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“La metáfora de Dios encarnado. ¿Qué significa para las Iglesias?”, por John HICK

Lunes, 21 de diciembre de 2015
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siriosLeído en Koinonia:

En relación con Jesús, parece más probable que él se entendiera a sí mismo como el llamado a desempeñar el papel del profeta final ante la inminente irrupción del reino de Dios en la tierra. Este fue, como él lo debe haber entendido, un papel humano único y crítico. Al aceptar esta visión escatológica, la Iglesia primitiva esperó en un estado de expectación ansiosa a que él volviera otra vez como el agente de Dios en el día final con toda su gloria y poder. Sin embargo, con el desvanecimiento progresivo de esta expectativa, la fe de los primeros cristianos en el señor Jesús lo transformó desde una condición inicial de profeta hasta ser el hijo semidivino de Dios, para encarnar, finalmente, la imagen plenamente divina del Dios–Hijo, Segunda Persona de una Deidad triple. Los documentos del Nuevo Testamento, creados durante los primeras fases de esta transformación, incluyen tanto escenas retrospectivas del Jesús histórico como anticipaciones del Cristo verdaderamente divino que sería definitivamente proclamado cuando el Cristianismo se convirtió en la religión del Imperio.

El papel de Jesús como profeta escatológico dejó de ser relevante cuando su expectativa de un final temprano a la historia humana común demostró ser errónea. (Este hecho no es siempre afrontado a fondo por los defensores de la ortodoxia tradicional. ¿Cómo pudo Dios-Hijo haber estado tan terriblemente equivocado?). Pero había otro aspecto de la enseñanza de Jesús que continuó siendo relevante. Brotó de lo que tuvo que haber sido una extraordinaria y poderosa conciencia de Dios como Padre Celestial y de una nueva forma de vida que se vuelve natural en su presencia. Esta nueva forma es la completa confianza en Dios, la preocupación sincera por los semejantes, la no-violencia, el perdón y el servicio a los demás, que en el caso de Jesús consistió en una vida dedicada a la curación y la enseñanza. Porque no sólo enseñó esta forma de vida, sino que la vivió y la encarnó, la memoria de Jesús, guardada en la Iglesia, sigue viva y poderosa en nuestros días.

En su condición de profeta del reino inminente de Dios, Jesús no tuvo intención de fundar una Iglesia que le continuase, ni una nueva religión separada del judaísmo. No obstante, lo que conocemos como “cristianismo” surgió a pesar de todo, convirtiéndose el Nuevo Testamento en su documento fundacional. Este refleja tanto las memorias de recuerdos sobre Jesús como la progresiva apropiación que la Iglesia hizo de su figura y de su deificación. La mezcla en el Nuevo Testamento de historia y teología, memoria y proyección, puede así ser utilizada -según el enfoque histórico o doctrinal que se elija- para criticar o apoyar la creencia comúnmente desarrollada de Jesús como encarnación de Dios. Que uno vea la doctrina de la encarnación como ya implícitamente revelada en las palabras y las acciones de Jesús, o que la vea como parte de la creación gradual de la Iglesia, depende de la selección que cada uno haga del material procedente del Nuevo Testamento. El elemento individual más importante para orientar esta selección es probablemente la actitud de cada uno hacia la propia Iglesia. ¿Tiene la Iglesia y prolongada historia un valor de tal magnitud que deberíamos pasar por alto las serias dudas históricas relativas a su pretensión de contar con la confirmación divina? ¿O es la Iglesia una institución tan ambigua y su pretensión de preeminencia religiosa tan dudosa, que uno no halle razón alguna para rechazar estas dudas sobre su fundamento y su carácter supernatural?

He percibido una y otra vez en las discusiones teológicas que éste es el verdadero y determinante tema central. Lo que está en juego es la creencia tradicional de la superioridad única del cristianismo personificada en la Iglesia y en la cultura occidental. Aquellos que se hallan profundamente comprometidos con esta postura tienden a ver dentro de los datos ambiguos del Nuevo Testamento al Jesús cuya divinidad proporciona a la Iglesia una fundación divina. Por otra parte, aquéllos que han entendido las grandes religiones y culturas del mundo, incluyendo al cristianismo, como formas diferentes pero -hasta donde podemos afirmar- igualmente válidas como respuesta a lo Trascendente, son proclives a leer las evidencias de los orígenes cristianos de forma diferente.

Sin embargo, creo que es justo decir que el peso de la prueba, o más bien justificación, yace ahora pesadamente sobre la ortodoxia tradicional. La comprensión anterior del Nuevo Testamento, según la cual el mismo Jesús reclamaba claramente un estatus divino, ha sido abandonada por los estudios responsables, y la creencia en la divinidad de Jesús ha tenido que retroceder a la idea de una reivindicación implícita. En un caso como éste, la idea de una “reivindicación implícita” es un fundamento más frágil de lo que habría sido la autoridad directa del Señor. Una visión amplia de la situación se caracteriza por el retroceso o la retirada que se apartan de una certeza basada en un pronunciamiento divino, y llegan a una probabilidad basada en evidencias históricas que se vuelven objetos de discusión. Más aún, el creciente número de intentos de enfrentarse a este desafío para explicar inteligentemente la doctrina de la encarnación -con la consiguiente comprobación de que sólo persuadía a unos pocos, y con los defensores de cada posición criticando los defensores de las otras posiciones-, solamente ha añadido un clima de confusión a aquel retroceso o retirada.

La alternativa a la ortodoxia tradicional no tiene que ser la renuncia al cristianismo. Otra opción más constructiva es la de continuar el desarrollo de la autocomprensión cristiana en la dirección sugerida por la nueva conciencia mundial de nuestro tiempo. ¿Hasta qué punto es probable que esto nos empobrezca? ¿Llegarán los cristianos a ver el cristianismo como una manera auténtica entre otras de concebir, experimentar y responder a lo Transcendente, y llegarán a ver a Jesús de una manera coherente con esta visión, como a un hombre que estuvo excepcionalmente abierto a la presencia divina, y que de este modo encarnó en su más alto grado el ideal de vida humana vivida en respuesta a lo Real?

La respuesta verdadera probablemente sea “sí y no”. Algunos cristianos se están moviendo en esta dirección y lo van a continuar haciendo, pero otros muchos no se mueven. En este momento (1993) todavía hay una tendencia ideológica general hacia la derecha en el seno de la mayoría de las Iglesias y la posición de la mayor parte de ellas es incluso de rechazo a cualquier discusión sobre estas materias. Se da una correlación de esta actitud con el surgimiento de muchas formas y grados variables de mentalidad nacionalista del tipo “nosotros–contra–ellos”, que conlleva implícitamente la correspondiente impopularidad de visiones más amplias, sean estas políticas o religiosas.

Al mismo tiempo, aunque en menor escala, hay un movimiento continuo hacia una perspectiva mundial, hacia un respeto para otras culturas y creencias y para con las minorías en el seno de nuestra propia sociedad, asociado a menudo a un rechazo del odio y la violencia típicos del nacionalismo contemporáneo, así como una preocupación responsable por la tierra y por su atmósfera, como una entidad frágil que es nuestra y de todas las formas de vida que se dan junto a nosotros. Entre los cristianos que comparten esta visión mundial existe a menudo la idea común de que el cristianismo es una más de entre una gran cantidad de percepciones diferentes de lo divino, y de que Jesús era un gran profeta humano y siervo de Dios.

Cuestionar la idea de Jesús como una encarnación literal de Dios implica también cuestionar la idea de Dios como la de literalmente tres personas en una, puesto que la doctrina de la Trinidad se deriva de la doctrina de encarnación. Si Jesús fue Dios en la Tierra, también tiene que haber sido Dios en el cielo, de manera que la teología cristiana requería por lo menos en este sentido una doble divinidad. Cuando el Espíritu Santo, no diferenciado en un principio del espíritu de Jesús, fue añadido como una hypostasis distinta, la doble divinidad se convirtió en trinidad. Pero para una forma no-tradicional del cristianismo, el símbolo trinitario no se refiere a tres centros de conciencia sino a las tres formas en las que el Dios único es humanamente conocido – como creador, como transformador y como espíritu interior. No necesitamos redefinir estas formas como tres personas distintas. Leer más…

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