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“La paradoja de Lucas”, por Gabriel Mª Otalora

Miércoles, 26 de enero de 2022
Comentarios desactivados en “La paradoja de Lucas”, por Gabriel Mª Otalora

BD01ED67-A8EC-451E-8E32-BA6198E24846De su blog Punto de Encuentro:

15.01.2022 | Gabriel Mª Otalora

Lucas es el evangelista considerado más social. Vivió en la marginalidad respecto a los centros de poder, conscientemente asumida, donde su comunidad trata de convertirse en Buena Noticia para que la evangelización llegue a ser socialmente relevante a través de la proclamación de la Palabra y con el ejemplo.

La preocupación lucana se centra en exhortar al uso adecuado de las riquezas. Su Evangelio es el que más habla de los pobres, aunque se dirige especialmente a los ricos y a un uso evangélico de las riquezas. En este contexto, propone también el ideal de compartir los bienes. Concretamente, en los Hechos de los Apóstoles nos dice: En la comunidad se vivía el servicio, no había pobres porque los que tenían bienes los ponían en común, y cada uno recibía según su necesidad.

  Sin embargo, resulta paradójico que Lucas, que es, si se me permite la expresión, el evangelista más “social” de los cuatro, sea el que a la vez muestra un interés especial en presentar a Jesús rezando en los momentos fundamentales de su vida, como algo que debemos entender dirigido también a cada uno de nosotros: en su bautismo (Lc 3, 21); en la elección de los Doce (Lc 6, 12); antes de forzar la elección en sus discípulos (Lc 9,18); en la transfiguración (Lc 9, 28); en la oración espontánea de alabanza (Lc 10, 21), cuando les enseña la oración de relación filial con el Padre (Lc 11) y por supuesto, antes del prendimiento y en su pasión y su muerte (Lc 22,32-41; 23,46).

Jesús acudía a la sinagoga como un judío cumplidor más, pero dedicaba muchos más ratos de oración. Nos dice Lucas Jesús se retiraba con frecuencia a lugares solitarios a orar (Lc 5, 16), incluso apartándose de la gente o aprovechando la madrugada para ir a un descampado a buscar esa relación íntima con el Padre que llamamos oración. Este era su alimento principal.

Es cierto que una fe sin obras es una fe muerta, pero la oración es esencial para vivir el ejemplo de Cristo. Y esto lo hemos arrinconado. La actitud que mostramos, el cómo hacemos es esencial y para eso necesitamos luz y fuerza. Pero se nos ha olvidado rezar y estar atentos a la escucha; no nos parece importante o nos parece difícil y por eso le dedicamos en todo caso un tiempo accesorio, como si evangelizar fuese obra nuestra, y no el plan de Dios. No es así como actuó Jesús, según nos cuentan los cuatro evangelios, especialmente el texto lucano, tan orientado a lo que hoy llamaríamos justicia social.

La oración cristiana es relación con el Padre, y eso hay que alimentarlo si queremos dar fruto en humildad, en la escucha mutua, la comprensión y el diálogo, ahora en la clave sinodal del Papa. Por eso es necesario orar siempre y no únicamente cuando estamos en una situación apurada.

Tomemos el ejemplo de la santa Teresa de Calcuta, incansable cada día con el sari blanco y sus listas azules, que pasaba por lo menos tres horas al día en oración. Esto suponía para ella el motor de toda su labor activa. Cuenta un periodista que le entrevistó que, ante la cantidad de necesitados que se agolpaban en su centro, él no entendía que esta mujer dedicara tanto tiempo a rezar, cada día. La respuesta de la Madre Teresa fue muy concreta: Sin oración yo no podría trabajar ni media hora. La fuerza que tengo, Dios me la da a través de la oración… Y añadía: “Lo más importante que puede hacer un ser humano es rezar”.

¿Y cómo rezar? Teresa responde: “Siempre empiezo a rezar en silencio, porque es en el silencio del corazón donde habla Dios. Dios es amigo del silencio: necesitamos escuchar a Dios porque lo que importa no es lo que nosotros le decimos sino lo que Él nos dice y nos transmite”.

Me parece que estamos ante nuestra principal asignatura pendiente, que no es otra que la desvalorización de la oración fiándolo todo a la acción. La paradoja de Lucas es la misma que encontramos en Teresa de Calcuta… en Teresa de Jesús, en Ignacio de Loyola, y en tantos más.

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“Parábola del padre gay que recobra a su hijo. “, por Carlos Osma

Viernes, 24 de octubre de 2014
Comentarios desactivados en “Parábola del padre gay que recobra a su hijo. “, por Carlos Osma

shutterstock_103268435Del blog Homoprotestantes:

Cuando Jesús explicó la parábola del hijo pródigo hace ahora casi dos milenios, imagino que sus oyentes la situarían en su propio mundo simbólico. Imagino que cada persona pintaría la casa del padre bueno de una manera bien distinta, teniendo en cuenta su experiencia. Algo similar hacemos las personas LGTB, o al menos deberíamos hacerlo, si es que no seguimos empecinadas en leer el texto bíblico siendo quienes no somos.

Es por eso que al volverla a leer hoy, me he hecho algunas preguntas sobre la aparente soledad del padre bueno: ¿tenía un compañero ausente que no se implicaba en la educación de sus hijos? ¿era padre soltero y tenían que lidiar con la educación de dos hijos, mientras intentaba tener una vida afectivo-sexual con otros hombres medianamente sana? ¿había muerto su compañero? Después me han saltado otras dudas: ¿los hijos eran adoptados, acogidos, de un matrimonio heterosexual fracasado anterior? ¿o una amiga se ofreció para darle(s) los hijos que siempre había(n) soñado tener?

Al final me he dado cuenta de que ninguna de estas preguntas, o sus respuestas, parecen tener importancia cuando pretendemos aproximarnos al mensaje que, con la parábola, quería transmitir el maestro. Y es que en realidad nada de todo eso es esencial, y por esa razón todas las personas, independientemente de nuestras circunstancias y de las casas que somos capaces de construir para el padre bueno y sus dos hijos, estamos igualmente llamadas a reflexionar sobre lo que pretendía enseñar Jesús. No hay nadie, al que el maestro no dirija su parábola, no hay nadie al que se le pida disfrazarse o desprenderse de quien es para poder escucharla y aplicarla a su propia experiencia.

Así que, sin salir de nuestra realidad LGTB, me pregunto si la figura del padre bueno de la parábola refleja algo de nosotros y nosotras, y si todavía dos mil años después, tiene algo que enseñarnos.

“Todavía estaba lejos, cuando su padre le vio; y sintiendo compasión de él corrió a su encuentro y le recibió con abrazos y besos. El hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra Dios y contra ti, y ya no merezco llamarme tu hijo.’ Pero el padre ordenó a sus criados: ‘Sacad en seguida las mejores ropas y vestidlo; ponedle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies.Traed el becerro cebado y matadlo. ¡Vamos a comer y a hacer fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y le hemos encontrado!’ Y comenzaron, pues, a hacer fiesta….

….Tanto irritó esto al hermano mayor, que no quería entrar; así que su padre tuvo que salir a rogarle que lo hiciese…

El padre le contestó: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo.Pero ahora debemos hacer fiesta y alegrarnos, porque tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado[1]”.

Experiencia de abandono. Los dos hijos abandonan a su padre. El hijo pródigo se marchó porque pensaba que la felicidad y la libertad estaban lejos de su padre, y que con él, sólo podría vivir oprimido. El hijo mayor se había alejado mucho antes, porque aunque compartieran el mismo techo, no lo hacían como padre e hijo sino como amo y siervo. El padre era objeto de un abandono que llevaba consigo un borrado de lo que significaba ser padre. Ambos hijos habían hecho desaparecer de delante de sus narices la figura paterna, ahora ya no existía como tal para ninguno de ellos. La relación entre los tres había sido deconstruída, y la consecuencia de todo ello era que el padre, pero también los hijos, se habían quedado solos.

Creo que de esta experiencia podemos hablar largo y tendido las personas LGTB. En la experiencia de borrado que sufrió el padre vemos reflejada la que hemos vivido tantas y tantas veces. La deconstrucción de los lazos familiares, o de las relaciones fraternales dentro de la comunidad cristiana, que ha realizado con nosotros y nosotras la homofobia, queda bien ejemplificada en lo que los hijos hicieron al padre bueno. Hemos sido invisibilizados una y otra vez de miles de maneras y formas distintas, hemos visto negada la posibilidad de decir quienes somos y como somos, a quienes amamos o que nos gusta, cuales son nuestros sueños, o en que queremos convertirnos; en multitud de ocasiones nuestras familias o comunidades han decidido romper los lazos que nos unen, los del amor, para intentar aislarnos y hacernos pagar caro el no ser como ellos deseaban que fuésemos. Al final el abandono, el alejamiento, o la resignificación de lo que somos. Al final no somos ni hijos, ni hermanas, ni madres, ni abuelos… al final no somos hermanos o hermanas en la fe… al final, la familia parece estar completamente destruida.

Ser capaz de respetar la libertad de los demás. El padre no se opuso a la marcha de ninguno de sus hijos, vivió quien era, respetando quienes eran sus hijos y dejándolos ser libres. Es cierto que esa libertad producía su negación, y la pérdida de quienes amaba. Pero respetó la libertad de quienes no le trataron como merecía, quizás porque nunca renunció a la libertad de ser quien él era: su padre. Jamás se creyó la negación, era consciente de ella, pero por encima de todo estaba seguro de su identidad, y que esa identidad le unía a ellos.

Creo que este comportamiento en la parábola tiene bastante que decirnos a las personas LGTB. La mayoría hemos hecho hasta lo imposible para no perder a personas a las que queríamos. Nos hemos callado, hemos escondido nuestros sentimientos o hemos aceptado menosprecios, para que nuestros hijos, padres, amigas, o iglesias de las que formábamos parte, no nos abandonasen. Pero al final ese camino nunca ha traído la liberación, sino que nos ha hecho vivir atrapados en los chantajes homófobos de quienes tanto queremos. Sin embargo en la parábola que Jesús pronunció hace ya tanto tiempo, se nos dice que sólo cuando somos capaces de dar libertad a los demás, aunque los perdamos para siempre, podemos alcanzar la nuestra. Sólo cuando somos libres de prejuicios estúpidos, somos capaces de dejar marchar a quienes no pueden todavía escapar de ellos. Libertad de ser y de dejar ser, ese es uno de los mensajes más directos y que más nos interpelan en la parábola a las personas LGTB.

Mostrarse activos, creer que los cambios son posibles y formar parte de ellos. El padre podría haberse quedado en su casa pensando que su hijo pequeño jamás volvería, o en la fiesta con la seguridad de que su hijo mayor no entraría. Pero en ambos casos sale del lugar donde está y se dirige a ellos sin negarse; es su padre y actúa como tal. Siempre se muestra activo, tendiendo la mano hacia la reconciliación, sabe que sus hijos se han equivocado, pero para él es una fiesta que descubran ellos mismos su error y quieran volver a casa. No hay recriminación, ni vencedores ni vencidos, todos salen ganando si aceptan al otro tal y como es.

La media de las personas LGTB que trabajan por transformar su entorno, es mucho mayor que cualquier otro colectivo que conozco. Pocas personas LGTB de mi entorno han tirado la toalla con su madre, su padre, sus hijos, sus hermanas, o su iglesia; siempre creen que es posible, que todavía hay esperanza de que algún día sus seres queridos superen su homofobia y se dirijan hacia la casa común para abrazarse como quienes son, sin negaciones. Multitud de personas lesbianas y gays de mi alrededor salen cada día de la fiesta de la reconciliación y del amor en la que viven, para recordarle a alguien que le negó su identidad que también está invitado a la fiesta. Manos tendidas siempre, como el padre bueno… y mientras esa mano siga extendida su entorno puede ser transformado y reconciliado. Se trata de no perder jamás la esperanza, pero de no hacer depender la felicidad de la actitud que otras personas tengan hacia nosotros. Mano tendida, desde lo que somos, para amar a los demás tal y como son.

Sobre el perdón. Es evidente que en la parábola Jesús hablaba de un Dios que perdona siempre, y que si nos comparamos con ese amor infinito que demuestra, nos sentimos bastante poca cosa. Dios ama siempre, Dios perdona siempre, con Él siempre es posible empezar de nuevo, tener otra posibilidad. Y eso nos llena de fuerza, nos ilusiona, porque sabemos que jamás nos da por perdidos, que no depende de lo que hagamos o no hagamos, que su amor siempre estará allí con nosotros. Sabemos que quienes ponen condiciones al amor de Dios, es porque realmente no lo conocen. Quienes matizan con un pero ese amor, es porque confunden el amor humano, con el divino. Dios nos ama, a todos y a todas.

Las personas LGTB somos llamadas a imitar ese amor, y es difícil hacerlo cuando tienes que amar a alguien que te niega, te insulta, hace una caricatura de algo que tú no eres, que hace daño a tu familia, o que quiere acabar con todo lo que tiene que ver contigo. Pero aún así, la llamada de Jesús en la parábola sigue en pie: debemos imitar el amor del padre bueno. Creo sinceramente que muchas personas LGTB hacen cada día visible ese amor, aunque de forma imperfecta. Veo mucho amor cuando un padre es capaz de abrazar de nuevo a la hija que no le hablaba ni le veía desde hacía años porque era gay. Veo el amor del padre bueno cuando una hija decide cuidar a una madre enferma que la ha despreciado desde el momento que le dijo que era lesbiana. Pero también veo amor en el hermano que ha perdonado a la hermana con la que jamás volverá a coincidir porque no es un buen ejemplo para sus sobrinos. No siempre el amor es capaz de producir la reconciliación, hay veces que el padre sigue viviendo en su casa, feliz por ser quien es y por haber educado a dos hijos libres, pero sabiendo que no podrá compartir su vida con ellos. También en estas circunstancias es necesario haber perdonado.

Para imitar al padre bueno necesitamos no alejarnos de casa, no rechazar quienes somos, ni humillarnos y anularnos para conseguir el afecto de unos hijos que son incapaces de ver más allá de lo que ellos son. Para imitar al padre bueno debemos olvidarnos de convertirnos en héroes o heroínas, o pensar que el final todo acabará bien. Debemos sobre todo sacar de nosotros y de nosotras el resentimiento por el dolor sufrido, y entender que los demás tienen el derecho a equivocarse, a elegir un camino terrible que no sólo los aleja de nosotros, sino también de Dios, y lo más importante, de lo que ellos y ellas son. Y cuando hayamos acabado con el resentimiento y podamos vivir felices con nosotros mismos, en ese momento seremos capaces de recibir con un abrazo paterno a quienes tanto nos hicieron sufrir. Y si no vuelven, no deberíamos resignarnos, siempre es posible volver a construir otra familia donde el amor sea realmente lo que nos una.

Carlos Osma

[1] Fragmentos de Lc 15,11-32

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