que utilizan los ricos y acaudalados para mantener y acrecentar su riqueza. Si la Iglesia es una institución rica y prepotente, ¿cómo va a tener libertad para decir a los ricos y prepotentes lo que les tendría que decir?

Y quede claro que aquí no vale el argumento de la caridad y la limosna, que la Iglesia practica en abundancia y con notable generosidad. Pero no olvidemos nunca que las desigualdades e injusticias, que tanto abundan, no se resuelven con limosnas, sino con la justicia y el derecho. Vivir “de limosna” es una de las cosas más humillantes que hay en la vida. Lo que necesitamos es un mundo más justo e igualitario.

Por todo esto, por lo que estoy diciendo, ¿cómo nos va a sorprender o escandalizar el hecho de que la Iglesia se calle ante tantos escándalos de corrupción como los que estamos viendo y soportando? ¿Quién puede exigir a los demás lo que él mismo no practica? ¿Por qué el actual obispo de Roma, el papa Francisco, está teniendo las más fuertes resistencias, no de parte de las masas populares, de los pobres, de las gentes marginales, sino de los prepotentes de este mundo y, sobre todo, de una notable parte del clero y de la Curia Romana?

Aceptemos, de una vez para siempre, que mientras la Iglesia no se ponga a vivir el Evangelio, de forma que todo el mundo lo vea y lo palpe, esta Iglesia nuestra tendrá buenas relaciones con los poderes públicos y con los más poderosos de este mundo, pero por eso mismo vivirá como una institución religiosa, que difícilmente podrá estar, en este mundo, como lo que realmente tiene que ser, el “recuero peligroso” de Jesús.

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“Creer (III)”, por Gema Juan, OCD.

Miércoles, 14 de mayo de 2014
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14027474442_cb475e0120_mLeído en su blog Juntos Andemos:

El breve recorrido hecho apunta continuamente a la fe como encuentro y a la certidumbre de que «no estamos huecos en lo interior», sino habitados. El ser humano es más de lo que aparenta, como recuerda la misma Teresa: «Veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces».

Habitados por un Dios inmenso que, a la vez, está muy cerca. A Teresa le preocupa que se presente a Dios como un ser lejano e inalcanzable, porque impide encontrarse con Él: «viene todo el daño de no entender con verdad que está cerca, sino imaginarle lejos». Y anima a «no extrañarse de [tener] tan buen huésped», porque la grandeza de Dios está en que no se le «pueden agotar sus misericordias».

Como tantos creyentes, Teresa de Jesús ha vivido de fe y a través de la confianza se ha unido a Dios. Del mismo modo que ella, son muchos los que desde todos los márgenes, han buscado al verse asaltados por una presencia, al intuirla o, sencillamente, al desearla.

Algunos desde muy lejos, como Simone Weil, que decía: «en toda mi vida, jamás, en ningún momento, he buscado a Dios». Sin embargo, tendrá una experiencia de una intensidad estremecedora. Siente que Cristo se hace presente y la toma. Y dirá que era «una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano».

Pascal hablará de «una invasión» que le conmueve la vida, para expresar cómo Dios se le había acercado. Y, al igual que sucede a Simone y Teresa, una certeza inamovible se instala en su vida. Cuando Dios irrumpe, cuando se hace presente y caen las barreras interiores que impiden el encuentro, no queda rastro de duda —«queda una certidumbre grandísima», dirá Teresa.

Edith Stein, en cambio, refleja una experiencia serena y silenciosa, pero que contiene un impulso íntimo y una «certeza embriagadora», como ella misma dice. Hablará de un «hecho real, no sentimiento», de los testigos que la han despertado, de poner la vida entera «en contacto con Dios» y de «estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables».

Descubre la presencia viva: «Percibo nueva vida en mí… Esta corriente vivificadora proviene de una actividad y una energía que no son las mías, pero que se realizan en mí». Y una aventura que envuelve la vida entera: «Es un mundo infinito que se abre como algo absolutamente nuevo, si uno comienza, en lugar de vivir hacia fuera, hacia adentro».

A Manuel García Morente, que se había llegado a sentir roto en medio del mundo, resentido y perdido de sí, el Dios inmenso, desdeñado por su lejanía e insultante omnipotencia, se le presenta como real, de carne y hueso, tan cercano que no pudo esquivarlo: «Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí». En adelante, una «convicción inquebrantable» acompañará a Manuel: «era Él». Era Dios.

Son solo unos pocos testigos, entre la muchedumbre de los que se ha encontrado con Dios, de quienes se han dado cuenta de que «es muy buen vecino». Han dejado atrás las dudas, porque la experiencia íntima que han vivido tiene efectos que se prolongan en el tiempo. Esa vivencia no quita las vacilaciones que acompañan la vida, ni otras soledades, pero regala una certeza única: «sabemos que siempre nos entiende Dios y está con nosotros. En esto no hay que dudar».

Creer es una decisión profundamente personal que se puede tomar de modos muy diversos. Desde la periferia de las religiones, tal vez sin confesar un Dios personal, pasando por encuentros arrebatadores o pacíficos, hasta decisiones como la de Teresa de Lisieux que, desde el seno mismo del cristianismo, elige creer en medio de la duda más dolorosa y radical.

Teresa explica que Dios «da de muchas maneras a beber», según es cada persona. Y que «hay muchos caminos en este camino del espíritu», para que cada ser humano pueda llegar a encontrarse con Dios. Tiene «tantas maneras y modos» de comunicarse, que no hay obstáculo que sea insalvable para «quien es la misma Sabiduría».

Y añadirá que, como quiera que se dé la experiencia, cualquiera que sea la manera en que Dios se comunica, ese contacto deja un rastro inequívoco: «Queda el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase».

«Servirle más» es conectar el impulso íntimo del que habla Edith con el «inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que esta debe cambiar… y se abra paso la justicia». Horkheimer definía de esta manera la religión «en el buen sentido». Así se puede definir la experiencia espiritual en el buen sentido y la mística, cuando lo es en verdad. La fe, en definitiva, cuando es auténtica y personal.

Los testigos que hablan de su encuentro con Dios son los mejores sherpas en el camino de la fe. Unos como destellos y otros como faros, todos dando luz y esperanza para no andar ciegos. Ellos, como Moisés, han visto la «espalda» de Dios: han experimentado su misericordia y su lealtad hecha carne, compañera de vida. Y, viendo, han creído.

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