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“Adviento, un ensayo para la esperanza”, por José Manuel Bernal

Viernes, 13 de diciembre de 2019
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Adviento_161115No me canso de insistir. Adviento no es precisamente una especie de gran novena que nos prepara a la fiesta de Navidad. El adviento es una invitación a la esperanza. Pero esa esperanza no es una experiencia convencional, ficticia, impostada artificialmente; ni siquiera un ejercicio de esperanza reducido a cuatro semanas y que termina el día de Navidad. La esperanza a que nos invita el adviento trasciende el marco de lo litúrgico, va más allá.

La clave de interpretación nos la ofrece la liturgia del primer domingo de adviento, con sus lecturas y oraciones. Nos invita a fijar nuestra mirada en la última venida del Señor, al final de los tiempos, en la parusía final, cuando serán consumadas las promesas mesiánicas, cuando se harán realidad definitiva el hombre nuevo y la nueva tierra. Será la gran reconciliación, la gran reunión de los dispersos, de los diferentes. La paz reconciliadora del Cristo cósmico se hará realidad para siempre.

Esa es la meta que provoca y alimenta la esperanza, la que tensiona nuestra vida y la impregna de fuerza y dinamismo. Por eso decimos que la esperanza del adviento sobrepasa el marco de la liturgia, estimula la totalidad de nuestra vida cristiana convirtiéndola en un adviento permanente.

Pero hay que acelerar la venida del Señor, la instauración de su Reino. No nos  podemos cruzar de brazos. No hay que dejar todo para el más allá. Hay que empezar ya a construir el Reino; tenemos que allanar los caminos. Es cierto, el Reino ya está presente, ya es una realidad, pero incompleta; nuestros logros son positivos, cierto, pero provisionales. Como sugieren algunos teólogos estamos anclados en la realidad penúltima, no en la última.

Nuestra espera debe ser activa, revolucionaria y constructiva. Tenemos que denunciar y condenar todo lo que se opone al gran proyecto de Jesús: la injusticia, el egoísmo, la violencia, el atropello de las libertades y los derechos. Por el contrario, debemos alimentar y potenciar la instauración de los grandes valores del evangelio: la paz, el amor fraterno, la solidaridad, el respeto de las riquezas de la naturaleza.

Así podemos ir adelantando el Día del Señor. La experiencia del adviento es, de este modo, un ensayo para la esperanza activa, revolucionaria y constructiva. Este adviento va más allá de las cuatro semanas. Invade la totalidad de nuestra vida.

Hay que recuperar la centralidad de la esperanza. Quiero expresar aquí el recuerdo y el reconocimiento al teólogo alemán Jürgen Moltmann. Él ha defendido con sus escritos la centralidad neurálgica de la esperanza en la vida del cristiano. Él rescató el carácter cristiano de las ideas marxistas del filósofo judío Ernst Bloch. Del El principio esperanza de Bloch hemos pasado a la Teología de la esperanza de Moltmann. De una esperanza cerrada a lo trascendente,  estamos avivando una esperanza que nos proyecta al futuro de la promesa. De por medio está la firmeza de la palabra del Señor. En ella nos apoyamos.

José Manuel Bernal

Fuente Fe Adulta

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“Lo que está en juego”, por Gema Juan OCD

Domingo, 1 de febrero de 2015
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14864561961_c9c3871a36_mDe su blog Juntos Andemos:

«Vivo, luego espero», decía Laín Entralgo. La esperanza es movimiento, un movimiento vital. Laín, como Juan de la Cruz, entendió que la esperanza es uno de los grandes motores de la vida. Al hablar de ella, Juan dirá que su oficio es enseñar a mirar en la mejor dirección, que es la salud de la persona, que da viveza, ánimo y levanta hacia lo bueno.

La esperanza tiene tanto de don como de responsabilidad. Está unida por un cabo a la confianza y por otro al amor. Desde la fe, se abre a lo mayor y así, de un Dios que es misericordia sin límites, dice Juan que «cuanto más espera el alma, más alcanza». Como también dirá que es el amor el que hace fuerte la esperanza.

Esperanza es ver como posible aquello que se desea. Juan define el deseo como el anhelo de «poder ser hijos de Dios», de lograr ser lo que somos y llegar a la «igualdad de amistad [con Dios, donde] todas las cosas de los dos son comunes a entrambos». Ahí puede verse, fácilmente, que no hay dualismo. Explicará que «divino y humano, aquí se juntan» para alcanzar lo que se desea. Lo divino atraviesa lo humano, para potenciarlo y llevarlo a lo mejor de sí, y lo humano da cuerpo y raíz.

La esperanza une a Dios –dice– y habla de una esperanza purificada que, al mismo tiempo, purifica. Es un don que apremia cuando se acoge. Así, al escribir que «toda posesión es contra esperanza», toca todas las fibras de la persona, de su vida, de su presencia y actividad en el mundo y traspasa lo que Laín llamaba el «inconformismo revolucionario».

Vivir con esperanza provoca al presente porque no permite dejar aparcadas las cosas que no marchan. Produce rupturas evangélicas. Esperanza y liberación están completamente unidas. En este sentido, esperar será siempre liberar y liberarse. Tomar la realidad y no conformarse con lo que hay, porque la promesa de Jesús choca con el estado de las cosas en el mundo. Y esa promesa debe sostener y animar el trabajo por el cambio necesario. Personal y socialmente.

La esperanza moviliza y da consistencia. Juan dirá que ella es la que hace correr sin desfallecer, e insiste en que se asienta en la desposesión, que también llama «sobriedad». Pues bien, practicar esa sobriedad hace fuerte y libre, y lleva a la paz. Así lo explica, al hablar de la «noche», que es donde se hace esta experiencia y apunta: «La que mueve y vence es la esperanza porfiada».

Por eso, Juan –y con él, los místicos de todas las épocas– reprueba el espiritualismo y, al mismo tiempo, lo que Häring llamaba «acomodarse en el lamento y la crítica». Invita a algo más profundo y comprometido, precisamente porque abre la puerta a la experiencia de Dios. Ofrece una experiencia muy intensa, donde «con más fuerza es atraída el alma y arrebatada de este bien que ninguna cosa natural de su centro».

Moltmann advirtió, hace años, de que el cristianismo solo cumple realmente su misión si contagia de esperanza a los hombres. Está en juego realizar el deseo que Jesús confió a sus amigos. Para cumplirlo, es indispensable conocerle y estar con Él. «Estar en lo que Cristo enseñó», dirá Juan. Reconocer en Él la esperanza.

«Dejarse entusiasmar por Cristo» es la clave, decía Häring. Juan pedirá no cansarse de buscar en Él, porque su vida, sus palabras y sus gestos enseñan a vivir: Cristo es «como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, [siempre hay] nuevas venas de nuevas riquezas».

La esperanza mueve a no conformarse y no abandonar. Por ello, a Juan le preocupan los tibios, «que entienden que basta cualquiera manera de retiramiento y reformación en las cosas», porque la cuestión no está en eso, sino en reconocer «el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios».

Por esa puerta se entra en una experiencia que transforma la vida, que la llena de agradecimiento y frescura, no porque no se conozca el cansancio de trabajar y la desazón en los fracasos, sino porque se reconoce en medio de todo «la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece».

Ahí se apoya una esperanza inconfundible, que puede sostener en todas las circunstancias de la vida y que prepara para asumir actitudes y acciones que son alabanza de Dios en verdad, es decir, alegría para Él, vida para uno mismo y salud para los demás.

Decir con Pablo que Jesús es «nuestra feliz esperanza», compromete la vida. Lo que está en juego es mostrar que seguir los pasos de Jesús humaniza y fraterniza. Está en juego facilitar el acceso a Jesús y hacer visible que vivir desde el evangelio, crea y contagia esperanza.

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“Rubem Alves, el teólogo que escapó del gueto de las iglesias”, por Juan José Tamayo

Viernes, 15 de agosto de 2014
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1406417217_489051_1406417606_noticia_normalRubem Alves, teólogo y escritor brasileño. / LUCAS LACAZ (FOLHAPRESS)

El escritor brasileño pensó la religión desde su relación con la poesía y la vida

La muerte del brasileño Rubem Alves el pasado 19 de julio ha teñido de luto a la teología latinoamericana, y muy especialmente a la teología de la liberación, de la que algunos autores le consideran el padre y fue, ciertamente, uno de sus principales iniciadores, junto con otras grandes figuras como José Comblin, José Míguez Bonino, Juan Luis Segundo, Gustavo Gutiérrez, Segundo Galilea y sus compatriotas Hugo Assmann y Leonardo Boff. Su tesis doctoral, Hacia una teología de la liberación humana, publicada con el título de Teología de la esperanza humana, causó un profundo impacto en el panorama filosófico, teológico y científico-social mundial. La editorial Sígueme la publicó en 1973 con el título Cristianismo, ¿opio o liberación? con una presentación del teólogo norteamericano Harvey Cox, autor de la paradigmática obra La ciudad secular, que definía a Alves como un intelectual que sabía “combinar el corazón apasionado y comprometido del Tercer Mundo con una inteligencia refinada” y cuya mente “puede agrupar, como herencia, bajo un solo enfoque, las opiniones de Franz Fanon, Karl Marx, Jürgen Moltmann, Mario Savio, Karl Barth y Paul Lehmann, y enriquecerlos con las ideas de intelectuales latinoamericanos, tal como como Esdras Costra y Paulo Freire”.

¿Se extralimitaba Cox con tal reconocimiento? Creo que no. Alves se convirtió muy pronto en referencia obligada para la elaboración de una teoría crítica de la civilización actual y de la teología, tanto tradicional como moderna, así como un crítico radical de la dictadura brasileña y del fundamentalismo de las iglesias cristianas. Por ambas críticas tuvo que pagar un doble precio: la persecución de la dictadura de su país que le obligó a exiliarse y la expulsión de la Iglesia Presbiteriana, a la que pertenecía. Con todo, fue esta una condena beneficiosa, ya que, según la interpretación de Leopoldo Cervantes-Ortiz, “Alves salió para siempre del gueto de las iglesias para entrar de lleno en el terreno de la imaginación”. Es la experiencia que hemos vivido muchos teólogos y teólogas heterodoxos de nuestras iglesias, que nos ha conducido por los caminos de una teología inclusiva, interreligiosa, intercultural, interétnica e interdisciplinar, que nos ha enriquecido humana y religiosamente y a la que nunca hubiéramos llegado si nos hubiéramos instalado en el regazo eclesiástico materno.

Alves incorpora un nuevo lenguaje a la teología: el del humanismo político, que es el de la esperanza; el de la libertad, que anuncia un ser humano y una comunidad alternativos; el histórico, que habla de los sufrimientos, los gozos y las esperanzas de los hombres; el secular y secularizado, que abandona la metafísica, “lo religioso” y los absolutos eclesiásticos, pero también los absolutos históricos; el iconoclasta, subversivo y de la imaginación, que rechaza los hechos como límite, da nombre a las cosas ausentes, rompe el hechizo de las cosas presentes y abre caminos hacia el futuro. Es, en fin, el lenguaje de la esperanza, que define como “el presentimiento de que la imaginación es más real que la realidad y que la realidad es menos real de lo que parece”. ¡Maravillosa definición!

Alves fue un pensador interdisciplinar que transitó por la teología, la literatura, la filosofía política, el psicoanálisis, las ciencias sociales y la educación. Todas sus obras son un intento, creo que logrado, de construir una teología lúdico-poética-erótica centrada en el cuerpo y en la vida en su dimensión real. El lugar de la teología es la vida cotidiana, no la academia. Teología y vida interactúan. Teología y literatura están en diálogo permanente. Su hablar de Dios y con Dios tiene como principales interlocutores a los poetas y otros autores literarios. Una de sus sugerencias finales fue sustituir la palabra teología por teo-poesía. Creo que habría que atenderla en beneficio de la teología y de la poesía. Solo por eso merece un lugar destacado en ambos lares.

Juan José Tamayo es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Teología de la liberación en el nuevo escenario político y religioso, Tirant lo Blanch, 2011.

Fuente El País

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