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“Desprecintar el alma”, por Gema Juan, OCD.

Viernes, 14 de noviembre de 2014
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15530507996_6211e372ee_mDe su blog Juntos Andemos:

A Teresa de Jesús le preocupaban los excesos de cordura. Y eso, a pesar de que apreciaba la sensatez y el buen entendimiento, hasta el punto de pensar que si la persona tiene esas cualidades, aunque no «aproveche para mucho espíritu, aprovechará para buen consejo y para hartas cosas, sin cansar a nadie».

Teniendo en cuenta esto, resulta mucho más valiosa su apasionada personalidad. Y tal vez sea por cómo se conjugaban en ella la sensatez y la pasión, por lo que contagiaba a los demás, con tanta fuerza, el amor que ardía en su interior.

Teresa no tuvo miedo a sentir —ese miedo tan frecuente. La escritora Edith Wharton ponía palabra a lo que muchos podrían confesar: «Descubrí en mí tales posibilidades de sentir que temí…». La forma del miedo puede variar, pero aparece en muchas ocasiones, porque sentir es una aventura y nunca se sabe a dónde puede llevar.

El cansancio y la alegría, la decepción y el coraje, la ternura y la desolación… todo lo pudo sentir Teresa. Amó, sufrió y gozó, y lo hizo intensamente, porque era ajena a la indolencia. Pero eso no le iba a bastar: quería sentir a Dios. Y cuando Él la cercó con su amor, se dejó inundar. Así se abrieron todos los poros de su ser. Teresa soltó el corazón, desprecintó su alma y dejó de vivir a resguardo del viento, consciente de que este la podía abrasar.

«Hablar desatinos… ser locos de amor… deleite, suavidad, regalo… gustar». Son incontables las expresiones que emplea para hablar de su vivencia, de la fuerza que tiene en ella la presencia de Dios y de cómo participa todo el ser: «¡Qué metida está el alma y abrasada en el mismo sol», que es Dios. Así siente y así vive Teresa.

«El alma es capaz para gozar del mismo Dios» —escribió. Cuando comprendió esa verdad, cuando se dio cuenta que nadie debía quedar excluido de esta alegría, exclamó: «No querría ver sino enfermos de este mal que estoy yo ahora. Suplico a vuestra merced (P. García de Toledo) seamos todos locos por amor de quien por nosotros se lo llamaron».

«Locos por amor». Por eso escribía sin ningún encogimiento: «El amor es el que habla, y está el alma tan enajenada, que no miro la diferencia que haya de ella a Dios. Porque el amor que conoce que la tiene Su Majestad, la olvida de sí y le parece está en Él y, como una cosa propia sin división, habla desatinos».

Anima a gustar a Dios y saborear sus palabras. Cuando comenta el Cantar de los cantares, dice: «¡Gustad de todas estas palabras». Sentidlas, llevadlas al corazón. Y aún dirá que no habla de «unas devocioncitas del alma, de lágrimas y otros sentimientos pequeños» que por cualquier cosa se desvanecen, sino de un amor verdadero e intenso: «De veras digo gustos, una recreación suave, fuerte, impresa, deleitosa, quieta».

Abrir la puerta entraña un riesgo… el de ser arrebatado. ¿A dónde se puede llegar cuando se permite a Dios desabrochar los corsés íntimos? San Bernardo ya había advertido de lo que puede pasar: «Es un amor violento, devorador, impetuoso… solo se satisface consigo. Confunde los grados, desafía las costumbres, no conoce mesura». De ese amor «tan grande… y ternísimo», habla Teresa: «Es un glorioso desatino, una celestial locura, adonde se deprende la verdadera sabiduría, y es deleitosísima manera de gozar el alma».

Es un amor que no soporta la ausencia ni la separación: «¡Oh, mi suave descanso de los amadores de mi Dios! No faltéis a quien os ama, pues por Vos ha de crecer y mitigarse el tormento que causa el Amado al alma que le desea». Atrevida, y con inmensa ternura a la vez, Teresa dirá a su Señor: «Creo yo, Señor, que si fuera posible poderme esconder yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufrierais».

Hay más, siempre hay más en Dios. Lo que se sabe, lo que se siente y se dice de Él, apenas es nada. Teresa escribirá: «No os espantéis de lo que está dicho y se dijere, porque es una cifra de lo que hay que contar de Dios».

Por eso, deseaba encontrarse con muchos «locos de amor». Necesitaba compartir la abundancia de su corazón y contagiarla. «¡Oh, qué buena locura, hermanas, si nos la diese Dios a todas!».

Se lamentaba a veces: «Parece se acabaron los que las gentes tenían por locos, de verlos hacer obras heroicas de verdaderos amadores de Cristo». Era esa cordura que tanto temía ella. Una cordura que cortaba las alas, que impedía el bien, el mayor bien: el de unirse a Cristo. Y por eso, no se callaba: «Querémonos mucho; hay muy mucha cordura para no perder de nuestro derecho». Y «derecho» solo hay cuando no se percibe el amor inmenso, el mar desbordado en el que todo está sumergido, para quien de verdad ama.

Teresa decía que «querría dar voces y dar a entender a todos lo que les va en no se contentar con cosas pocas y cuánto bien hay que nos dará Dios en disponiéndonos nosotros». Dios está deseando hacer arder todas las vidas.

Con ese fuego en las entrañas, Teresa quería incendiar todo lo que tocaba. Por eso escribió: «Si pudiese, abrasaría todo el mundo».

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